La distinción correcta entre la ley y
el evangelio es un conocimiento saludable, que Lutero nos ha explicado. Es,
como él tan frecuentemente enfatiza, "un arte muy noble" y
"altamente necesario" "diferenciar correctamente entre la ley y
el evangelio." Cuando se confunden estas "dos palabras
diferentes" resultarán la falsa doctrina y la práctica errónea. La
confusión doctrinal de nuestro día y el desorden consiguiente en la vida
resultan en gran parte del hecho de que se ha olvidado esta diferencia. Hoy se
oyen expresiones acerca del "consuelo de la ley," de la ley como
"guía de la santificación." Los predicadores del evangelio por tanto
harán bien en estudiar continuamente las Escrituras y las Confesiones en cuanto
a este punto decisivo de la sana doctrina.
Sin embargo, no es el propósito de
este tratado otra vez iluminar el tema frecuentemente estudiado de la
diferencia entre la ley y el evangelio. Por el momento pensamos considerar más
de cerca los diversos efectos de estas "dos clases de palabras."
Porque es precisamente en este punto que el mal entendido y el mal uso de ley y
evangelio se hacen más evidentes. Con esto como punto de partida, también
derramaremos nueva luz sobre la doctrina bíblica y confesional acerca del
arrepentimiento y la conversión.
Solamente en la medida en que sirve
nuestro proposito nos referiremos a los contenidos diferentes de estas dos
palabras distintas. Lutero en su "Sermón sobre la diferencia entre la ley
y el evangelio" lo describe en estas palabras: "Con la ley no se
debe entender otra cosa que la palabra y mandato de Dios, en donde nos manda lo
que debemos hacer y no hacer, y exige de nosotros la obediencia y las
obras." "Por otro lado, el evangelio es la doctrina o palabra
de Dios que no exige nuestras obras ni nos manda hacer nada, sino sencillamente
nos pide aceptar y ser bañados de la gracia que se nos ofrece... Aquí nosotros
no hacemos nada, sino simplemente recibimos y permitimos que se nos dé lo que
nos es ofrecido por medio de la Palabra, o sea, lo que Dios nos promete y
proclama: Esto y aquello te lo doy." (Lutero, ed. St. Louis, IX:
802-8033
Al mismo tiempo recordemos que
ordinariamente cuando hablamos de la ley en contraste con el evangelio, cuando
el apóstol en general habla de la ley y contrasta ésta con la fe, queremos
decir aquella palabra de la ley que se encuentra en la Escritura, la ley
revelada, la ley de Moisés hasta donde concierne a todos los hombres.
Aprendemos del Nuevo Testamento cuáles porciones de la ley estaban en vigor
solamente temporalmente y para los hijos de Israel, y cuáles porciones de la
ley constituyen el mandato y la exigencia de Dios para todos los hombres de
todos los tiempos. Sí, todo lo que Dios exige del hombre propiamente pertenece
bajo el título "ley". Por tanto encontramos la predicación de la ley
también en el Nuevo Testamento. Por otro lado, el evangelio comprende todas las
promesas de Dios, los del Antiguo Testamento tanto como los del Nuevo.
Sin embargo, en cuanto a la ley,
aunque la frase "la ley exige" puede definir correctamente la
peculiaridad de la ley, esta definición no obstante no es exhaustiva y no cubre
plenamente lo que dicen las Sagradas Escrituras acerca de la esencia y el
propósito de la ley. Lutero mismo complementa esta definición en el mencionado
escrito. Porque si nos limitamos a esto, o sea, que la ley exige, tal vez
podríamos llegar al pensamiento de que la ley ayude al hombre hacer el bien y
así le sirva en hacerse piadoso. Pero es precisamente este pensamiento que la
Escritura rechaza. Cuando San Pablo dice (Gálatas 3:21): "Porque si la
ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley,"
niega las dos cosas, o sea, que la ley justifica al hombre y que ayude al
hombre a alcanzar la vida. Si quisiéramos hablar correctamente de la esencia, el
fin y el efecto de la ley, nunca debemos apartar la vista de la naturaleza y la
condición del hombre a quien se le ha dado la ley. Implícita en la definición
bíblica de la ley es el concepto de que se trata con la humanidad pecadora.
"La ley no fue dada para el
justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y
pecadores." (1 Timoteo 1:9) Eso es lo que San Pablo considera el propósito
básico que tiene que fundamentar toda instrucción en la ley. La ley dice al
hombre lo que Dios exige de él. Sin embargo, esta exigencia se dirige al hombre
pecaminoso que efectivamente comete pecado. Fue una nación no santa, que
desde el principio siempre resistía al Espíritu Santo, que recibió la ley en
Sinaí. La forma misma de la exigencia "no matarás, no cometerás adulterio,
no hurtarás" claramente indica que las exigencias de la ley se oponen a la
mente y a la voluntad del hombre, la cual es inclinada al mal. Por tanto esas
exigencias no sirven para convertir al hombre de la maldad de su mente, voluntad
y obrar, y así acostumbrarlo a lo que es bueno. Más bien, ya que la imaginación
del corazón del hombre es malo desde su juventud, y puesto que el hombre
natural no puede hacerse obediente a la ley de Dios (Romanos 8:7), la ley
solamente incita al hombre a la oposición. El hombre pecaminoso, caído de Dios
y hostil a él, se opone a y resiste las exigencias de Dios.
En sí la ley es justa, santa y buena.
Pero el pecado que mora en el hombre, al momento en que se acerque la ley al
hombre, reacciona a la ley en tal forma que produce lo opuesto de lo que agrada
a Dios, o sea, la desobediencia y la transgresión. La lascivia y el mal deseo viven y
florecen en el hombre natural. Antes de la venida de la ley el hombre no sabe
que tal lascivia es pecaminosa y mala. Pero tan pronto como se haga conocido al
hombre el mandamiento "no codiciarás", el pecado que ha estado muerto
inmediatamente se vivifica. El hombre ahora se hace consciente de que las
lascivias que duermen en su corazón son en realidad pecado y oposición a la ley
de Dios. Y ahora, también, aunque conoce y ve el mandamiento, no puede impedir
que las malas lascivias se conviertan en obra, en una acción de pecado, y se
hace realidad la transgresión real de la ley. El hombre constantemente hace
aquellas cosas que él desea, las cuales, sin embargo, son prohibidas y vedadas
por la ley. Y puesto que la ley se opone a los deseos y las lascivias del
hombre, de hecho, nutre, incrementa, y las agudiza, es en verdad correcto decir
con San Pablo que "por la ley las pasiones pecaminosas... obraban en
nuestros miembros" (Energeito, Romanos 7:5). Dice la misma cosa en esta
breve oración (Romanos 3:20): "Por medio de la ley es el conocimiento del
pecado." La ley pone de manifiesto el pecado, el cual está en el hombre y
constantemente se revela en palabra y obra corno pecado actual, o sea, como
transgresión y desobediencia, y como tal llega a la conciencia del hombre. Y ya
que Dios no permite que su ley sea violada sin castigo, la ley, al designar el
pecado como transgresión, causa ira en el pecador. "La ley produce ira;
pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión." (Romanos 4:15). La ley
resulta en muerte para el hombre (Romanos 7:10, 11).
Pero todo esto no sucede por
accidente, sino más bien según la intención de Dios. En todo esto se cumple el
propósito de la ley según su intención. El pecado es provocado por la ley. Pero
esto no excluye el hecho de que es el propósito de Dios que la ley dé ocasión
al pecado. San Pablo, cuando reivindica la ley, de hecho dice que fue dada para
la vida (He entole he eis zoen). Sin embargo, allí solamente señala la misma
provisión de la ley, o sea que el que hiciera todo esto tendría la vida. El
hecho de que es el propósito final de la ley que esta misma provisión debería
convencer al hombre de su falta de habilidad de alcanzar la vida por medio, de
la ley, Cristo lo prueba al hacer añicos la pretensión y el orgullo del escriba
que se pensaba justo, con las palabras "haz esto, y vivirás" (Lucas
10:28). Las Escrituras claramente testifican que Dios, al dar la ley a
pecadores, no tenía otra intención que la de encerrar a toda la humanidad bajo
el pecado y la ira. Pablo contesta la pregunta "Entonces, ¿para qué sirve
la ley?" con la explicación de que "Fue añadida a causa de las transgresiones,
hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa" (Gálatas
3:19). Al dar la ley el propósito de Dios fue que el pecado se revelara como
transgresión, que los hombres aparecieran delante de Dios como transgresores.
San Pablo escribe en otra ocasión: "La ley se introdujo" — tal fue el
propósito de Dios — "para que el pecado abundase" (Romanos 5:20). Y
en 2 Corintios 3:4-11 San Pablo habla de la ley revelada por Dios como la letra
que mata, como el ministerio de condenación. El término "ministerio,"
o "servicio," "diakonía," demuestra que Dios mismo ha
fijado el propósito de la ley, que es matar y condenar a la humanidad.
Por tanto no es válido el argumento
de que Dios originalmente tenía en mente otro propósito con la ley, como si
hubiera querido probar si por medio de ella el hombre pudiera alcanzar la
justicia y la vida, y como si fuera por la propia culpa del hombre que la ley
se hizo siervo de otro propósito extraño, o sea, para señalar y reprender el
pecado. Al contrario, esta última función más bien desde el mismo principio fue
el verdadero propósito de la ley, es decir, de la palabra revelada de la ley.
El hecho de que el hombre fue y es pecaminoso y peca contra la ley, de hecho,
que no puede hacer otra cosa que traspasar la ley, este hecho Dios lo ha
comprendido desde el principio en la pedagogía de la ley. Ha dado la ley con
el propósito explícito de revelar el pecado, la transgresión, y la ira, y hacer
al hombre pecaminoso consciente de ello.
En este punto también, nuestras
confesiones luteranas solamente dan eco a la enseñanza de la Sagrada Escritura.
En la Apología, artículo XII leemos: "Porque la ley solamente acusa las
conciencias, manda lo que se tiene que hacer, y las aterroriza." Por
supuesto, la ley exige lo que se debe hacer. Esto, sin embargo, es evidente.
Por tanto se omite esta adición en el texto latino. Acusar a las conciencias,
convencerlas de transgresión, aterrorizarlas con la ira de Dios, éstas son las
características de la ley.
Los Artículos de Esmalcalda, parte
III, artículo II, describen la esencia y propósito de la ley en estas palabras:
"La función principal o virtud de la ley es revelar el pecado original con
los frutos y todo lo demás y mostrar al hombre cuán profunda y abismalmente ha
caído y está corrompida su naturaleza. Pues la ley debe decir que no tiene a
Dios ni lo venera, o que adora a dioses extraños, lo cual antes y sin ley no
habrían creído. Con ello el hombre se estanca, es humillado, se siente
fracasado, desesperado; quisiera ser socorrido y no sabe donde refugiarse;
comienza a ser enemigo de Dios y a murmurar, etc." (Art. Esm. III, 11, 4)
Ese es el poder y la eficacia de la ley, señalar el pecado y la profunda
corrupción de la naturaleza humana, y por medio de esto echar al hombre en el
terror y la desesperación, sí, intensificar la resistencia y la enemistad hasta
lo último. Y esto es el oficio principal, el oficio esencial, de la ley, el
propósito de la ley que Dios ha fijado.
En la Fórmula de Concordia,
Declaración Sólida, Artículo V, son citadas dos expresiones de Lutero:
"Todo cuanto sirve para reprobar el pecado es ley y pertenece a la ley,
cuyo oficio peculiar consiste en reprobar el pecado y hacer que los hombres
reconozcan sus pecados." "Es predicación de la ley todo lo que nos
instruye acerca de nuestros pecados y la ira de Dios, no Importa como y cuando
se haga." (Libro de Concordia, páginas 605 y 606). De acuerdo a esto
podemos aplicar al efecto de la ley el término contrición, como lo hace la
Apología en el artículo XII, "El arrepentimiento." Como se explica
allí, el arrepentimiento comprende dos partes, o sea, la contrición y la fe
(Libro de Concordia, página 167). Y estas dos están en la misma relación la una
con la otra como la ley y el evangelio. Lo que la ley obra en el pecador es
la contrición. Pero tal contrición no es otra cosa que "terror de
conciencia" "absoluta ira y desesperación". La ley da vida al
pecado y la transgresión en la conciencia del pecador y por tanto llena su
corazón con angustia, temor, ira, los terrores del infierno. Hasta allí la ley
lleva al hombre — hasta el infierno.
El evangelio, por otra parte, es en
todo respecto lo opuesto de la ley. Mientras la ley exige del hombre lo que él
debe hacer, el evangelio contiene solamente promesas. Prometer, dar, conferir,
ésa es su peculiaridad como hemos notado arriba. Sin embargo, también esta
definición es demasiado general, del mismo modo como no basta sencillamente
definir la ley como una exigencia. Uno tiene que agregar inmediatamente el
beneficio específico que se da mediante el evangelio. La ley trata del pecador,
hace al hombre un pecador y transgresor y pronuncia sobre él la ira. El
evangelio promete y da al pecador, cuya conciencia es cargada con pecado y ira,
lo que más necesita, o sea, el perdón de los pecados y la salvación. Así hablan
las Escrituras del evangelio en todas partes. Es el evangelio de Cristo, el
Salvador de pecadores, de Aquel que murió por nuestros pecados. (1
Corintios 15:1,3.) Este evangelio es el poder de Dios para salvación, "En
el evangelio la justicia de Dios se revela" (Romanos 1:16-17). De lo que
es el evangelio, Lutero y la Fórmula de la Concordia dicen, "la
predicación del evangelio consiste sólo en demostrarnos y concedernos la gracia
y el perdón en Cristo" (FC, DS, V, 12).
De acuerdo con esto el efecto del
evangelio, según lo expresa la apología en varios lugares, consiste en que,
"levanta, sustenta y vivifica los contritos" (Apología, XII 36). Sin
embargo, si un pobre pecador se consuela con la promesa misericordiosa de Dios,
¿qué otra cosa es esto que la fe? El evangelio, que consiste en promesa, exige
la fe. Un regalo tiene que ser aceptado. El evangelio es el poder de Dios para
salvación "para todo aquel que cree" (Romanos 1:16). Pero al exigir,
al insistir en la fe, dando al pecador la promesa "aquí tienes en Cristo
el perdón de los pecados, la vida y la salvación; es tuyo," el evangelio
obra la fe y pone este tesoro en el corazón. En el artículo XII la Apología
explica en detalle que la fe viene por el oír, por la promesa de la gracia
divina, por el evangelio.
En el artículo II de la Declaración
Sólida de la Fórmula de Concordia la conversión se describe de la siguiente
manera: "Por estos medios, a saber, por la predicación y el oír de la
palabra, obra Dios en el hombre, quebranta su corazón y lo atrae a sí mismo, de
manera que mediante la predicación de la ley viene el hombre al conocimiento de
sus pecados y la ira de Dios, y experimenta en su corazón verdadero terror,
contrición y pesar, y mediante la predicación y consideración del santo
evangelio que habla del misericordioso perdón de los pecados en Cristo, se
enciende en él una chispa de fe, con la cual acepta el perdón de los pecados
por causa de Cristo y se consuela a sí mismo en la promesa del evangelio; y de
este modo se envía al corazón del hombre el Espíritu Santo que obra todo
esto." (FC, DS, 11, 54) Sin embargo, en donde está la fe en el
corazón. allí también hay nueva vida y luz. Por tanto la regeneración, la vida
espiritual, es el efecto del evangelio. San Pedro recuerda a los cristianos que
son renacidos "por la palabra de Dios que vive y permanece para
siempre," y agrega "esta es la palabra que por el evangelio os ha
sido anunciada" (euaggelisthen), por tanto el evangelio (1 Pedro 1:23-25.)
San Pablo alaba al evangelio como el ministerio del Espíritu que vivifica (2
Corintios 3:4-11). Este es la tarea establecida por Dios y la función
específica de la predicación del evangelio. Así la ley lleva al infierno, el
evangelio otra vez saca al pecador del infierno y lo transfiere en el cielo.
El contraste es ciertamente marcado.
La ley y el evangelio según sus efectos son tan ajenos uno del otro como el
infierno del cielo, la condenación de la salvación. Nada está más lejos de la
verdad que presentar la ley como una introducción al evangelio, el efecto de la
ley como el principio de la reforma que es perfeccionada en la fe. La ley es
ciertamente llamada, y verdaderamente es, "nuestro ayo, para llevarnos a
Cristo" (paidagogos), Gálatas 3:24. Pero eso no quiere decir que la ley
lleva al corazón del hombre a cierta disposición moral en que es receptiva para
la fe y la salvación en Cristo. Al contrario, el apóstol indica el propósito y
la pedagogía de Dios, quien primero encierra a todos bajo pecado (Gálatas
3:22), para que en una manera totalmente diferente, directamente opuesta a la
ley, o sea, por la promesa y la fe, pueda llevar a la salvación. San Pablo no
tiene otra cosa en mente de lo que se afirma en la siguiente palabra de la
Apología: "La obra propia de Dios es vivificar y consolar. Pero, se dice,
si aterroriza, es para dar lugar al consuelo y a la vivificación porque los
corazones seguros de sí mismos y que no experimentan la ira de Dios sienten
repugnancia a la consolación." (Apología, Artículo XII, 51) Primero el
pecado, después la gracia. Primero la muerte, luego la vida. Primero el terror,
luego la consolación. El camino al cielo pasa por el infierno. Solamente en
este sentido nos lleva la ley a Cristo. La ley solamente obra la ira. Pero, por
supuesto, es el propósito de Dios, cuando ha llenado al hombre de terror y
temor mediante la ley, después consolarlo con el evangelio y dar a los
pecadores condenados la salvación por medio del evangelio. Al administrar la
ley y el evangelio, Dios por su parte tiene en vista solamente un propósito: la
salvación de la humanidad.
Jorge Stoeckhardt