jueves, 4 de noviembre de 2021

ÉXODO 6:2-8 - DIOS TAMBIÉN HA SIDO FIEL EN CUANTO A NOSOTROS

 


Éxodo 6:2-8

Texto: 2* —Además, Dios dijo a Moisés—: Yo soy Jehovah. 3* Yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Todopoderoso; pero con mi nombre Jehovah no me di a conocer a ellos. 4* Yo también establecí mi pacto con ellos, prometiendo darles la tierra de Canaán, la tierra en la cual peregrinaron y habitaron como forasteros. 5* Asimismo, yo he escuchado el gemido de los hijos de Israel, a quienes los egipcios esclavizan, y me he acordado de mi pacto. 6 Por tanto, di a los hijos de Israel: "Yo soy Jehovah. Yo os libraré de las cargas de Egipto y os libertaré de su esclavitud. Os redimiré con brazo extendido y con grandes actos justicieros. 7 Os tomaré como pueblo mío, y yo seré vuestro Dios. Vosotros sabréis que yo soy Jehovah vuestro Dios, que os libra de las cargas de Egipto. 8 Yo os llevaré a la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob. Yo os la daré en posesión. Yo Jehovah. "

 

¿Qué nos pasa tan frecuentemente cuando las cosas empiezan a ir mal, al menos según nuestro parecer? ¿Nos desesperamos? ¿Comenzamos a murmurar contra Dios? ¿Pensamos que todo esto de un Dios de amor y de que somos los hijos amados de Dios son solamente tanta palabrería, sin ninguna realidad para respaldarla? Cuando esto nos pasa, debemos saber que no estamos solos, ni somos los primeros de ser atacados con esta clase de dudas en tiempos difíciles. No debe suceder, eso sí. Pero ha sucedido en el pasado, cosa de que hay abundantes ejemplos en la Biblia, y no sorprende que suceda lo mismo con nosotros.

 

Sin embargo, debemos saber que no es necesaria esa desesperación y duda. La Escritura también demuestra claramente que aun en los días que parezcan más negros y desesperantes, Dios no ha abandonado a su pueblo, y sus promesas permanecen firmes. En nuestro texto de hoy, Dios promete esto con las palabras más enfáticas. Pone en juego su mismo nombre y todo su ser, para que su pueblo pruebe si no es cierto que él cumple sus promesas. Hoy queremos meditar en el tema: Nuestro Dios fiel no nos abandona.

 

Los Hijos de Israel habían estado ya por unos 400 años en Egipto. Desde hacía tiempo habían sido afligidos y esclavizados por los faraones. Hubo inclusive el intento de genocidio al mandar que todo hijo varón fuera ahogado en el río tan pronto que naciera. En su aflicción clamaron a Dios, y Dios les envió a Moisés. Pero cuando Moisés pidió liberación para el pueblo de Dios, en vez de mejorar su condición, se hizo peor. Duros capataces les azotaron y les exigieron lo imposible. Lejos de ver a Moisés como un libertador, entonces, el pueblo se murmuró contra él. “Cuando ellos salían del palacio del faraón, se encontraron con Moisés y Aarón, que estaban esperándolos, y les dijeron: — Jehovah os mire y os juzgue, pues nos habéis hecho odiosos ante los ojos del faraón y los de sus servidores, poniendo en sus manos la espada para que nos maten.” Moisés mismo se desanimó; dudó de su misión. “Entonces Moisés se volvió a Jehovah y le dijo: — Señor, ¿por qué maltratas a este pueblo? ¿Para qué me enviaste? Porque desde que fui al faraón para hablarle en tu nombre, él ha maltratado a este pueblo, y tú no has librado a tu pueblo.” Nuestro texto es una parte de la respuesta de Dios a la aflicción de su pueblo y la duda e inquietud de Moisés. Le recuerda en primer lugar que Dios es Jehová. “Además, Dios dijo a Moisés—: Yo soy Jehovah.” Israel aprendería ahora lo que realmente significa este nombre. Sigue diciendo: “Yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Todopoderoso; pero con mi nombre Jehovah no me di a conocer a ellos.” Esto claramente no significa que Abraham y los patriarcas no conocían el nombre Jehová como una palabra. El libro de Génesis está lleno de referencias de apariencias de Jehová a Abraham y los demás. Abraham edificó altares a Jehová, e invocó, o mejor traducido, proclamó el nombre de Jehová. Sin embargo, lo que dice este versículo es cierto. Las revelaciones de Dios a los patriarcas enfatizaron su poder para preservarlos en peligro, como Jacob en su viaje experimentó cuando Esaú buscaba matarlo, o en el nacimiento milagroso de Isaac. Dios también se había revelado como el Dios que hace grandes promesas. Pero no se había revelado todavía completamente en su carácter como Jehová. Tenemos que considerar que los nombres de Dios no son solamente sonidos sin significado, sino realmente revelan a Dios. Y lo que indica el nombre de Jehová es que es absoluta e infaliblemente fiel en cumplir sus promesas. Dio las promesas a Abraham, promesas como estas (Gén. 15:18): “Aquel día Jehovah hizo un pacto con Abram diciendo: —A tus descendientes daré esta tierra, desde el arroyo de Egipto hasta el gran río, el río Eufrates.” Pero tanto Abraham como Isaac y Jacob vivían como extranjeros en esa tierra. Y después siguieron 400 años en Egipto. ¿Qué pasaba con esa promesa solemne de Dios? ¿Era realmente Jehová, el Dios eternamente fiel?

 

Nosotros también fácilmente nos desalentamos. Oímos las promesas de la Palabra de Dios que nos aseguran que somos los hijos amados de Dios, que Dios está a nuestro lado, que Dios contesta nuestras oraciones. Pero llega una enfermedad dolorosa y crónica, o sucede alguna tragedia en la familia, o perdemos el trabajo, y nos preguntamos si es posible que Dios nos ame y al mismo tiempo nos trate así. Oímos la invitación a orar y la promesa de que seremos escuchados, y en nuestra necesidad clamamos a Dios - y parece que no sucede nada. Y comenzamos a pensar que tal vez todo fue solamente una ilusión. Esto es lo que había pasado con los Hijos de Israel, y es lo que aún nos pasa a menudo. ¿Qué diremos frente a todo esto? Lo que más conviene es sencillamente dejar otra vez que Dios hable.

 

Cuando Moisés y los Hijos de Israel se llenaron de dudas y desesperación, el Señor respondió repitiendo sus grandes promesas. “Yo también establecí mi pacto con ellos, prometiendo darles la tierra de Canaán, la tierra en la cual peregrinaron y habitaron como forasteros.” Les recuerda un pacto, un pacto que Dios mismo ha hecho con sus antepasados. No era un pacto común, que obligaba a las dos partes a cumplir ciertas obligaciones uno con el otro. El pacto que Dios estableció con Abraham y que nunca cansaba de repetir a sus descendientes era un pacto de pura gracia. Dios unilateralmente se obligó a cumplir sus promesas de dar una tierra a los descendientes de Abraham y de enviar a esa tierra a la Simiente de Abraham, Cristo, para ser una bendición para todas las familias de la tierra. El transcurso del tiempo, la debilidad de fe de los Hijos de Israel, la aflicción que sufrían por muchos años en Egipto y que se había agudizado en los últimos días, no podían anular esa promesa del Dios fiel. Aunque les parecía que Dios les había olvidado, todavía era el Dios fiel, el Dios del pacto, él que actuaría para librar a su pueblo de su aflicción.

 

Ahora les asegura: “Asimismo, yo he escuchado el gemido de los hijos de Israel, a quienes los egipcios esclavizan, y me he acordado de mi pacto.” Todo el tiempo que Israel pensaba que Dios se había hecho sordo a sus quejas, que habían sido olvidados, que ya no había remedio de su aflicción, Dios escuchaba, les estaba oyendo, oyendo con simpatía. Aunque parecía tardar en hacerlo, ahora “se acuerda de su pacto,” no como si lo haya en algún momento olvidado, sino que así les parecía a los israelitas en su sufrimiento. Con acordarse de su pacto quería decir que había llegado ya el momento de entrar en acción, de poner en efecto y demostrar a los ojos de todos lo que se había tenido que esperar solamente en base de la promesa. “Por tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Jehovah. Yo os libraré de las cargas de Egipto y os libertaré de su esclavitud. Os redimiré con brazo extendido y con grandes actos justicieros.” Les redimiría, les sacaría de su esclavitud, les libraría, y lo haría de una manera que nadie tendría ya que dudar si fuera Jehová, el Dios fiel. Se haría con grandes obras del poder de Dios, “con brazo extendido,” y con “grandes actos justicieros.” Los que afligían al pueblo querido de Dios finalmente recibirían su recompensa en la forma de grandes obras de juicio de parte de Dios. Todo esto en cumplimiento de lo que Dios había prometido a Abraham en conexión con su pacto. “Entonces Dios dijo a Abram: —Ten por cierto que tus descendientes serán extranjeros en una tierra que no será suya, y los esclavizarán y los oprimirán 400 años. Pero yo también juzgaré a la nación a la cual servirán, y después de esto saldrán con grandes riquezas.”

 

Ustedes saben lo que sucedió. Dios afligió a Egipto con las diez plagas que demostraban su poder y finalmente obligó a Faraón a dejar ir a su pueblo. Y cuando los egipcios tercamente otra vez se opusieron a los designios de Dios y persiguieron a Israel para obligarlos a regresar, Dios intervino con el juicio contra Egipto en el Mar Rojo, en donde pereció la flor y la nata del gran ejército egipcio.

 

Verdaderamente, aunque parecía tardar, Dios no había olvidado su promesa. Cumplió todo lo que había prometido a los padres, así que las generaciones posteriores en Israel podían cantar (Salmo 105): “Es Jehovah, nuestro Dios; en toda la tierra están sus juicios. 8 Se acordó para siempre de su pacto —de la palabra que mandó para mil generaciones—, 9 el cual hizo con Abraham; y de su juramento a Isaac. 10 Lo confirmó a Jacob por estatuto, como pacto sempiterno a Israel, 11 diciendo: ‘A ti daré la tierra de Canaán; como la porción que poseeréis.’ 12 Cuando eran pocos en número, muy pocos y forasteros en ella; 13 cuando andaban de nación en nación, y de un reino a otro pueblo, 14 no permitió que nadie los oprimiese; más bien, por causa de ellos castigó a reyes.

 

Dios repite su promesa de librar a los hijos de Israel. 15 Dijo: “¡No toquéis a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas!”

 

Así Dios ha demostrado que él es Jehová, el Dios fiel, el Dios que cumple sus promesas. “Os tomaré como pueblo mío, y yo seré vuestro Dios. Vosotros sabréis que yo soy Jehovah vuestro Dios, que os libra de las cargas de Egipto, 8 Yo os llevaré a la. tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob. Yo osla daré en posesión. Yo Jehovah.” Ni la infidelidad de su pueblo pudo anular sus promesas de gracia. “Porque yo, Jehovah, no cambio; por eso vosotros, oh hijos de Jacob, no habéis sido consumidos!” Mal. 3:6.

 

Todo esto podría parecemos como algo antiguo, muy remoto de nosotros y nuestra condición y nuestras necesidades. Pero no es así. Dios también ha sido fiel en cuanto a nosotros. No hay mayor prueba de esto que la otra gran prueba de que Dios guarda sus promesas, de la cual esas promesas a los Hijos de Israel eran solamente una sombra. También vio nuestra aflicción y servidumbre, nuestra esclavitud al pecado y la condenación. Ni esperó nuestro gemido, sino de su libre voluntad, conforme a sus promesas antiguas, envió a su Hijo Jesucristo para libramos de nuestra servidumbre y adoptarnos como su pueblo para ser nuestro Dios. Conforme a su pacto de gracia envió a su Hijo hasta la muerte por nosotros, indignos pecadores. ¿Sera posible que Dios nos olvide ahora? ¿Nos habrá abandonado? No puede ser. “¿Qué, pues, diremos frente a estas cosas? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? 32 El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente también con él todas las cosas?” Rom 8:32-33. No dudes, luego, de la gracia y la fidelidad de Dios. Aun cuando parezca que tarde, la ayuda vendrá, ayuda para la eternidad. Ten ánimo, luego, porque todavía el que trata con nosotros es Jehová, el Dios siempre fiel. Ser infiel a sus promesas negaría su mismo ser. Y esto no puede ser. De esto podemos estar seguros.

 

Amén.


viernes, 15 de octubre de 2021

GÉNESIS 28:10-22 : TAMBIÉN LOS HIJOS DE DIOS PUEDEN CAER EN EL PECADO


 


 “Jacob, pues, salió de Beerseba y fue a Harán. Llegó a un cierto lugar y durmió allí, porque ya el sol se había puesto. De las piedras de aquel paraje tomo una para su cabecera y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño: Vio una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo. Ángeles de Dios subían y descendían por ella. Jehová estaba en lo alto de ella y dijo: «Yo soy Jehová, el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente, pues yo estoy contigo, te guardaré dondequiera que vayas y volveré a traerte a esta tierra, porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho». Cuando Jacob despertó de su sueño, dijo: «Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía». Entonces tuvo miedo y exclamó: «¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo». Se levantó Jacob de mañana, y tomando la piedra que había puesto de cabecera, la alzó por señal y derramó aceite encima de ella. Y a aquel lugar le puso por nombre Bet-el, aunque Luz era el nombre anterior de la ciudad. Allí hizo voto Jacob, diciendo: «Si va Dios conmigo y me guarda en este viaje en que estoy, si me da pan para comer y vestido para vestir y si vuelvo en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal será casa de Dios; y de todo lo que me des, el diezmo apartaré para ti».” (Genesis 28:10–22)


Las historias de los patriarcas en Génesis son mucho más que historias antiguas o cuentos divertidos. Son la historia de la manera en la que Dios ha tratado con su pueblo en toda época.


Por eso nos conviene mucho a nosotros ahora también prestar atención a lo que Dios hace con los patriarcas. Así aprenderemos mucho de lo que hace con nosotros también. El texto de esta mañana trata de cierto acontecimiento en la vida de Jacob, el hijo de Isaac y nieto de Abraham. De esto vamos a hablar esta mañana para sacar las lecciones de la huida de Jacob.

 

En primer lugar, vemos que I. También los hijos de Dios pueden caer en el pecado.

 

Jacob se encuentra huyendo. Cómo está huyendo tal vez se hace claro cuando consideramos que sin parar había corrido desde Beer Seba, en donde estaba la casa de su padre, hasta Luz, una distancia de casi 80 km. Y aun cuando se encuentra en nuestro texto, no se atreve a acostarse en el pueblo. Escogió un lugar en el campo abierto, donde sería más difícil encontrarlo.

 

¿Por qué fue que Jacob se huía con tanto miedo? Eso fue el resultado del pecado. Había engañado a su padre. Cuando su padre anciano había decidido dar su bendición a uno de sus

hijos, él había enviado a Esaú al campo para cazar venado y preparárselo, para luego darle su bendición. Su madre, Rebeca, oyó de eso y le disgustó. Ella sabía que Dios tenía la intención de dar la mayor bendición a Jacob, el hermano menor. Por tanto. convenció a Jacob a vestirse como si fuera su hermano, a llevar un guiso de cabrito, y así por medio del engaño obtener la bendición de su padre.

 

¿Serían éstas las acciones de un creyente, de un hijo de Dios? ¿La mentira y el engaño son propios de la vida de un creyente? Jacob hasta había utilizado el nombre de Dios en el servicio de su engaño. ¿Puede esto salir de la boca de un hijo de Dios? Aun cuando Rebeca y Jacob hayan pensado que una promesa de Dios estaba en peligro, eso no les exculpa por el engaño y la mentira que practicaron contra su esposo y padre. Sin embargo, su motivo fue su fe en la promesa. Era importante para ellos la bendición de Isaac porque la relacionaban con la promesa de la venida del Salvador. Y en él tenían su corazón. De modo que estos pecados no fueron pecados de rebeldía abierta, sino pecados de debilidad, de falta de confianza, de falta de conocimiento. Pero fueron pecados, aun así. Es más. lo que más esperaban ganar con esta acción no lo lograron. Con las muchas palabras bonitas que habló Jacob en su bendición, no había nada de la promesa de la venida de Cristo de su familia.

 

Y luego había la manera de tratar con el hermano. Buscar quitar de él lo que su padre quería darle, y lograrlo con estos medios. Ciertamente estas acciones no fueron calculadas para producir la armonía familiar. Y lo que esperaríamos es lo que sucedió. Como resultado Jacob se encontró lleno de miedo y de angustia. Jacob tuvo que huir para salvarse la vida. En su ira Esaú había jurado que tan pronto que estuviera muerto su padre, mataría a Jacob, el engañador. Jacob, que tanto amaba su hogar, el favorito de su madre, el tranquilo y piadoso, tuvo que huirse. El miedo y la angustia se apoderaron de él. Tuvo que romper de inmediato los lazos familiares para ir a una tierra extranjera.

 

Todo esto fue un resultado de su pecado. Y todo esto tenía que servir para impresionarlo con la seriedad del pecado. Fue con una conciencia también atormentada, un corazón lleno de dudas e inquietud, que Jacob se huía de la casa de su padre y de la presencia de su madre.

 

Y todo esto es como tenía que ser. Dios tenía que impresionar a Jacob con la verdad de que Dios no puede ser burlado. El pecado trae consecuencias en este mundo, aun los pecados de debilidad que cometen los hijos de Dios. La familia rota, el desagrado de su padre, el odio de su hermano, la separación de su querida madre, temor por su misma vida; éstas fueron las trágicas consecuencias del pecado. Jacob lo sabía, y lo acercaba a la desesperación.

 

Estas cosas fueron escritas para que nosotros también aprendiéramos las lecciones. El que piensa estar firme, mire que no caiga. Nosotros también, cuando dejamos de confiar solamente en Dios y sus promesas, cuando pensamos que nosotros mismos tenemos que hacer todo salir bien, que tenemos que ayudar a Dios a cumplir su palabra, también fácilmente podemos caer en graves pecados. Nosotros también, si no vigilamos y oramos, nos flaqueamos y nos debilitamos en la fe, y pronto estamos trayendo vergüenza sobre el nombre de hijos de Dios. Como resultado, Dios frecuentemente tiene que golpearnos y afligirnos, para que no nos hagamos indiferentes a nuestros pecados y pensemos que sea cosa pequeña ofender contra el Altísimo. Y si somos honestos en nuestras aflicciones no gritaremos: “¿Por qué a mí, Dios?”, sino “Lo he merecido, oh Señor, porque mis pecados nos muchos y graves.”

 

Pero la intención de Dios con Jacob no era dejarlo en su culpa y desesperación. Quería consolarlo, quería fortalecerlo, quería llenarlo de nuevo de confianza y fe. Así permitió que Jacob tuviera una maravillosa visión en forma de sueño.

 

II Dios se digna ayudar y salvar al pecador.

 

Jacob se acuesta en el campo. Nuestro texto nos dice que llegó a cierto lugar. Tal vez a él le haya parecido un lugar cualquiera, y que haya llegado allí por casualidad. Pero lo cierto es que Dios

mismo le había guiado a ese lugar porque tenía grandes planes para él allí. Toma de las piedras del lugar y las pone por cabecera. Se duerme allí en el campo abierto. Repentinamente en sueño ve una visión.

 

Dios le permite ver una escalera. O tal vez haya tenido la forma de una escalera de piedra. Pero no era una escalera ordinaria. Esta escalera se extendía de la tierra al cielo. Unía los dos extremos. Si el pecado había hecho separación entre Dios y los hombres, si Jacob mismo había pecado y ya no merecía el nombre de hijo de Dios, aquí estaba una declaración del Dios Altísimo de que no había cerrado el camino a los hombres, que buscaba todavía comunión con ellos, que había perdón para los pecadores.

 

En la escalera se vieron los ángeles de Dios subiendo y bajando. Estos seres, que normalmente llevan a cabo su ministerio silenciosa e invisiblemente, aquí demuestran que son  “servidores de Dios” que sirven las necesidades de sus creyentes.

 

Arriba estaba Dios mismo en forma visible, apareciendo al pecador para asegurarle de su favor y perdón. Pero no solamente dejó que Jacob concluyera esto de lo que veía. Habló con él, palabras abundantes de consuelo. Le asegura que él es el Dios de sus padres. “Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac.” No debe temer que, al dejar atrás su casa y su

padre, está dejando atrás también a su Dios. Este Dios es Jehová, el Dios fiel, el Dios que cumple sus promesas. El hecho de que aparece a Jacob ahora es la garantía de que estará con él

como estuvo con sus padres.

 

Le promete la tierra. “La tierra en que estás acostado; te la daré a ti y a tu descendencia.” Aunque huye de esa tierra, Dios cumplirá su promesa, y la familia de Jacob heredará la tierra. Esto ya implica que el Salvador vendrá de su familia, de modo que podría cobrar ánimo y seguir su camino confiado en base de esto, pero el Señor quiere que esté totalmente seguro, por lo cual explícitamente le promete el Salvador como descendiente. “Y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu Simiente.” La bendición que traería el gran descendiente de Jacob, la salvación para todas las naciones es lo que más había anhelado Jacob. Es lo que buscaba cuando engañó a su padre. Ahora lo recibió, no por su astucia, sino por la gracia, el favor inmerecido de Dios, quien apareció a este pecador indigno para asegurarle de tan gran promesa.

 

 

Para que pueda confirmar la fe de Jacob en esta promesa, le promete estar con él hasta volverlo a traer a esa tierra. “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueras, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho.”

 

Grandes promesas todas, y todas hechas a un indigno pecador. Cada palabra tenía la firme intención de asegurarle a este pecador con conciencia agobiada que sus pecados eran perdonados, que sus iniquidades fueron quitadas, que las intenciones del Señor para con él aun cuando tenía que azotarlo y disciplinarlo, aun cuando tenía que salir de su casa y emprender un largo viaje como resultado de su pecado, eran intenciones de misericordia y de bendición.

 

Así trata Dios también con nosotros. Aunque tiene que imponernos muchas cruces y aflicciones para llevarnos al arrepentimiento y a profundizar en nosotros el conocimiento de nuestros pecados, su propósito final no es nuestra condenación, sino nuestra salvación. A nosotros también nos habla en nuestra aflicción y tristeza, nos muestra a Jesús, colgado entre el cielo y  la tierra, llevando la carga de nuestro pecado, y nos dice que en él nos ha dado a nosotros libre acceso al trono de la gracia, perdón completo de todos nuestros pecados, y nos promete también estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo cuando nos guiará a nosotros salvos y seguros a nuestra patria celestial.

 

Pero ciertamente los que reciben tan asombrosas revelaciones de la gracia y salvación de Dios luego deben responder con adoración y alabanza de corazón y vida. Los hijos de Dios le deben gratitud y servicio por su gracia y bondad.

 

Jacob ve en este lugar la casa de Dios y la puerta del cielo. Jacob reconoció la grandeza de ser permitido ver esta visión del Señor de misericordia. Sabe que Dios mora en todas partes. Pero el lugar en donde revela su gracia y misericordia, su perdón para los pecadores, es peculiarmente la casa de Dios y la puerta del cielo.

 

Por eso pone una piedra conmemorativa allí. No quiere olvidar lo que Dios allí le reveló. Quiere siempre estar nuevamente recordado del mensaje de gracia que Dios le ha concedido. Por eso levanta la piedra en la cual ha dormido, y la unge con aceite para dedicarla al Señor.

 

Este Dios le ha concedido su amor y su gracia, y le ha dado su

salvación. Por tanto, expresa el firme propósito: Jehová será mi

Dios. No puede ser de otra manera. No hay otro Dios salvador.

El mensaje de salvación, cuando toma posesión del corazón, no dejará lugar para ningún otro dios. Esta es la gozosa confesión de todos los que han sido salvaos por la gracia de Jesucristo, aquél Simiente de Jacob que le fue prometido aquí.

 

Pero no se queda tampoco con las palabras. Promete más. Promete el diezmo de todo lo que Dios le diera. “Y de todo lo que mi dieres, el diezmo apartaré para ti.” Como ya tiene la confianza de que Dios le cuidará y le prosperará según su voluntad, promete regresar la décima parte de lo que Dios le daría en una ofrenda de gratitud. No lo hizo por ley. Las leyes al respecto fueron dadas a Moisés siglos más tarde. Esta fue la reacción de un corazón que rebosaba de gratitud por tan grande salvación ofrecida a él, un pecador tan indigno.

 

Dios también nos ha dado nuestros Betel, nuestras casas de Dios. En nuestro pecado y nuestra angustia también viene a nosotros, en la predicación del Evangelio, en la absolución, en el Bautismo y la Santa Cena, en las palabras de la Sagrada Escritura. ¡Tantas formas utiliza Dios para asegurarnos de su favor y perdón! No quiere que nadie esté en dudas de esto.

 

Pero ciertamente nosotros también entonces seguiremos el ejemplo de Jacob. Nosotros también con firme propósito nos adheriremos solamente a Cristo nuestro Salvador. No dejaremos que nada ni nadie quite nuestra confianza en él. También le serviremos con corazón y boca, alabándole y dando testimonio de sus grandes obras salvadoras. Y también dedicaremos una porción de las posesiones con las cuales él nos ha bendecido para la obra de su iglesia de proclamar su maravillosa salvación. No lo haremos porque hay una ley de dar el diez por ciento. Más bien lo haremos de corazones que rebosan de gratitud por tan grande salvación, y porque sencillamente no podemos guardar tan gran tesoro solamente para nosotros mismos.


jueves, 16 de septiembre de 2021

GÉNESIS 12:1-9


 


1 Entonces Jehovah dijo a Abram: "Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. 2 Yo haré de ti una gran nación. Te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. 3 Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré. Y en ti serán benditas todas las familias de la tierra."

 

4 Abram se fue, como Jehovah le había dicho, y Lot fue con él. Abram tenía 75 años cuando salió de Harán. 5 Abram tomó a Sarai su mujer, a Lot su sobrino y todos los bienes que habían acumulado y a las personas que habían adquirido en Harán; y partieron hacia la tierra de Canaán. Después llegaron a la tierra de Canaán, 6 y Abram atravesó aquella tierra hasta la encina de Moré, en las inmediaciones de Siquem. Los cananeos estaban entonces en la tierra. 7 Y se apareció Jehovah a Abram y le dijo: "A tu descendencia daré esta tierra." Y él edificó allí un altar a Jehovah, quien se le había aparecido. 8 Después se trasladó a la región montañosa al oriente de Betel y extendió allí su tienda, entre Betel al oeste y Hai al este. Allí edificó un altar a Jehovah e invocó el nombre de Jehovah. 9 Después partió de allí y se dirigió progresivamente hacia el Néguev.

 

(RVA)

 

Abraham, el hombre de fe, es también el hombre de las obras. Pero como Pablo dice en nuestra Epístola, lo que lo hace justo delante de Dios no son sus obras, sino su fe, como está escrito: “Y creyó al Señor, y su fe le fue contado por justicia.” Fue su fe, su confianza en la promesa divina, su confianza en el Dios que justifica al impío, que le trajo la eterna salvación y la vida eterna. Así que Pablo correctamente destaca su fe, y usa el ejemplo de Abraham para establecer que la manera de ser justo ante Dios es creer sus promesas, confiar en su Cristo, estar seguro de que por medio de Cristo y su redención nos quedamos libres de culpa y somos hechos herederos de la salvación y la vida eterna.

 

Santiago también utiliza el ejemplo de Abraham, sobre todo como un ejemplo de qué tipo de fe es la que justifica. No quiere que nos engañemos pensando que una fe puramente intelectual, una fe que no produce ningún fruto de obediencia sea genuina o que sea una fe salvadora. Así destaca las obras de Abraham que fluyen de su fe. En nuestro texto de hoy vemos los dos aspectos de Abraham, su fe, y la obediencia que fluye de su fe.

 

Nuestro texto comienza con el llamamiento de Abraham.

 

“Entonces Jehovah dijo a Abram: "Vete de tu tierra, de tu  parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.” Pensemos por un momento en lo que significaba esto. Recordemos que Abraham en este tiempo tenía 75 años. No es normalmente la edad para las aventuras. Estaría firmemente establecido en su lugar en la familia y la sociedad en donde estaba. Sin embargo, es llamado a abandonar patria, parientes, la casa paternal, para emprender ruta a un lugar que ni era precisado: “a la tierra que yo te mostraré.” ¿Usted se hubiera ido? ¿No le hubiera parecido una alucinación, o un engaño de la imaginación? Algunos de ustedes tal vez han abandonado su familia y su tierra para venir a la capital. Pero tal vez han tenido la experiencia también de tratar de convencer a algún pariente mayor a venir también, sólo para recibir la respuesta: No, hijo, o No sobrino, aquí estoy bien.

 

Sin embargo, oímos de Abraham que obedeció implícitamente. “Abram se fue, como Jehovah le había dicho.” ¿En dónde encontró la fuerza para tal obediencia? La respuesta está en lo que Dios le había dicho a continuación del mandato. Le dio una serie de promesas, promesas que culminaban en la promesa más maravillosa que Dios había hecho directamente a un hombre desde que primero prometió a Adán y Eva la venida de la Simiente de la mujer. “Yo haré de ti una gran nación. Te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré. Y en ti serán benditas todas las familias de la tierra.” Grandes promesas. Promesas que despiertan en Abraham una viva fe en la bondad de este Dios que le hace estas promesas. Promesas que levantan el espíritu, e impulsan a una gozosa y voluntariosa obediencia.

 

Pero aun así, no ha de haber sido fácil. Abraham tuvo que aprender a andar por fe, no por vista. Dios le dijo que le haría una gran nación, esto a un hombre de 75 años que no tenía hijo. Dijo que engrandecería su nombre, eso a un hombre que tenía que dejar atrás a todos los que lo conocían. Tuvo que creer que su relación con Dios sería tal que en cierto sentido lo que los

hombres hacían con él lo estaban haciendo con Dios. “Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré.” Pero lo más estupendo de todo: “En ti serán benditas todas las familias de la tierra.” De Abraham, de su familia, de esa nación grande que se formaría de su descendencia, vendría aquél que traería bendición y salvación al mundo de pecadores. El Cristo vendría de él. Fue su fe en esa promesa lo que le impulsó a la obediencia, lo que le llevó a abandonar a familia y tierra, para emprender el largo viaje a Canaán. “Por la fe Abraham, cuando fue llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir por herencia; y salió sin saber a dónde iba.” Heb. 11:8.

 

Y Abraham también necesitaba a Cristo. Como todos, fue llamado por gracia. Lo que era Abraham y su familia por sí solos oímos del libro de Josué: “Así ha dicho Jehovah Dios de Israel: "Vuestros padres (Taré, padre de Abraham y de Nacor) habitaron antiguamente al otro lado del Río, y sirvieron a otros dioses. Pero yo tomé a vuestro padre Abraham del otro lado del Río, lo traje por toda la tierra de Canaán, aumenté su descendencia y le di por hijo a Isaac.” (Jos. 24:2-3) Abraham y la familia de Abraham eran pecadores como todos los demás.

 

No fue porque lo mereció que Dios llamó a Abraham, sino de su pura gracia. Dios es el que hizo a Abraham lo que era. Yo tomé a vuestro padre Abraham. Yo lo traje por toda la tierra de Canaán. Yo aumenté su descendencia. El Señor lo había hecho todo. La elección de Abraham para estas bendiciones dependía exclusivamente del amor y la buena voluntad de Dios.

 

Y aun la forma de llamar a Abraham fue motivado por el amor de Dios. Para que Abraham fuera bendición, para que en él todas las familias de la tierra fueran bendecidas, fue necesario separar a Abraham de todo lo que lo atraía en este mundo. Se mente tenía que ser fijada solamente en el Dios que promete, y la bendición que Dios traería, sin la distracción de los lazos sociales y familiares. Su atención tenía que fijarse en otro hogar.

 

“Conforme a su fe murieron todos éstos sin haber recibido el cumplimiento de las promesas. Más bien, las miraron de lejos y las saludaron, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. 14 Los que así hablan, claramente dan a entender que buscan otra patria. 15 Pues si de veras se acordaran de la tierra de donde salieron, tendrían oportunidad de regresar. 16 Pero ellos anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial.” Aun la tierra a donde Dios le conducía no sería su hogar permanente. “A tu descendencia daré esta tierra.” Personalmente, él sería un extranjero y peregrino en la tierra, viviendo en tiendas, sin poseer más que un lugar para sepultura. Pero no le importaba. Mediante la obra de su Simiente, Cristo, cuyo día vio, y se regocijó, él esperaba una patria aun mejor. En esto consistía la fe de Abraham. Esto es lo que motivaba su obediencia.

 

Nosotros también somos llamados, llamados a abandonar todo, tomar nuestra cruz y seguir a Cristo. Nosotros también somos llamados a amar a Dios más aún que a nuestros padres y madres, hijos e hijas, amistades, posición social, y vivir como extranjeros y peregrinos en el mundo. Dios también nos recuerda a nosotros: “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; 16 porque todo lo que hay en el mundo -- los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida -- no proviene del Padre sino del mundo.” ¿Y cómo podemos encontrar la fuerza para hacerlo? En el mismo lugar en donde lo  encontró Abraham. En la promesa incondicional del amor de Dios en Jesucristo. Como la atención de Abraham fue dirigida a la Simiente, nuestra atención se dirige al amor de Cristo, colgando de la cruz, llevando nuestros pecados y culpa, y al trono, donde él reina victorioso y de donde lo esperamos en la culminación de los tiempos cuando nos recibirá en su gloria. Cuando realmente confiamos en esto, cuando vemos la grandeza del amor de Dios a nosotros, aquel Dios que justifica en Cristo a nosotros los impíos, también querremos servir y obedecer a aquél que nos ha salvado y redimido de todo pecado, de la muerte y del poder del diablo.

 

La fe de Abraham lo llevó a obedecer la voz de Dios. Salió de Harán y atravesó la tierra de Canaán. La fe genuina resulta en obediencia. Nadie piense que la verdadera fe que salva se expresa en la desobediencia a los mandatos de Dios. La impenitencia expulsará al Espíritu Santo y nos dejará expuestos al infierno. “Y ésta es la condenación: que la luz ha venido al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. 20 Porque todo aquel que practica lo malo aborrece la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no sean censuradas. 21 Pero el que hace la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifiestas, que son hechas en Dios.” Es acerca de la posibilidad de engañarse en este asunto que Santiago dijo que “Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma.” Eva perdió su fe escuchando la voz del diablo, y desobedeció, trayendo condenación sobre todos. Noé creyó en Dios, así que cuando Dios le dijo hacer algo contra la vista y contra la razón, obedeció. Construyó el arca. Abraham creyó las promesas de Dios y obedeció. Salió de su tierra y dejó atrás su familia. Saúl ya no creía, pensaba que tenía que arreglar las cosas él solo, y desobedeció, ofreciendo él mismo el sacrificio que Dios había reservado para Samuel. Así fue reprendido:  “¿Se complace tanto Jehovah en los holocaustos y en los sacrificios como en que la palabra de Jehovah sea obedecida? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención es mejor que el sebo de los carneros. 23 Porque la rebeldía es como el pecado de adivinación, y la obstinación es como la iniquidad de la idolatría. Por cuanto tú has desechado la palabra de Jehovah, él también te ha desechado a ti, para que no seas rey.” Jesucristo mismo tuvo una fe perfecta en su Padre celestial, y siempre hacía la voluntad de su Padre.

 

Vemos luego que cuando Dios le prometió que daría esa tierra a su descendencia que Abraham adoró. La fe que recibe las promesas de Dios también se goza en contemplar esas promesas, meditarlas, alabar a Dios por su bondad y misericordia y darle la gracias. El cristiano que ha conocido la bondad de Cristo en rescatar a los pecadores de la destrucción quiere oír siempre más acerca de su Salvador y su salvación, se deleita en la Palabra del  Señor, ve que la comunión con su Creador y el Redentor en los cultos es un privilegio y se esfuerza por estar allí y agregar su débil voz a la canción de los ángeles y de los redimidos en el cielo.

 

Y Abraham “invocó el nombre de Jehovah..” Esto sería mejor traducido con “proclamó el nombre de Jehová.” De este modo Abraham realmente era una bendición a los que estaban alrededor. Como Pablo, no podía sino predicar las cosas que había visto y oído. Sobre todo su tema era la promesa de la bendición de todas las familias de la tierra, la promesa de Cristo y su redención. La fe que se deleita en su Redentor no puede guardar silencio. Las noticias para los pecadores son demasiado buenas para guardarlas solamente para uno mismo. Es como el novio que de alguna forma mete a su novia en todas las conversaciones.

 

Tal vez nuestra fe no siempre esté haciendo todas estas cosas. Bueno, debe entristecernos. Pero no debe llevarnos a la desesperación. Abraham tampoco era perfecto. Este mismo capítulo presentará una gran falla en la fe de Abraham, cuando puso a Sara en una situación de gran peligro en Egipto. Pero sus obras no eran la esperanza de Abraham para su justificación delante de Dios de todos modos. “Abraham creyó a Jehová, y le fue contado por justicia.” Pero en sus mejores momentos, como en este texto, Abraham nos muestra lo que hace esa verdadera fe, lo que brota espontáneamente cuando realmente ponemos la confianza en las promesas de Dios, nos alejamos de los engaños de este mundo, y fijamos nuestra esperanza en el meta celestial. Vemos entonces que la fe realmente es como lo describe Lutero: “La fe es una cosa viva y potente; no es solamente un pensamiento cansado y flojo; tampoco flota en alguna parte sobre el corazón como el pato flota en el agua, sino es como el agua calentado completamente con un fuego bien caliente.” Dios, concédenos una fe así.

 

Amén.


GÉNESIS 2:7-9, 15-17, GEN 3:1-7

 



Sermón, Primer domingo de Cuaresma Rom 5:12-19 Mat. 4:1-11

 

Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente. Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado. E hizo Jehová Dios nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal... Tomó, pues, Jehová Dios al hombre y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo cuidara. Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: «De todo árbol del huerto podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás»... La serpiente era más astuta que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho, y dijo a la mujer: —¿Conque Dios os ha dicho: “No comáis de ningún árbol del huerto”? La mujer respondió a la serpiente: —Del fruto de los árboles del huerto podemos comer, pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: “No comeréis de él, ni lo tocaréis, para que no muráis”. Entonces la serpiente dijo a la mujer: —No moriréis. Pero Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal. Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Cosieron, pues, hojas de higuera y se hicieron delantales.

 

En donde el hombre arruinó todo, Cristo lo remedia

 

San Agustín en sus Confesiones habla de una ocasión en que él y unos amigos pasaron por un huerto de perales. Así lo describe: “En una heredad, que estaba inmediata a una viña nuestra, había un peral cargado de peras, que ni eran hermosas a la vista ni sabrosas al gusto. No obstante eso, juntándonos unos cuantos perversos y malísimos muchachos, después de haber estado jugando y retozando en las eras, como teníamos de costumbre, fuimos a deshora de la noche a sacudir el peral y traernos las peras, de las cuales quitamos tantas, que todos veníamos muy cargados de ellas, no para comerlas nosotros, sino para arrojarlas después, o echarlas a los cerdos, aunque algo de ellas comimos. En lo que ejecutamos una acción que no tenía para nosotros de gustosa más que el sernos prohibida.

 

“Ved aquí patente y descubierto mi corazón, Dios mío, ved aquí mi corazón, del cual habéis tenido misericordia, estando él en un profundo abismo de maldad y miseria. Que os diga, pues, mi corazón ahora: ¿qué es lo que allí buscaba yo o pretendía, para ser malo tan de balde, que mi malicia no tuviese otra causa que la malicia misma? Ella era abominable y fea, y no obstante yo la amaba; amé mi perdición, amé mi culpa, pero de tal modo, que lo que amé no era lo defectuoso sino el defecto mismo.

 

¡Torpe bajeza de un alma, que dejándoos a Vos, que sois el apoyo y firmeza de su ser, busca su perdición y exterminio, y que no solamente apetece una cosa de que se ha de seguir afrenta o ignominia, sino que apetece y desea la ignominia misma!”

 

“No tenía para nosotros de gustosa más que el sernos prohibida”. Así describe Agustín la reacción de los seres humanos a los límites, a las prohibiciones, a las tentaciones a lo que no se nos permite.

 

¿Pero de dónde tenemos esta tendencia de la cual no podemos librarnos y que desde pequeños nos lleva a acumular más y más culpa, y si no fuera remediado nos hundiría en el mismo infierno? ¿Fuimos hechos así? ¿Siempre hemos sido así?

¿Es parte de la manera en que nos evolucionamos de seres más primitivos y más brutales?

 

No. No siempre ha sido así. Nuestro texto nos retrata la gloriosa situación en que Dios hizo al ser humano, el amor que demostró en formarlo y proveerlo de toda bendición imaginable. El hombre, hecho a la imagen de Dios, santo y puro, fue objeto de amor y cuidado especial cuando Dios lo creó. “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente.” Así como el alfarero toma arcilla y la forma y moldea hasta que cumpla el propósito contemplado, así Dios formó al hombre como si fuera una obra de arte de su mano. Personalmente le sopló al aliento de vida, de modo que el hombre llega a ser un ser viviente, diferente de todas las demás criaturas en que estaba hecho para vivir para siempre en bendita comunión con su Creador.

 

Dios no escatimó fuerzas en proveer todo lo que sirviera para utilidad y para deleite del hombre. Creó un hermoso huerto, lleno de “todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer”. Todo para el deleite del ojo y el paladar. Y Dios colocó al hombre en ese hermoso huerto para cultivar y cuidarlo. En el capítulo uno escuchamos: “Mirad, os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, así como todo árbol en que hay fruto y da semilla. De todo esto podréis comer”. Probablemente podrían haber comido diferentes frutos cada día  del año sin repetirlos, tanto fue la generosidad de su amante Creador hacia Adan y Eva.

 

Sólo quedaba una pregunta. ¿Cómo podrían Adán y Eva mostrar su amor y gratitud hacia su benéfico Creador? ¿Cómo podrían expresar su bendita comunión con él? “Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás”. Aquí hay un mandato. Con la rebelión innata que llevamos desde que nacemos ahora después que el pecado ha entrado en el mundo, tendemos a ver esto como irrazonable, como una limitación innecesaria que Dios impuso a los hombres y que trajo miseria y perjuicio a los seres humanos. Básicamente, esto acusa a Dios de ser un cruel tirano.

 

Pero pensemos un poco más en esto. ¿Necesitaban Adán y Eva el fruto de precisamente este árbol? ¿No tenían libre acceso a todos los árboles del huerto con esta sola excepción? ¿No había Dios sido sumamente generoso con ellos?

 

Y sin embargo preguntamos: ¿Para qué Dios les dio esta prohibición? Lutero tiene un comentario interesante al respecto. “Pero es útil notar también que Dios proporcionó a Adán palabra, culto y religión en su forma más transparente, pura y simple, en que no hubo nada laborioso, nada elaborado. Porque no prescribió matar bueyes, quemar incienso, votos, ayunos y otras torturas del cuerpo. Sólo esto quiere: que alabe a Dios, que le dé las gracias, y se regocije en el Señor y que le obedezca al no comer del árbol prohibido.” También dice: “Este árbol de la ciencia del bien y del mal fue la iglesia de Adán, su altar, su púlpito. Aquí debía rendir la obediencia que debía a su Creador, dar reconocimiento a su palabra y su voluntad, darle gracias, y pedir ayuda contra la tentación.”

 

La única obediencia que podría tener valor sería una obediencia que se daba libremente, en gratitud y adoración de aquel que le había bendecido tanto. El hombre fue creado para tener comunión eterna con Dios, para honrar a Dios voluntariamente, no como un robot que está programado y que no puede hacer otra cosa. Así, aun el árbol del bien y el mal tenía un buen propósito en la intención de Dios. Allí debería adorarlo y obedecerlo, y así con el tiempo comer también del árbol de la vida y vivir para siempre en la presencia de Dios.

 

Bueno, todos sabemos que las cosas no resultaron así, y que nosotros mismos sufrimos las fatídicas consecuencias de que es así. ¿Pero qué pasó realmente? El capítulo 3 de Génesis nos da la respuesta. Primero Eva, y luego Adán sucumbieron al  Tentador. No guardaron su primer amor hacia su amante Creador. Desobedecieron su mandato.

 

El tentador verdadero es Satanás, la antigua serpiente, como se llama en Apocalipsis, que se acercó a Eva primero con lo que pareció una pregunta inocente, aunque posiblemente su forma ya insinúa que Dios está actuando irrazonablemente al restringir la dieta de la primera pareja. “—¿Conque Dios os ha dicho: “No comáis de ningún árbol del huerto”?” La mujer respondió parafraseando el mandato que Dios había dado a Adán. Y luego viene la mentira descarada: No moriréis. Ahora Eva confronta la gran prueba. ¿A quién creerá? ¿Al Dios que le había derramado abundantes bendiciones, o a esta nueva voz discordante que contradecía la voz de su amante Creador? No debería haber sido difícil la decisión.

 

Pero el diablo no es nada tonto. Sabe que tiene que vender su mentira, vistiéndola con promesas vagas y engañosas. Así que continúa: “Pero Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal.” Ser como Dios, conocer el bien y el mal. ¿Cómo podría Dios habernos negado dones tan hermosos y buenos? ¿Cómo podría ser tan tacaño como para querer guardar esto sólo para él? Así es el proceso con que Eva comienza a dudar y luego rechazar la bondad de Dios. Cree al diablo. Cree la mentira. Ya no cree en Dios como su amante Creador. Así nos dice el texto de Génesis: “Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella.”

 

Ya se había cometido el acto atroz. El hombre había desobedecido y rechazado a su Creador. Desde ese momento cada ser humano se ha sumido en la muerte, la muerte física y la muerte eterna. Desde ese momento todos nacemos como hijos de ira, bajo la condenación de un Creador que en justicia juzga nuestros pecados y rebeliones.

 

Y sin embargo, esto no es el final de la historia. Inexplicablemente, en su gracia y amor Dios ofrece al hombre una segunda oportunidad. No para que él salve a sí mismo. No, más bien, Dios promete que él mismo proveerá un remedio; él mismo obtendrá la victoria sobre Satanás quien utilizó la serpiente. En el versículo 15 de Génesis 3 escuchamos estas palabras que Dios dirige a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón.”

 

En el Evangelio de hoy tenemos un aspecto de esto de herir a Satanás en la cabeza. El que tentó a Eva y que sigue tentando a  cada uno de nosotros tentó a Jesús. El que había obtenido incontables victorias finalmente enfrentó a uno a quien no pudo vencer. Usó todos los trucos que habían sido tan efectivos contra Adán y Eva y los demás seres humanos. Trató de hacerlo dudar de la bondad de Dios. Apeló a su orgullo. Apeló a su atracción por lo prohibido. Y en cada caso nuestro Salvador Jesucristo salió victorioso.

 

Pero porque Cristo es Dios mismo venido en carne humana para cumplir lo que nosotros no pudimos cumplir, su obediencia cubre nuestra desobediencia, su victoria cuenta como nuestra victoria, su resistencia a las tentaciones del diablo cuentan como si nosotros hubiéramos resistido cada uno de los ataques de Satanás. Así con su perfecta obediencia a Dios en nuestro lugar y su muerte en la cruz para pagar las veces en que nosotros fuimos derrotados, ha aplastado la cabeza de la serpiente, ha conquistado a nuestro enemigo, y tenemos perdón y la promesa de vida eterna en él. Satanás midió fuerzas contra él, confiado que saldría victorioso como contra tantos seres humanos antes de él. Pero como dijo un antiguo padre de la iglesia: Vio la carnada de la humanidad y mordió, y quedó atrapado en el anzuelo de su divinidad.

 

Así al entrar en esta estación en que meditamos especialmente en todo lo que Jesús hizo para obtener nuestra salvación, estemos animados para confiar en su victoria y así también resistir nosotros con la palabra de Dios los ataques de Satanás, sabiendo que la victoria ya está ganada y asegurada por la perfecta obediencia de Cristo en nuestro lugar, una obediencia que por la fe en él cuenta ante Dios como nuestra.

 

Amén.


domingo, 22 de agosto de 2021

LA LEY Y EL EVANGELIO EN EL TRABAJO DE LA CONGREGACION





Notar los efectos diferentes de la ley y del evangelio no es de significado meramente teórico sino también eminentemente práctico. En conclusión, podemos señalar la manera en que esta diferencia, como la hemos explicado, encuentra la aplicación en la práctica eclesiástica, en la administración de su oficio de parte del pastor.

 

Los pastores cristianos son llamados y son predicadores del evangelio. El evangelio caracteriza su oficio y actividad. El propósito y fin de su llamamiento es salvar a aquellos que los oyen. Sin embargo, es solamente por medio del evangelio que los hombres son convertidos, renovados, y salvos. Hay predicadores, hombres serios, que son más bien siervos de Moisés que de Cristo. Entre los predicadores del avivamiento que al principio del siglo 19 llamaron a la cristiandad apóstata al arrepentimiento, había muchos que fueron predominantemente predicadores de la ley. Casi se consumieron en su celo por la ley del Señor, la cual los hombres estaban pisoteando en sus círculos. Tal vez estos hombres produjeron una conmoción, excitación y convulsión tremenda. Pero faltaba un efecto duradero. Esto, sin embargo, no debe sorprendernos; porque por medio de la ley nada se cambia o se renueva.

 

Por otro lado, un pastor evangélico no puede hacer a un lado la ley para que domine el evangelio. El consuelo y el poder regenerador del evangelio no echa raíz en corazones fríos, saciados, seguros. Siempre y en todas partes la ley tiene que hacer lugar y preparar el camino para el evangelio. Por tanto el pastor pierde el propósito de su vocación si pasa leve y rápidamente sobre la ley. Haciendo esto daña no solamente la ley, que ciertamente también es una palabra del Dios vivo, sino especialmente al evangelio. El evangelio se queda flotando en el aire, por decirlo así, y no se apodera del hombre, no entra en el corazón. Actualmente hay muchos llamados predicadores evangélicos que se enorgullecen de predicar el evangelio, pero logran poco con su predicación y práctica evangélica porque son negligentes del oficio de la ley. Siembran la semilla, pero han pasado por alto abrir y arar el suelo. No sorprende, entonces, que la semilla caiga en la tierra y nada más se quede allí. Todas las palabras dulces, consoladoras se hablan al viento porque esos corazones seguros, saciados, no las reciben y no pueden recibirlas.

 

Apliquemos ahora lo dicho a las funciones más importantes del pastor.

 

Su trabajo más importante es el de la predicación. Y la predicación logra su propósito si la palabra de Dios sencillamente se presenta, se explica y se aplica a las personas, el tiempo, el lugar y las circunstancias. Si el pastor sencillamente se queda con la palabra, también dará expresión a, y llevará a la conciencia, ley y evangelio, estas dos clases de palabra, que se acompañan a través de todas las Escrituras, y producirá en sus oyentes el resultado doble, el arrepentimiento y la fe. Entre más consciente esté el pastor del significado y el efecto peculiar de la ley, más será su celo en ejercer el oficio de Moisés, para que los pecadores verdaderamente aprendan a conocer su naturaleza y se aterroricen de la ira y del juicio de Dios.

 

Pondrá todo lo humano bajo el pecado y la ira, representará y condenará todo lo que sea contrario a la ley como obrar mal, y dará a cada pecado su nombre y título propio, para que se cierre todo escape al hombre que peca, y se quede abierto solamente un escape, o sea, aquel camino de escape que nos ha sido revelado en el evangelio. Expondrá aquellos pecados y vicios peculiares de su congregación, los pecados de la época, los pecados prevalecientes, tales como la avaricia, la contención la mundanalidad, aún en sus formas más sutiles y atractivas, para que todos los que lo oigan se sientan heridos y picados en su conciencia.

 

Y entre más consciente esté el pastor del significado y efecto peculiar del evangelio, mayor será su celo para la administración de su verdadero oficio, el oficio de Cristo, el oficio de consolar, y abrirá a los pecadores, a quienes nadie puede consolar, para quienes el mundo es demasiado pequeño, a quienes la ley misma condena, sobre quienes el juicio ha sido pronunciado, el refugio del evangelio: "Mi Salvador recibe a los pecadores," con el fin de que los que oigan crean y sean salvos. Libremente proclamará la libre gracia de Dios revelada en el evangelio y diseñada especialmente para los indignos, los culpables, y los condenados, con el fin de que los pecadores realmente sean salvos de sus pecados. Ofrecerá la absolución de todos los pecados y transgresiones, aun de los más groseros, para que ningún oyente se quede con las manos vacías. Un pastor, al predicar la severidad y la bondad de Dios a su congregación, no tiene que entrar en un estado apasionado para hacer reales los terrores del infierno y la gracia y la salvación del cielo a los que le oyen. Que sencillamente enseñe y dé testimonio a la ley y el evangelio como son ilustrados en los ejemplos en la Escritura, y que deje a Dios y a su Espíritu producir el efecto deseado mediante las dos clases de palabra, ya que él es el único capaz de hacerlo y ha prometido hacerlo.

 

Si el pastor, teniendo en mente los efectos distintos de estas dos clases de palabras divide debidamente la ley y el evangelio, cada uno de sus oyentes recibirá su debida porción de carne. Entre sus oyentes habrá personas no convertidas. Hipócritas, que son cristianos solamente de nombre, se encuentran en todas partes. Desconocidos, hombres groseros, ignorantes, también a veces se exponen al sonido de la palabra. Necesitan tanto la ley y el evangelio. Es necesario que se les enseñe el camino de salvación, el camino de arrepentimiento y fe. Pero los cristianos creyentes también, aún los más avanzados entre ellos, todavía necesitan la misma clase de enseñanza e instrucción. Toda la vida del cristiano es una de arrepentimiento constante. El cristiano tiene que cubrir el mismo terreno diariamente; siempre tiene que pensar de nuevo de sus pecados y huir de sus pecados a Cristo. El crecimiento en la fe sucede mediante la renovación diaria de la fe. Pero la fe nunca encontrará lugar en el corazón a menos que haya precedido la contrición. Y los cristianos son santificados por medio de la fe y solamente en la fe. Por tanto la enseñanza y la predicación de la ley y el evangelio es también la dieta apropiada para los que viven y andan en la fe. La misma palabra que aterroriza y condena a los impíos es exactamente el debido golpe y herida para el viejo Adán de los cristianos. La misma palabra que convierte a los ignorantes y desobedientes sirve para la edificación, establecimiento, para la renovación y avance de los convertidos. Si el pastor tan sólo divide correctamente la ley y el evangelio, si da solamente expresión a cada una de estas dos palabras según su naturaleza y significado distinto, no tendrá que preocuparse con distinguir y dividir entre sus oyentes, se le ahorrará la tarea onerosa de clasificar a sus oyentes y de adecuar cierta porción de su discurso a cada clase.

 

Todo depende de la división y separación correcta de la ley y el evangelio. Pero eso no sucede automáticamente. El asunto requiere examen y estudio. El pastor tiene que enfrentarse y evitar con sumo cuidado un peligro. Mirando más de cerca a las partes legales y evangélicas de la palabra que debe predicar a su congregación, constantemente notará con más claridad que las primeras son de una naturaleza enteramente diferente de las última,. y siempre está tentado a construir un puente sobre la brecha entre la ley y el evangelio, mover la línea de demarcación entre estos dos reinos divididos, ajustar estas dos doctrinas aparentemente contradictorias. Los predicadores modernos tal vez consideren tal ajustar y mezclar la ley y el evangelio su habilidad especial. Quieren lograr algo con su predicación, pero especialmente con la ley; con la advertencia, la amenaza quisieran reformar a sus oyentes. La predicación de la ley se convierte en filosofía moral y ética. Y si hay una deficiencia en cumplir la ley, si el hecho no alcanza las buenas intenciones, entra el consuelo del perdón como una solución improvisada. Y las promesas del evangelio que aseguran de la vida eterna se apropian como cierta clase de premios para los que al menos hasta cierto punto satisfacen las exigencias de la ética cristiana. Así aparentemente se ha solucionado el problema. La ley y el evangelio son debilitados, y de los dos se produce un tercer elemento, cierta clase de piedad, que sin embargo es todo menos la piedad cristiana.

 

Todos los pastores que de manera similar buscan reconciliar la ley y el evangelio, que buscan producir cierta condición moral, ética en sus oyentes, y exigen y presuponen cierta actitud cuando empiecen con la predicación del evangelio, impiden la eficacia de la ley tanto como la del evangelio. Producen la idea en sus oyentes de que el hombre puede por naturaleza satisfacer las exigencias de la ley hasta cierto punto, y de este modo previenen mirar en la corrupción insondable de la naturaleza humana, la mirada a las profundidades, el único lugar desde donde sube el clamor por misericordia. Y pone en la cabeza de sus oyentes la idea de que siempre tienen que buscar y encontrar algo en sí mismos antes que puedan apropiarse del don de Dios de la gracia. De esta manera los privan del consuelo del evangelio e impiden la fe. Porque todo el que no cree que Dios justifica al impío, libremente, sin costo, sino cree que es necesario cierta clase de preparación para el don de Dios, jamás creerá en el evangelio ni se aferrará al don de Dios. Especialmente si está en serio, siempre estará en duda e incertidumbre en cuanto a si realmente ha cumplido con las condiciones preliminares.

 

No; el terror de la ley, la predicación de la condenación, y el consuelo del evangelio, la predicación de la salvación, tienen que acompañarse muy de cerca si el sermón debe tener efecto. Por supuesto, el pastor nunca puede olvidar que el verdadero fin de su sermón no es el terror y la condenación sino el consuelo de la salvación, que debe reprobar y aterrorizar solamente para poder levantar, reformar, y salvar a los que lo oyen. Todas las verdades duras, ásperas, amargas de que habla la ley son para preparar el camino para el evangelio. El pastor evangélico nunca se consolará con el pensamiento de que de una vez realmente ha contado a la gente la verdad sin peros. ¿Para qué servirá tal reprobar si el pecador no es reformado por ello? Para renovar a los pecadores, para ayudar a los condenados, el pastor evangélico primeramente azotará y herirá sin misericordia, sin consideración a sus oyentes, con la severidad inexorable y el filo cortante de la ley de Moisés. Luego inmediatamente cambiará su voz, doblará la página, y abrirá el cielo y toda su bienaventuranza en el nombre de Cristo a las mismas personas sobre quienes acaba de pronunciar el veredicto del infierno, para que a través del infierno puedan entrar al cielo y, como hijos redimidos de Dios, de aquí en adelante evitar y quitar de sí mismos aquellos pecados por los cuales han sido reprobados. Luego también cuando sus sermones son principalmente reprensión (como es el caso en sermones de arrepentimiento y discursos confesionales) el pastor cerrará con el evangelio y resaltará especialmente esta conclusión. De otro modo no obrará otra cosa más que la ira.

 

Por otro lado, el ministro del evangelio que quisiera salvar a sus oyentes nunca comenzará con el evangelio; sus labios no derramarán solamente palabras suaves, dulces. No es como si tales palabras tal vez exageraran la verdad. Pero el único bien que reforma y trae la eterna salvación, el evangelio, será derramada y caerá en el camino; la buena semilla no brotará ni echará raíz a menos que la ley primero haya arado sus surcos en el corazón. El pastor que predica solamente el evangelio cierra con llave y pone tranca a la puerta del evangelio, la gracia y la salvación, a la fe y a la piedad para sus oyentes. El pastor quien en sus sermones pisa demasiado suavemente, que trata de una manera demasiado tierna con sus oyentes, consolándose con el pensamiento de haber hecho el cielo muy atractivo a sus oyentes, de haber traído la gracia de Cristo muy cerca a ellos, se engaña con un consuelo falso. Ya que no quiso herirse a sí mismo ni a sus oyentes con las cosas amargas, porque no quiso tocar el asunto desagradable del pecado, ha arruinado su gusto para la gracia, para la dulzura del evangelio. ¿De qué sirve toda la dulzura y la salvación si uno no puede gustar y gozarlo, si no entra en el corazón? Sin embargo, solamente el corazón alarmado, aterrorizado y herido puede aferrársele y retener el consuelo de Dios. No; el pastor que no está completamente en serio con la ley tampoco está en serio con el evangelio.

 

Otro ejemplo de la manera en que la ley y el evangelio pueden y deben acompañarse en el trabajo de la predicación. Tal vez un pastor honesto se entristezca por la falta de voluntad de su congregación de sacrificarse y busca introducir una reforma. Si empieza correctamente, atacará el asunto en su fuente y reprenderá el amor al dinero con indignación. No se logrará nada aquí con unos suspiros de que las cosas en esta congregación no son como deben de ser y unas débiles apelaciones al amor cristiano para dar con más liberalidad. No; uno tiene más bien que picar fuertemente en la herida con la Palabra de Dios y la ley y mostrar a tales cristianos que el amor al dinero es la raíz de todos los males, que este lazo de Satanás ya ha causado muchos a errar de la fe, que desde el amor al dinero crecerán toda clase de codicias dañinas, que traen a los hombres a la perdición y a la condenación. Pero el ministro del evangelio no lo dejará así. Sabe que la mera reprensión causará resentimiento en la gente y en el mejor de los casos les forzará a sacrificios de hipocresía. Por tanto inmediatamente agregará el evangelio y hablará a sus oyentes del amor ilimitado de Dios, que no escatimó ni a su propio Hijo unigénito, que no escatimó ningún esfuerzo para salvar las almas, y amonestará y rogará por la misericordia de Dios a traer sacrificios de gratitud; y experimentará con gozo que al menos algunos se harán fructíferos para buenas obras. Tal ruego evangélico solo no impresiona a los corazones atrapados por el amor al dinero; la mera reprensión, por otro lado, sí hace una impresión, pero no tiene el resultado deseado, no cambia nada en el asunto.

 

El pastor siempre tendrá en mente el efecto diferente de la ley y el evangelio también en su cuidado de almas. Hay de hecho una diferencia entre la predicación y el cuidado pastoral de las almas. La predicación pública está diseñada para el grupo entero. En el cuidado de las almas el pastor aplica la palabra al individuo. Y allí tienen que tomar en cuenta la condición espiritual del individuo, hasta donde pueda formar una opinión acerca de ella de base de sus palabras y acciones, y aplicar la regla de la predicación de la ley a los pecadores endurecidos, pero el evangelio a los aterrorizados y entristecidos. Sin embargo, el pastor que no tiene en mente otra cosa que la salvación del individuo nunca operará totalmente con una palabra ni con la otra, ni totalmente con la ley ni totalmente con el evangelio. Nunca mantendrá silencio acerca del evangelio, que es lo único que trae la salvación; pero primero aplicará la ley para poder aplicar el evangelio.

 

En general, la práctica evangélica del pastor se mostrará en su trato con los individuos. No les visitará solamente cuando tenga que administrarles alguna reprensión en especial. Si el pastor se ve en las casas de sus miembros solamente en tales ocasiones cuando tenga que reprender a los habitantes, pronto será considerado un moralista, y hace el papel del siervo de Moisés. Un ministro evangélico usará sus visitas sobre todo como oportunidades directa e indirectamente para recordar a sus miembros que son los seres humanos más felices, en que tienen a Cristo y son cristianos, y animarlos a fortalecer su fe. Pero eso no excluye que en ocasiones adecuadas, como por ejemplo, cuando anuncian para la Santa Comunión, también llamará la atención a sus miembros a los pecados comunes del tiempo, de los cuales también son culpables los cristianos, como por ejemplo, la flojera espiritual, el materialismo la mundanalidad. Todo lo que sirve para vejar al viejo Adán también sirve para fortalecer la vida espiritual del hombre nuevo.

 

Es cierto, el pastor tiene que ejercer el cuidado de las almas, especialmente con las que se hallan errando en los caminos equivocados. Aquí el amor salvador exige acción rápida para evitar que el error se agarre de corazón y mente, para evitar que el pecado se convierta en costumbre. Mientras trate con una persona a quien todavía con caridad cristiana puede llamar un hermano, buscará en una manera amable y con toda humildad reprender a los que yerren y buscará corregirlos. No es como si pudiéramos y debiéramos tratar del pecado de manera leve, suave. La ley, que solamente trae el conocimiento del pecado, siempre es dura y pica la carne y la conciencia. Pero frecuentemente basta un recordatorio suave para inducir a los cristianos, que todavía tienen al Espíritu Santo, a juzgarse y reprenderse a sí mismos, y a empujar ellos mismos el espino en su corazón. Y después que la persona que ha errado ha confesado su error, ésta tiene necesidad especial de ser fuertemente animado con el evangelio para fortalecer la débil voluntad, capacitándolo para que de allí en adelante niegue, deje y evite lo que desagrada a Dios.

 

Es obvio que uno tiene que tratar más dura y severamente con la persona caída en el error que contradice y busca justificarse a sí mismo Y especialmente si uno tiene que tratar con personas manifiestamente no convertidas, con los que no son cristianos, y apóstatas, es el deber primero y principal del pastor proclamar la ira de Dios a ellos, y amontonar sobre ellos la maldición de la ley. Pero el pastor está en error si piensa que con esto ha cumplido con su deber. Aunque haya hablado la verdad sin reservas al impío, y ahora se dice: Animam salvavi, sin embargo con eso no puede tener su conciencia tranquila. Primero tiene que hacer todo para salvar el alma del pecador. Sin embargo, por medio de la ley sola ningún pecador se convierte y se salva. Es un error fatal de parte del pastor reservar el evangelio para una aplicación posterior, digamos, cuando el corazón haya sido suavizado y quebrantado por la predicación de la ley. Solamente el evangelio es capaz de quebrantar y así suavizar el corazón y convertir a hombres involuntarios en hombres voluntarios. Operando solamente con la reprensión de la ley, la oposición se intensifica. Es el evangelio que puede quebrantar la oposición. Por tanto, si deseamos convertir y salvar a los pecadores, tenemos que combinar la ley y el evangelio desde el principio, no tanto consolando con el evangelio, sino más bien invitando y atrayendo, para que tan pronto como la conciencia del pecador haya sido herida por la ley, el evangelio pueda estar a la mano en el mismo momento, listo para rendir su servicio y desarrollar su poder regenerador. Y cuando notamos solamente una chispa de contrición y deseo por el perdón y renovación, es especialmente importante aplicar inmediatamente el evangelio, para que la renovación, ya comenzada, pueda establecerse firmemente.

 

La historia que relata Fresenius de su propia práctica es bien conocida, o sea, cuando reprochó a un general moribundo, cuya conciencia fue completamente alarmada acerca de su pecado anterior, con las terribles consecuencias de sus pecados y la severidad de la ira de Dios. Siguiendo en cavar profundamente con la ley de Dios aun cuando el pobre pecador se gemía de su carga de deuda y estaba cerca a la desesperación, Fresenius esperaba día tras día antes de agregar una migaja de consuelo a sus conversaciones. Dios sí fue muy paciente en este caso, no tanto con la debilidad del malhechor sino con la del pastor, en no permitir que el pecador muriera hasta que Fresenius en su graduación de arrepentimiento al fin llegó al evangelio del Salvador del pecado. De hecho, eso no solamente es torturar la conciencia, sino también hacer dudosa la conversión, a menos dilatando y haciendo más difícil la conversión y la renovación.

 

Pertenece a la vocación del pastor familiarizar a los débiles, los enfermos, los que sufren, los tristes, con la palabra de Dios, especialmente con la palabra del consuelo. En donde Dios ya ha activado la voz de la ley mediante el castigo y la aflicción del cuerpo, el pastor no tiene que comenzar otra vez desde el principio, sino es su oficio alegrar a los corazones atribulados, abatidos, con el consuelo del evangelio. Es suficiente que se les explique el dedo de Dios a los que son tan severamente castigados. Nada es tan erróneo para el pastor como convertir el sermón del funeral en un sermón penitencial. En donde Dios mismo ya ha hablado tan dura y severamente, la censura humana ya no tiene lugar. Sin embargo, en donde parecería asunto de la conciencia sobretodo a reprender, por ejemplo, si el pastor cristiano debe sepultar a los muertos de los incrédulos, allí está fuera de lugar de todos modos el sermón funerario cristiano. Es evidente que el pastor cristiano no debe proclamar nada sino el pleno consuelo del evangelio a los afligidos a quienes sus pecados les están torturando día y noche.

 

Una parte importante del oficio de obispo encomendado a los pastores es el ejercicio de la disciplina eclesiástica. El pastor a quien le importa de corazón el bienestar de su congregación, por su parte cuidará de que todas las cosas se hagan decentemente y en buen orden en la congregación. Cuidará de que no prevalezcan las prácticas malas, e instruirá a su congregación a ejercer la disciplina eclesiástica en la manera prescrita por el Señor. Sobre todo, el pastor tiene que vigilar intensamente de sí mismo, para que obtenga y mantenga una actitud correcta frente a su congregación. Esta parte de su oficio requiere sabiduría y comprensión especial, ánimo y determinación. A fin de cuentas, sin embargo, no la sabiduría, precaución, y energía del pastor, sino solamente la palabra de Dios tiene que gobernar y decidir. Aquí también todo depende de una aplicación correcta de la palabra de Dios, de dividir correctamente la ley y el evangelio. La disciplina eclesiástica cristiana llevará fruto y provecho solamente si se ejerce de una manera evangélica y no legalista. Sin embargo, es lejos de ser evangélico si el pastor de una congregación no quiere poner el dedo en ciertos males de su congregación, si, por temor del daño posible, pasa por alto ofensas manifiestas contra la palabra de Dios, y suponiéndose sabio difiere la discusión de cuestiones delicadas para un tiempo más oportuno. La ley, que no es nuestra palabra sino la de Dios, condena toda manera de impiedad, y aquellos males que son protegidos de la disciplina y censura de la ley por eso mismo son quitados también de la mano sanadora del médico, de la eficacia renovadora del evangelio. La tolerancia falsa, voluntaria, agrava el mal y obstaculiza la renovación. La práctica de la disciplina eclesiástica se convierte en algo contrario al evangelio y ruinoso solamente si el pastor y la congregación se quedan con la ley y el castigo, y no permiten que el evangelio tenga su día. Si el pastor y la congregación rigurosa y valientemente (en privado y en público) en el nombre de Dios ataca cada nueva ofensa que Satanás implanta en su medio, cosas como administrar las cantinas, las logias, y otras levaduras mundanales; si reprueba y aterroriza con la palabra y la ley de Dios a las personas involucradas, en privado y en público; si luego buscan ganar, convertir, por medio del evangelio, presentando el amor misericordioso de Dios, la gracia salvadora de Cristo Jesús, ciertamente no será enteramente en vano, porque las ofensas serán refrenadas, y la rectitud cristiana será promovida. Y si al fin se tienen que excluir elementos corruptos, y finalmente la congregación tiene que excomulgar a los tales, con eso declaran, que aquellos pecadores tercos han despreciado todo el consejo de Dios acerca de su salvación, no solamente la ley con su reprensión, sino, sobre todo el evangelio de la gracia de Dios.

 

Hasta ahora hemos tenido la presuposición de condiciones normales en la congregación. Pero la práctica pastoral, eclesiástica, tiene que ser esencialmente lo mismo cuando el pastor tiene que tratar con dificultades especiales. Las condiciones no deben determinar la palabra de Dios, sino la palabra de Dios debe determinar las condiciones. El pastor debe predicar y aplicar la palabra de Dios, tanto la ley y el evangelio, bajo todas circunstancias. En una congregación comparativamente nueva, no entrenada e ignorante, se toma por dado que tendrá al principio que hacer la predicación penitencial de Juan y de Moisés. La ley de Dios primero tiene que cortar la carne indisciplinada antes que se pueda esperar un fruto espiritual. Pero desde el principio también tiene que sonar clara y fuertemente el evangelio de la gracia del Salvador de los pecadores. Cristo tiene que seguir inmediatamente después de Juan. De otra manera la censura solamente empeorará el asunto. El suelo no cultivado, si es arado debidamente frecuentemente brotará rápidamente la semilla celestial y producirá fruto más allá de lo que esperábamos.

 

Un campo mucho más difícil es una congregación antigua, entrenada por largo tiempo en la práctica y el conocimiento cristiano, pero que ahora es saciada, entre quienes el evangelio ya no parece producir un efecto. Si hay un lugar, es aquí que los martillazos, los truenos y relámpagos de la ley tienen que pegar los corazones. A estos espíritus saciados, flojos, orgullosos, se les tienen que mostrar y probar que delante de Dios su fariseísmo es la mayor abominación de todas. Sin embargo, finalmente no podemos pasar por alto el hecho de que todo el mal expuesto por la ley, aún el mayor de todos los males, el disgusto con, y la saciedad con, el evangelio, realmente es sanado y mejorado solamente por medio de la predicación del evangelio; o sea, por tanto tiempo que todavía haya esperanza para el mejoramiento. Sin embargo, ¡alabado sea Dios!, una congregación incorregible, completamente impenitente, ya no digna del oficio del ministerio, apenas haya caído a la suerte de alguno de nuestros pastores. Por tanto confiadamente podernos continuar nuestras labores en la palabra y perseverar con enseñar, reprender, consolar, confiando en Dios de que tanto la reprensión de la ley como el consuelo del evangelio tendrán sus efectos deseados. Amén.

 

Jorge Stoeckhardt