viernes, 1 de mayo de 2020

QUERIDOS HERMANOS EN CRISTO JESÚS SOMOS REDIMIDOS





Efesios 4:25-32

25Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros. 26Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, 27ni deis lugar al diablo. 28El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad. 29Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes. 30Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. 31Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. 32Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.

Al continuar nuestra serie de devociones sobre los Diez Mandamientos — y hoy nos enfocamos en el octavo mandamiento — quiero comenzar haciendo una pregunta: “¿Cuántas veces durante esta semana han pensado o hablado mal de alguien?” Y lo opuesto: “¿Cuántas veces durante esta semana han hablado bien de alguien, lo han defendido a él o ella cuando fue criticado de manera injusta, e interpretó algo que alguien ha hecho o dicho en el mejor sentido más bien que apresurarse para sacar conclusiones infundadas o sin suficiente evidencia? ¡Tengamos presentes estos pensamientos al considerar el octavo mandamiento!

La mayoría hemos aprendido el octavo mandamiento cuando estudiamos el Catecismo. Dice: “No hablarás falso testimonio contra tu prójimo”, y significa: “Debemos temer y amar a Dios, de modo que no mintamos contra nuestro prójimo, ni le traicionemos, ni le calumniemos, ni  le difamemos, sino que le disculpemos, hablemos bien de él e interpretemos todo en el mejor sentido.” Estoy seguro de que estamos de acuerdo con que es fácil decir estas palabras, pero es difícil ponerlas en práctica.

Dios nos ha dado el octavo mandamiento para salvaguardar nuestra buena reputación. Un buen nombre, o reputación es de hecho una gran bendición. La gente que ha perdido su buena reputación ha perdido mucho y ha encontrado que es muy difícil recobrarla. Algunos han tenido que cambiarse a otro sitio para comenzar de nuevo su vida.

La Biblia dice que “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas” (Pro. 22:1). Shakespeare entendió el valor de una buena reputación cuando escribió: “El que roba mi bolsillo, roba basura; fue mío, es suyo, y ha sido esclavo de miles; pero él que me roba mi buen nombre, me roba aquello que no lo enriquece a él, pero me deja a mí verdaderamente empobrecido.”

Sí, los pecados contra el octavo mandamiento son muy graves, tan graves como el asesinato, el adulterio, el robo y el hurto. Satanás, por supuesto, quisiera que pensáramos que los pecados contra el octavo mandamiento no son tan serios como los pecados contra los otros mandamientos. Y es triste que nosotros los cristianos a menudo quebrantamos el octavo mandamiento como si estos pecados no fueran tan graves. Ni pensaríamos en asesinar a nadie, pero no creemos que sea tan serio calumniar o difamar a alguien. Tal vez por eso alguien observó: “El problema con el cristianismo es los cristianos.”

Y nuestro texto dice que los pecados contra el octavo mandamiento “entristecen al Espíritu Santo”, lo cual quiere decir que si continúan y no hay arrepentimiento, pueden conducir a la eterna condenación. ¡Así de graves son! El himno que cantamos hace unos momentos nos exhorta: “Huyamos de toda vana contención en palabras y cosas externas, de donde, por desgracia, sale tanta disensión y amargo rencor.” Otro himno lo expresa así:

Resentimiento, odio, y chistes crueles
No han de abrigarse en el pecho
En donde deben morar el amor y la caridad.
Luego, piensa y habla bien de otros,
Refrena de todo lo que conduce a pleitos
Y desfigura la vida verdaderamente cristiana.

Nuestro texto es un comentario sobre los pecados contra este mandamiento. En las palabras anteriores a nuestro texto, San Pablo señala que el viejo Adán dentro de nosotros está bien dispuesto a pensar y decir lo peor. Lo describe como “viciado conforme a los deseos engañosos”. Sí, el viejo Adán dentro de nosotros está vivito y coleando; es un aliado de Satanás. Es el criadero de toda clase de malos deseos; guarda rencores y alberga un espíritu de venganza. Por eso tenemos necesidad de ahogar todos los días al viejo Adán por medio de contrición y arrepentimiento diarios, porque si no, él nos ahogará en nuestros pecados.

Nuestro texto es también muy específico. Habla de “desechando la mentira” — “no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (es decir, no mueras con odio en tu corazón) — “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca”. Eso es hablar con claridad. En otra parte dice: “No habléis mal unos contra otros, hermanos” y el libro de Proverbios alista varias cosas que el Señor aborrece, y que su alma abomina. Incluidos en la lista están “los ojos altivos”, “la lengua mentirosa”, “el testigo falso que habla mentiras” y “el que siembra discordia entre hermanos”. (Pro. 6:16 ss.)

El apóstol Santiago da una descripción escalofriante de la lengua. Dice que es un “miembro pequeño” del cuerpo y lo compara con el “freno” en la boca de los caballos y el “timón” que controla una nave grande. Si no es controlada tiene la capacidad de causar daños inmensos, y describe esto como sigue: “¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.” (Santiago 3)

¡Cuánto tenemos que vigilar nuestras lenguas! Alguien nos ha recordado que Dios nos ha dado dos oídos y dos ojos y debemos seguir la pista, estando más prestos para oír que para hablar. Podemos aprender una lección del “buho viejo y sabio que vivía en un roble, entre más vio, menos habló; entre menos habló, más oyó; ¿por qué no podemos ser como esa ave?”

Creo que hemos comprendido el mensaje. Nuestro texto nos ha dado una buena dosis de la ley y estoy seguro de que nos estamos retorciendo. Eso es lo que hace la ley; expone nuestros pecados y nos hace sentirnos culpables, pero allí nos deja sin ofrecernos ninguna ayuda. No podemos llegar a un arreglo con la santa ley de Dios que exige la perfección. Nos deja allí colgados.

Si eso fuera todo lo que tuviera que decir, entonces tendríamos razón en desesperarnos. PERO HAY UNA SALIDA PARA NOSOTROS. Hoy estamos a punto de entrar en otra Semana Santa en donde miramos a nuestro Salvador que va a la cruz en donde pagó la pena completa para todo el pecado, incluyendo los pecados contra el octavo mandamiento. Hablamos de esto como su obediencia pasiva, con que voluntariamente entregó su vida por nosotros. Y luego está su obediencia activa con que llevó una vida perfecta en nuestro lugar, lo cual quiere decir que él guardó este mandamiento perfectamente en nuestro lugar de modo que Dios lo cuenta como si nosotros lo hubiéramos guardado. El apóstol Pedro describe su vida con estas palabras: “el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente.”

La Semana Santa es un tiempo para examinarse a sí mismo y arrepentirse. Reconozcamos por tanto nuestros pecados contra el octavo mandamiento con tristeza y pongamos nuestra confianza en nuestro Salvador que vivió y murió por nosotros. Cuando sabemos y creemos esto, podemos poner atención en las palabras finales de nuestro texto: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.” (Efesios 4:31-32).

Wilhelm W. Peterson

POR CRISTO JESÚS, SOMOS REDIMIDOS





31.Tomando Jesús a los doce, les dijo: He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. 32Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. 33Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará. 34Pero ellos nada comprendieron de estas cosas, y esta palabra les era encubierta, y no entendían lo que se les decía. (Lucas 18:31-34)

Durante la Semana Santa, cuando otra vez subimos en espíritu a Jerusalén y meditamos en la pasión de nuestro Señor, que el Espíritu Santo ilumine nuestros corazones para que veamos con más claridad y entendamos y apreciemos más plenamente el bendito significado y propósito de ella. Entonces nuestra observancia de la Semana Santa realmente glorificará a nuestro misericordioso Salvador que dio todo por nosotros y nos traerá gran bendición.

Cuando Jesús dijo a sus discípulos: “He aquí subimos a Jerusalén”, y explicó lo que sucedería, no fue algo que sólo pasó en vista de los eventos recientes, tales como la creciente oposición de los líderes religiosos. No, esto lo habían predicho los santos profetas en las Escrituras. Los profetas eran aquellos a quienes Dios reveló la promesa del Mesías y también los inspiró a escribir. Las Escrituras del Antiguo Testamento se centran en la promesa del Salvador; predicen su nacimiento, sufrimientos, muerte y resurrección. En el culto de ayer se nos recordó que el profeta Zacarías predijo que Jesús entraría en Jerusalén montado en una humilde bestia de carga. Isaías, que vivió varios siglos antes de Cristo, escribió de su sufrimiento y muerte como si fuera un testigo ocular. Ahora cuando Jesús habla estas palabras de nuestro texto sencillamente recuerda a los discípulos lo que decían las Escrituras, que él sería entregado a los gentiles, blasfemado, azotado y muerto. Pero también dijo que la muerte no lo iba a retener, sino que al tercer día resucitaría.

La reacción de los discípulos fue de sorpresa y confusión. “Pero ellos nada comprendieron de estas cosas.” Esto nos deja perplejos. Habían vivido con Jesús por los últimos tres años y él los había instruido con paciencia acerca del propósito de su misión en este mundo. Y ésta era la tercera vez que les había dicho que tenía que subir a Jerusalén. Una explicación del comportamiento de los discípulos es que probablemente albergaban ideas de un reino terrenal y hablar así de morirse no se conformaba con estos pensamientos. O tal vez estaban sobrecogidos de emoción cuando pensaban que su querido amigo pasaría por tal sufrimiento. En todo caso, el texto dice que “ellos nada comprendieron de estas cosas, y esta palabra les era encubierta, y no entendían lo que se les decía.”

Su extraña reacción debe hacer que cada uno de nosotros nos preguntemos: ¿Entiendo yo el propósito de la pasión de Cristo? ¿Veo esto como algo que pasó hace muchos años, pero que no tiene nada que ver conmigo? ¿Es esto solamente una injusticia?
¿Soy solamente un espectador con cierta simpatía cuando veo este drama?

Jesús dice en nuestro texto: “se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre.” Cuando los soldados fueron a Getsemaní para arrestar a Cristo, Pedro tomó su espada y quería defenderlo. Jesús le dijo que guardara la espada y le recordó que podía orar a su Padre el cual le enviaría doce legiones de ángeles. Podría haber tenido defensa y protección, “pero ¿cómo entonces se cumplirían las Escrituras?” “Para que se cumplieran las Escrituras” es un refrán que se presenta a través del Nuevo Testamento. Al escuchar la lectura de la historia de la Pasión, ¿notaste con cuánta frecuencia se dijeron estas palabras? Escucha con cuidado la historia de la crucifixión el Viernes Santo, y oirás cuántas profecías fueron cumplidas. Aquí en nuestro texto se nos recuerda que las Escrituras se estaban cumpliendo.

Pero para entender el propósito de todo esto, tenemos que recordar la naturaleza del pecado y la naturaleza de Dios. Por la caída en el pecado fuimos separados de Dios, se nos transmitió la muerte, y nos hicimos esclavos de Satanás, sin tener el poder para hacer nada para aliviar esta trágica condición. Es fácil hablar superficialmente acerca del pecado sin reconocer su gravedad, de hecho, como dicen nuestras Confesiones, “Este pecado original es una corrupción tan profunda y perniciosa de la naturaleza humana que ninguna razón la puede comprender, sino que tiene que ser creída basándose en la revelación de la Escritura.” (S.A., p. 312) En un culto en la capilla la semana pasada cantamos un himno que presentó con gran claridad lo grave del pecado. Una de las estrofas lo expresó de este modo:

            Si te burlas del pecado, No sabiendo su poder
            Dios aquí te lo ha quitado Con la culpa, infame, cruel.
            El que así fue afligido, El que lleva carga tal,
            Del Señor es el ungido: Dios como hombre es al igual. (CC 58:3)

Y el Salvador que sufre, hablando por medio del profeta, mira desde la cruz y pregunta: “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; Porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor” (Lam. 1:12).

Para entender este acto maravilloso de amor de parte de nuestro Salvador tenemos que entender la justicia de Dios. La justicia de Dios no podía pasar por alto nuestro pecado y fingir como si nada hubiera pasado. No, su justicia exigió castigo y nosotros éramos los que merecimos el castigo. Dios podría habernos condenado por toda la eternidad, pero en vez de castigarnos puso nuestra culpa sobre su Hijo. “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” “Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Is. 53).

El mismo himno al que me he referido habla de la agonía que Cristo soportó en la cruz, pero luego dice: “Pero el golpe que más duelo La justicia se lo da.” Eso fue lo peor de su sufrimiento, sin embargo, así es como tenía que ser. Shakespeare entendía el concepto de la justicia de Dios cuando escribió en El mercader de Venecia en donde Porcia habla de la cualidad de la misericordia y dice: “Aunque alegas la justicia, recuerda esto, que en el curso de la justicia ninguno veríamos la salvación: Rogamos la misericordia.” En la cruz vemos la misericordia de Dios, pero es sólo cuando vemos lo enorme o lo grotesco de nuestro pecado y la justicia de Dios que realmente apreciamos la misericordia de Dios.

Al mirar el drama de la Semana Santa, estas verdades se desarrollan: La justicia inmutable de Dios exige el castigo. Lo merecimos, pero en su amor Dios puso esta obligación sobre su Hijo quien en nuestro lugar lleva el castigo que su ley exige. Debido a su obediencia como nuestro Substituto, la ira de Dios se ha apaciguado, su justicia queda satisfecha, y su juicio está anulado, de hecho, ya no hay ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús.

El “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación.” Por eso subió a Jerusalén. Sí, nosotros lo acompañamos, porque nuestros pecados estaban allí y él los expió. Por eso no sólo tenemos la seguridad de que hemos sido perdonados, sino podemos anticipar también la Jerusalén celestial en donde mora la justicia, y en cuya presencia hay plenitud de gozo.

Wilhelm W. Peterson



jueves, 30 de abril de 2020

CUANDO VAMOS A DIOS EN LA ORACIÓN, DEBEMOS HACERLO CON LA CONVICCIÓN Y CONFIANZA



Jeremías 29:11-14 11  Porque yo sé los planes que tengo acerca de vosotros, dice Jehovah, planes de bienestar y no de mal, para daros porvenir y esperanza. 12  Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé. 13  Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis con todo vuestro corazón. 14  Me dejaré hallar de vosotros, dice Jehovah, y os restauraré de vuestra cautividad. Os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares a donde os he expulsado, dice Jehovah. Y os haré volver al lugar de donde hice que os llevaran cautivos." (RVA)

En este sexto domingo de la Pascua la iglesia cristiana desde tiempos antiguos ha dirigido su atención al asunto de la oración. Es seguramente muy apropiado que el asunto de la oración reciba atención especial precisamente durante la estación de la Pascua. El hecho de que tenemos a un Salvador que resucitó de entre los muertos debe ayudar a convencernos de que las oraciones que hablamos a él no son solamente palabras vanas o un ejercicio inútil. Y en este domingo antes de la Ascensión se nos recuerda también que este Salvador vivo ahora está sentado a la diestra de Dios, desde donde él gobierna todas las cosas en el cielo y en la tierra. Eso también debe ayudar a convencernos de que las oraciones que hacemos a él serán escuchadas y contestadas.

Una de las lecciones acerca de la oración que se enseña muchas veces en la Biblia es que, al orar, no debemos acercarnos a Dios con un espíritu incrédulo. Santiago, por ejemplo, dijo a los cristianos a los cuales escribía su Epístola: “Y si a alguno de vosotros le falta sabiduría, pídala a Dios, quien da a todos con liberalidad ... y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada. Porque el que duda es semejante a una ola del mar movida por el viento y echada de un lado a otro. No piense tal hombre que recibirá cosa alguna del Señor. (Santiago 1:5-7). Más tarde en la misma epístola dice: “Y la oración de fe dará salud al enfermo” (Sant. 5:15). En otras palabras, Santiago dice que una oración que se ofrece con duda e incredulidad no será oída, pero una oración que se habla con confianza en la ayuda del Señor será contestada.

Con mucha frecuencia la gente ora con un espíritu que dice: “Bueno, no puede hacer daño, y tal vez hasta ayude.” Tales palabras realmente son una expresión de duda e incredulidad, y orar con ese espíritu es realmente un insulto a Dios.

Cuando vamos a Dios en la oración, debemos hacerlo con la convicción y confianza de que
•          va a ayudar,
•          que Dios escucha nuestras oraciones, y
•          que las toma en cuenta al gobernar tanto el curso del mundo entero y los detalles más pequeños de nuestras vidas.

Nuestro texto puede ayudarnos a crecer en esta seguridad y vencer nuestras dudas pecaminosas al recordarnos
Por Qué los Hijos de Dios Pueden Orar con Confianza

Porque Dios quiere que oremos

Podemos orar con confianza, en primer lugar, porque tenemos a un Dios que quiere que oremos. Nuestro Padre celestial nunca es como un padre terrenal que dice: “No me molestes ahora. ¿No puedes ver que estoy ocupado?” Hizo esto muy claro en nuestro texto cuando dijo a los Hijos de Israel: “Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí.” Es muy obvio de estas palabras que invocar a Dios y orar a él es algo que Dios quiere que haga su pueblo.

El contexto en el cual estas palabras fueron dirigidas a los judíos puede ayudarnos a ver esto con aun más claridad. Estas palabras fueron habladas a los Hijos de Israel después de comenzar su exilio en Babilonia. Ese cautiverio fue un castigo de Dios que había venido sobre ellos porque no habían estado orando al Señor como deberían haber orado a él. Más bien, habían caído en toda clase de idolatría e inmoralidad. Dios había enviado a sus profetas para advertirles y llamarles al arrepentimiento. Había mandado muchas calamidades para recordarles su pecado y el castigo mayor que vendría si no se arrepintieran. Pero nada de esto parecía ayudar en nada.

Finalmente, Dios dijo que si rehusaban escuchar sus advertencias, su nación sería conquistada, sus ciudades destruidas, y que los que sobrevivían serían llevados como cautivos a la tierra de Babilonia. Cuando aun esto no ayudó en llevarlos al arrepentimiento, llegó el rey de Babilonia con su ejército, y Jerusalén fue capturada y finalmente destruida. Y, así como habían predicho los profetas, los judíos fueron llevados al cautiverio babilonio.

En el versículo antes de nuestro texto, Jeremías dijo a su pueblo que este cautiverio duraría setenta años. Dios se refiere al final de ese período de cautiverio cuando dice: “Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí.” En efecto, Dios les está diciendo: “Tomará setenta años hasta que aprendan lo que yo quiero enseñarles. Pero al final de los setenta años, otra vez habrán llegado a ser un pueblo que ora.”
•          Las palabras de Dios claramente implican
•          Que Dios se desagrada cuando las personas no oran a él, y
•          Que se agrada cuando sí oran, y
•          Que cuando les envía problemas y tristezas
•          El quiere enseñarles a orar a él e invocarle para que les ayude.

En su incredulidad, los hombres frecuentemente reaccionan a tales tiempos de aflicción culpando a Dios y quejándose de la manera en la cual él maneja este mundo. Tal vez hasta sean tentados a preguntarse si hay un Dios que todavía mantiene control del universo. Pero, en vez de reaccionar así, deben aprender la lección que Dios quiere enseñarles y volver a él con oración humilde, penitente que reconoce que no tenemos ningún derecho a esperar nada bueno de él, pero que él aun así se agrada cuando nosotros llegamos a él con nuestras peticiones.

Cuando consideramos la manera en la cual Dios trató con los Hijos de Israel, tal vez nos preguntamos si nosotros necesitamos una lección así en nuestros días. Supongo que la mayoría nos hemos hecho conscientes del hecho de que la última parte del siglo veinte no será tan fácil para nosotros como lo ha sido el pasado. ¿Realmente tendremos que esperar hasta que no haya suficiente petróleo y gas para calentar nuestras casas o manejar los tractores de nuestras granjas antes de aprender que tenemos a un Dios que quiere que volvamos a él en nuestras tribulaciones? ¿Será necesario que 150,000,000 de norteamericanos mueran en un ataque nuclear antes que los sobrevivientes aprendan a volver a Dios con todo su corazón porque ya no hay a dónde más acudir por auxilio?

Sabemos que tenemos a un Dios que quiere que oremos. Nos ha mandado hacer eso en muchas partes de la Biblia. Y los problemas que experimentamos en este mundo y los peligros que vemos ante nosotros deben crear en nuestros corazones un deseo de orar. Cuando ese deseo echa raíz en nuestros corazones, nunca tenemos que preguntarnos si Dios tiene tiempo para nosotros, porque podemos acudir a él con confianza, sabiendo que él quiere que vayamos a él con nuestras peticiones.

Porque Dios quiere ayudarnos

Podemos orar con confianza, no solamente porque tenemos a un Dios que quiere que oremos, sino también porque tenemos a un Dios que quiere ayudarnos. El promete escuchar nuestras oraciones y ayudarnos. Ha dicho a los Hijos de Israel a través del profeta Jeremías: “Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé.”

Una de las cosas que los Hijos de Israel deseaban ardientemente durante esos setenta años fue volver a Jerusalén. Ese deseo se expresa en el Salmo 137, que fue escrito durante esos años del cautiverio babilonio. Allí el salmista escribió: “ Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sión” (Sal. 137:1). También dijo: “ Si me olvido de ti, oh Jerusalén, que mi mano derecha olvide su destreza. Mi lengua se pegue a mi paladar, si no me acuerdo de ti, si no ensalzo a Jerusalén como principal motivo de mi alegría.” (Sal. 137:5, 6).

En nuestro texto Dios dio a los judíos en Babilonia la promesa: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis con todo vuestro corazón. Me dejaré hallar de vosotros, dice Jehovah, y os restauraré de vuestra cautividad. Os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares a donde os he expulsado, dice Jehovah. Y os haré volver al lugar de donde hice que os llevaran cautivos.”

Dios cumplió esa promesa. Setenta años después de que los primeros exiliados fueron llevados a Babilonia, los judíos comenzaron a volver a Jerusalén, y setenta años después de la destrucción del templo, fue reconstruido y rededicado al culto al Dios verdadero. Sabemos que durante esos setenta años había personas que oraban fervientemente por la ayuda del Señor. Uno de los primeros cautivos llevados a Babilonia fue el profeta Daniel. Fue un hombre tan dedicado a la oración que fue echado en la fosa de los leones porque rehusaba dejar de orar a su Dios.

A muchos de los judíos piadosos a veces ha de haberles parecido durante esos setenta años que sus oraciones no eran escuchadas. En tiempos como esos debemos recordar que la fe es la evidencia de lo que no se ve. Cuando no vemos el cumplimiento de nuestras oraciones, ése precisamente es el tiempo para la confianza y la fe. Porque nuestra fe no debe depender de lo que hemos experimentado o lo que hemos visto. Debe descansar solamente sobre las promesas de Dios. Lutero dice que no debemos creer que Dios contesta nuestras oraciones porque podemos señalar instancias en las cuales las oraciones fueron oídas, sino debemos creerlo porque tenemos la promesa de Dios.

Y debemos creerlo especialmente porque sabemos qué clase de Dios tenemos, porque sabemos que tenemos a un Dios que nos ama y que quiere ayudarnos. Esta es la manera en la cual se describe en nuestro texto cuando dice: “Yo sé los planes que tengo acerca de vosotros, dice Jehovah, planes de bienestar y no de mal, para daros porvenir y esperanza.” Con sus pecados los Hijos de Israel habían merecido algo mucho peor que el cautiverio babilonio. Pero Dios les envió ese castigo menor para que se arrepintieran y volvieran a él para el perdón. Quería que el resultado final de sus vidas fuera la salvación eterna en el cielo.

Sabemos que éste es el porvenir que él quiere que nosotros tengamos también. Con este motivos él tuvo la voluntad de enviar a su propio Hijo para morir en la cruz para ganar para nosotros el perdón de todos nuestros pecados sufriendo nuestro castigo por nosotros. Un Dios que llegaría a tal extremo para ayudarnos encontrar la vida eterna con él en el cielo es sin lugar a dudas un Dios que quiere ayudarnos. Como dice San Pablo: “El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente también con él todas las cosas? (Rom. 8:32)


¡Qué privilegio es acudir en oración a un Dios que es así! Seguramente debemos orar con confianza cuando vamos a un Dios que también dice a nosotros así como dijo a los Hijos de Israel: “Yo sé los planes que tengo acerca de vosotros, dice Jehovah, planes de bienestar y no de mal, para daros porvenir y esperanza.” El quiere que oremos, y quiere ayudar. ¿Qué más necesitamos para animarnos a llevar una vida de oración con confianza? Amén.


Sermón de Siegbert Becker

¿PODEMOS ESTAR SEGUROS DE ESTO — QUE ESTA ESPERANZA SE CUMPLE, QUE ESTA ORACIÓN SE CONTESTA?





12  Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga. (1 Corintios 10:12)

27  Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen. 28  Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. (Juan 10:27-28)


Este es el domingo del Buen Pastor, y seguramente este retrato del Salvador como el Buen Pastor es uno que debe significar mucho para todos nosotros. Y de todas las promesas que el Salvador nos da como nuestro Buen Pastor, seguramente la promesa que encontramos en la segunda mitad de nuestro texto es una de las más impresionantes.

          En estas palabras nos da la promesa
          que los que somos sus ovejas nunca pereceremos, y
          que nadie jamás podrá arrebatarnos de su mano.

Sabemos que debemos creer todas las promesas que el Señor nos da, y que si creemos esta promesa,
          entonces debemos estar seguros
          de que nunca pereceremos,
          que nunca caeremos,
          que no nos perderemos.

Si éste fuera el único pasaje en la Biblia que trata de este asunto, seguramente diríamos que aquellas iglesias tienen la razón que dicen que una vez que el hombre es un cristiano, nunca puede caerse de la fe. ¿Pero entonces qué haremos con la primera parte de nuestro texto, que dice: “El que piensa estar firme, mire que no caiga”? Otra vez, si éste fuera el único pasaje en la Biblia que trata del asunto, seguramente estaríamos obligados a decir que aquellas iglesias tienen la razón que dicen que nadie puede estar seguro de llegar al cielo.

Todo esto hace surgir una pregunta que debe ser personalmente importante para cada uno de nosotros. Sabemos que si vamos a salvarnos, tenemos que quedarnos fieles al Señor hasta el final de nuestras vidas. El Salvador mismo dijo a sus discípulos: “Pero el que persevere hasta el fin será salvo.” (Mat. 24:13). Por otro lado, en el Antiguo Testamento, Dios dijo a Ezequiel: “Y si algún justo se aparta de su justicia y hace maldad...  morirá por su pecado. Sus obras de justicia que había hecho no le serán tomadas en cuenta.” (Ezequiel 3:20). Todos esperamos que esto no suceda con nosotros, y en la Tercera Petición oramos, como dice Lutero, que nos fortalezca y nos mantenga firmes en su Palabra y en la fe hasta el fin de nuestros días.

¿Podemos estar seguros de esto — que esta esperanza se cumple, y que esta oración se contesta?

Esta es la pregunta que consideraremos esta mañana de base de estos dos pasajes. Qué nos guíe el Espíritu Santo en nuestra meditación.

El peligro de caernos

Al mirar todos los grandes peligros que nos confrontan en estos días cuando iglesias enteras parecen alejarse de la fe cristiana, supongo que hay muchos de nosotros que de vez en cuando nos hemos preocupado con este peligro de perder la fe. Y es algo que debe preocuparnos, porque es un verdadero peligro. Puede suceder que los que han llegado a la fe caigan en gran pecado y en la incredulidad de la cual tal vez nunca vuelvan a levantarse. En la parábola del sembrador el Salvador habló de la semilla que cayó sobre la roca y germinó y creció pero se secó cuando el tiempo se tornó caliente y seco. Esta semilla, dijo, representaba a los que reciben la Palabra de Dios con gozo pero no están bien enraizados en la fe, gente que cree por un tiempo y en un tiempo de tentación se aparta.

Al pensar en este peligro recordamos a un hombre como David, quien es descrito en la Biblia como un hombre según el mismo corazón de Dios, un hombre que escribió muchos de los Salmos. Recordamos cómo cayó en adulterio y asesinato. Se nos dice que David más tarde se arrepintió de este pecado y fue perdonado. Pensamos en su hijo, Salomón, que construyó el templo del Señor en Jerusalén, pero que, en los últimos años de su vida, comenzó a adorar a los dioses falsos de sus esposas paganas y hasta construyó para ellos lugares de culto. Si viviera hoy, sería un líder del movimiento ecuménico, y no se nos dice que se arrepintió de estos pecados.

Cuando Salomón dedicó el templo, oró: “Si pecan contra ti..., y te enojas contra ellos ...  si ellos vuelven en sí ... y se vuelven y te suplican ... se vuelven a ti con todo su corazón y con toda su alma, ...entonces escucha en los cielos, ...  Perdona a tu pueblo.” (1 Reyes 8:46-50). Esperamos que el hombre que oró esa oración tan maravillosa haya visto el cumplimiento de ella en su propia vida, sin embargo no sabemos con seguridad. Pensamos también de hombres como Demas, de quien Pablo dijo: “Demas me ha desamparado, habiendo amado el mundo presente.” (2 Tim. 4:10). Pensamos de hombres como Himeneo y Alejandro, de quienes Pablo dijo que hicieron un naufragio de su fe. O pensamos de personas a quienes conocemos quienes en un tiempo eran cristianos fieles pero que se han alejado.

Pensamos de todas estas personas, y sabemos que esta advertencia es apropiada: “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12). Aun un hombre como San Pablo estaba muy consciente de este peligro, como vemos cuando leemos sus palabras: “No sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo venga a ser descalificado” (1 Cor. 9:27). Luego nos miramos a nosotros mismos, y sabemos que tenemos buena razón para cantar: Ando en peligro por todo el camino, del pensamiento nunca estaré libre, que Satanás, que ha notado su presa, hace planes para engañarme. Este enemigo con trampas ocultas puede sorprenderme si me descuido en vigilar y orar. Ando en peligro por todo el camino.

No hay lugar para la confianza en uno mismo

Leemos estas advertencias de la Escritura, y sabemos que no queda lugar para la confianza en nosotros mismos. Sabemos que el diablo constantemente está conspirando para robarnos nuestra fe. Alrededor de nosotros tenemos el mundo y todas sus atracciones que tienden a alejarnos de nuestro Salvador y hacernos olvidar aquellas cosas que son más importantes. Añade a esto la debilidad que vemos en nosotros mismos, y tenemos que reconocer que si este asunto de permanecer en la fe hasta el fin dependiera de nosotros, habría poca esperanza. De hecho, no habría ninguna esperanza. Sabemos muy bien que nuestros corazones pecaminosos encuentran las tentaciones del diablo y las atracciones del mundo muy deseables. Con nuestra propia fortaleza jamás podríamos defendernos contra ellas.

Y es precisamente esto que el Señor quiere enseñarnos cuando dice: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” Hay peligro particular en no saber que cierta cosa es peligrosa. A veces leemos de un niño que cogió una víbora venenosa — con la intención de jugar con ella — y así se puso en peligro porque no sabía que esa víbora era peligrosa. Así los cristianos a veces juegan con la víbora del pecado porque olvidan lo peligroso que es. Se hacen descuidados e indiferentes en el asunto de la salvación de sus almas, confiando demasiado en su propia fortaleza. Cuando se les advierte en contra de lo que están haciendo se enojan, o dicen: “No te preocupes de mí, yo sé cuidarme.”

Me pregunto cuántos de ustedes los jóvenes no han dicho precisamente esto a sus padres cuando ellos les han advertido y expresado preocupación por lo que hacían y a dónde iban. Cuando comenzamos a hablar como Pedro: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mat. 26.33), tenemos que recordar las palabras de nuestro texto: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.”

Y así, al ver nuestra debilidad y el gran poder de los enemigos que buscan robarnos nuestra fe, tenemos que sentir que jamás podremos terminar nuestra vida en triunfo y victoria. Pero es precisamente este conocimiento de nuestra debilidad que debe hacernos conscientes de cuánta necesidad tenemos de la fortaleza del Señor. Es precisamente este conocimiento del gran peligro que nos confronta que debe impulsarnos a los brazos de Jesús quien dice: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen. Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano.”

Su promesa nos asegura que permaneceremos fieles hasta el fin.

Y en esta promesa encontramos la seguridad de que permaneceremos fieles hasta el final y así recibiremos la corona de la vida, porque sabemos que
          Aunque nosotros somos débiles
ä    sin embargo él es fuerte.
          Aunque nuestros enemigos son potentes
ä   Sin embargo, él es todopoderoso, y
          Aunque nuestro adherirnos a él es frecuentemente muy débil
ä   sin embargo su mantener a nosotros nunca será quebrantado, y nadie nos podrá arrebatar de su mano.
          Por tanto, cuando miramos a Jesús
          quien nos amó
          quien derramó su sangre por nosotros
          quien murió la muerte de un criminal para pagar por nuestros pecados y
          quien resucitó triunfalmente en el tercer día
ä   Podemos estar seguros de que nunca pereceremos.

Pero esta seguridad nunca debe basarse en algo que vemos en nosotros. Tiene que descansar entera y completamente en las promesas de Dios y el poder de Dios. Para hallar esta seguridad tenemos que escuchar constantemente las palabras de Jesús, quien dice: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.”

Cuando escuchamos esa palabra, oímos repetida constantemente la promesa de que él nos fortalecerá y nos preservará firmes en su palabra y la fe hasta el fin de nuestros días. San Pablo escribió a los cristianos de Asia Menor: “Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para la salvación.” (1 Ped. 1:5). San Pablo escribió a los filipenses: “El que en vosotros comenzó la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús.” (Fil. 1:6). Y a los corintios escribió: “El os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo.” (1 Cor. 1:8).

Debemos creer estas promesas de Dios. Sería un pecado no creerlas. El mismo apóstol que dijo: “No sea que... yo mismo venga a ser descalificado” (1 Cor. 9:27), que sabía que estaba en peligro de caerse, sin embargo estaba seguro de que no se perdería, porque también escribió: “Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ... ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.” (Rom. 8:38, 39). Nosotros tenemos las mismas promesas de Dios que él tenía, por tanto nosotros también  — aunque conocemos los peligros que confrontamos — podemos cantar: Ando con Jesús en todo el camino, Su guía nunca falla; En sus heridas encuentro paz cuando el poder de Satanás ataca; Y por su camino guiado, mi camino piso con firmeza. A pesar de males que amenacen Ando con Jesús por todo el camino. 

Mientras estos dos pasajes, que forman nuestros texto, parecen contradecirse, ya que uno nos advierte acerca de caernos y el otro nos promete que nunca pereceremos, sin embargo vemos que necesitamos los dos. Cuando comenzamos a confiar en nosotros mismos y pensar que no es tan importante que oigamos regularmente la palabra de Dios y utilicemos con frecuencia el Sacramento y estemos cuidadosos en nuestra vida cristiana, entonces necesitamos esta palabra de advertencia: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” Pero

          Cuando hemos aprendido a desesperarnos de nuestra propia fortaleza
          cuando estamos asustados y reconocemos que necesitamos la ayuda del Salvador,
ä   entonces él viene a nosotros con la garantía: “No temas. Nadie te puede arrebatar de mi mano.”

No puedo pensar de una mejor manera de cerrar este sermón que con las palabras con las cuales San Judas cerró su Epístola, “a aquel que es poderoso para guardaros sin caída y para presentaros irreprensibles delante de su gloria con grande alegría; al único Dios, nuestro Salvador por medio de Jesucristo nuestro Señor, sea la gloria, la majestad, el dominio y la autoridad desde antes de todos los siglos, ahora y por todos los siglos. Amén. (Judas 24, 25).  Amén.


Sermón de Siegbert Becker