domingo, 22 de agosto de 2021

LA LEY Y EL EVANGELIO EN EL TRABAJO DE LA CONGREGACION





Notar los efectos diferentes de la ley y del evangelio no es de significado meramente teórico sino también eminentemente práctico. En conclusión, podemos señalar la manera en que esta diferencia, como la hemos explicado, encuentra la aplicación en la práctica eclesiástica, en la administración de su oficio de parte del pastor.

 

Los pastores cristianos son llamados y son predicadores del evangelio. El evangelio caracteriza su oficio y actividad. El propósito y fin de su llamamiento es salvar a aquellos que los oyen. Sin embargo, es solamente por medio del evangelio que los hombres son convertidos, renovados, y salvos. Hay predicadores, hombres serios, que son más bien siervos de Moisés que de Cristo. Entre los predicadores del avivamiento que al principio del siglo 19 llamaron a la cristiandad apóstata al arrepentimiento, había muchos que fueron predominantemente predicadores de la ley. Casi se consumieron en su celo por la ley del Señor, la cual los hombres estaban pisoteando en sus círculos. Tal vez estos hombres produjeron una conmoción, excitación y convulsión tremenda. Pero faltaba un efecto duradero. Esto, sin embargo, no debe sorprendernos; porque por medio de la ley nada se cambia o se renueva.

 

Por otro lado, un pastor evangélico no puede hacer a un lado la ley para que domine el evangelio. El consuelo y el poder regenerador del evangelio no echa raíz en corazones fríos, saciados, seguros. Siempre y en todas partes la ley tiene que hacer lugar y preparar el camino para el evangelio. Por tanto el pastor pierde el propósito de su vocación si pasa leve y rápidamente sobre la ley. Haciendo esto daña no solamente la ley, que ciertamente también es una palabra del Dios vivo, sino especialmente al evangelio. El evangelio se queda flotando en el aire, por decirlo así, y no se apodera del hombre, no entra en el corazón. Actualmente hay muchos llamados predicadores evangélicos que se enorgullecen de predicar el evangelio, pero logran poco con su predicación y práctica evangélica porque son negligentes del oficio de la ley. Siembran la semilla, pero han pasado por alto abrir y arar el suelo. No sorprende, entonces, que la semilla caiga en la tierra y nada más se quede allí. Todas las palabras dulces, consoladoras se hablan al viento porque esos corazones seguros, saciados, no las reciben y no pueden recibirlas.

 

Apliquemos ahora lo dicho a las funciones más importantes del pastor.

 

Su trabajo más importante es el de la predicación. Y la predicación logra su propósito si la palabra de Dios sencillamente se presenta, se explica y se aplica a las personas, el tiempo, el lugar y las circunstancias. Si el pastor sencillamente se queda con la palabra, también dará expresión a, y llevará a la conciencia, ley y evangelio, estas dos clases de palabra, que se acompañan a través de todas las Escrituras, y producirá en sus oyentes el resultado doble, el arrepentimiento y la fe. Entre más consciente esté el pastor del significado y el efecto peculiar de la ley, más será su celo en ejercer el oficio de Moisés, para que los pecadores verdaderamente aprendan a conocer su naturaleza y se aterroricen de la ira y del juicio de Dios.

 

Pondrá todo lo humano bajo el pecado y la ira, representará y condenará todo lo que sea contrario a la ley como obrar mal, y dará a cada pecado su nombre y título propio, para que se cierre todo escape al hombre que peca, y se quede abierto solamente un escape, o sea, aquel camino de escape que nos ha sido revelado en el evangelio. Expondrá aquellos pecados y vicios peculiares de su congregación, los pecados de la época, los pecados prevalecientes, tales como la avaricia, la contención la mundanalidad, aún en sus formas más sutiles y atractivas, para que todos los que lo oigan se sientan heridos y picados en su conciencia.

 

Y entre más consciente esté el pastor del significado y efecto peculiar del evangelio, mayor será su celo para la administración de su verdadero oficio, el oficio de Cristo, el oficio de consolar, y abrirá a los pecadores, a quienes nadie puede consolar, para quienes el mundo es demasiado pequeño, a quienes la ley misma condena, sobre quienes el juicio ha sido pronunciado, el refugio del evangelio: "Mi Salvador recibe a los pecadores," con el fin de que los que oigan crean y sean salvos. Libremente proclamará la libre gracia de Dios revelada en el evangelio y diseñada especialmente para los indignos, los culpables, y los condenados, con el fin de que los pecadores realmente sean salvos de sus pecados. Ofrecerá la absolución de todos los pecados y transgresiones, aun de los más groseros, para que ningún oyente se quede con las manos vacías. Un pastor, al predicar la severidad y la bondad de Dios a su congregación, no tiene que entrar en un estado apasionado para hacer reales los terrores del infierno y la gracia y la salvación del cielo a los que le oyen. Que sencillamente enseñe y dé testimonio a la ley y el evangelio como son ilustrados en los ejemplos en la Escritura, y que deje a Dios y a su Espíritu producir el efecto deseado mediante las dos clases de palabra, ya que él es el único capaz de hacerlo y ha prometido hacerlo.

 

Si el pastor, teniendo en mente los efectos distintos de estas dos clases de palabras divide debidamente la ley y el evangelio, cada uno de sus oyentes recibirá su debida porción de carne. Entre sus oyentes habrá personas no convertidas. Hipócritas, que son cristianos solamente de nombre, se encuentran en todas partes. Desconocidos, hombres groseros, ignorantes, también a veces se exponen al sonido de la palabra. Necesitan tanto la ley y el evangelio. Es necesario que se les enseñe el camino de salvación, el camino de arrepentimiento y fe. Pero los cristianos creyentes también, aún los más avanzados entre ellos, todavía necesitan la misma clase de enseñanza e instrucción. Toda la vida del cristiano es una de arrepentimiento constante. El cristiano tiene que cubrir el mismo terreno diariamente; siempre tiene que pensar de nuevo de sus pecados y huir de sus pecados a Cristo. El crecimiento en la fe sucede mediante la renovación diaria de la fe. Pero la fe nunca encontrará lugar en el corazón a menos que haya precedido la contrición. Y los cristianos son santificados por medio de la fe y solamente en la fe. Por tanto la enseñanza y la predicación de la ley y el evangelio es también la dieta apropiada para los que viven y andan en la fe. La misma palabra que aterroriza y condena a los impíos es exactamente el debido golpe y herida para el viejo Adán de los cristianos. La misma palabra que convierte a los ignorantes y desobedientes sirve para la edificación, establecimiento, para la renovación y avance de los convertidos. Si el pastor tan sólo divide correctamente la ley y el evangelio, si da solamente expresión a cada una de estas dos palabras según su naturaleza y significado distinto, no tendrá que preocuparse con distinguir y dividir entre sus oyentes, se le ahorrará la tarea onerosa de clasificar a sus oyentes y de adecuar cierta porción de su discurso a cada clase.

 

Todo depende de la división y separación correcta de la ley y el evangelio. Pero eso no sucede automáticamente. El asunto requiere examen y estudio. El pastor tiene que enfrentarse y evitar con sumo cuidado un peligro. Mirando más de cerca a las partes legales y evangélicas de la palabra que debe predicar a su congregación, constantemente notará con más claridad que las primeras son de una naturaleza enteramente diferente de las última,. y siempre está tentado a construir un puente sobre la brecha entre la ley y el evangelio, mover la línea de demarcación entre estos dos reinos divididos, ajustar estas dos doctrinas aparentemente contradictorias. Los predicadores modernos tal vez consideren tal ajustar y mezclar la ley y el evangelio su habilidad especial. Quieren lograr algo con su predicación, pero especialmente con la ley; con la advertencia, la amenaza quisieran reformar a sus oyentes. La predicación de la ley se convierte en filosofía moral y ética. Y si hay una deficiencia en cumplir la ley, si el hecho no alcanza las buenas intenciones, entra el consuelo del perdón como una solución improvisada. Y las promesas del evangelio que aseguran de la vida eterna se apropian como cierta clase de premios para los que al menos hasta cierto punto satisfacen las exigencias de la ética cristiana. Así aparentemente se ha solucionado el problema. La ley y el evangelio son debilitados, y de los dos se produce un tercer elemento, cierta clase de piedad, que sin embargo es todo menos la piedad cristiana.

 

Todos los pastores que de manera similar buscan reconciliar la ley y el evangelio, que buscan producir cierta condición moral, ética en sus oyentes, y exigen y presuponen cierta actitud cuando empiecen con la predicación del evangelio, impiden la eficacia de la ley tanto como la del evangelio. Producen la idea en sus oyentes de que el hombre puede por naturaleza satisfacer las exigencias de la ley hasta cierto punto, y de este modo previenen mirar en la corrupción insondable de la naturaleza humana, la mirada a las profundidades, el único lugar desde donde sube el clamor por misericordia. Y pone en la cabeza de sus oyentes la idea de que siempre tienen que buscar y encontrar algo en sí mismos antes que puedan apropiarse del don de Dios de la gracia. De esta manera los privan del consuelo del evangelio e impiden la fe. Porque todo el que no cree que Dios justifica al impío, libremente, sin costo, sino cree que es necesario cierta clase de preparación para el don de Dios, jamás creerá en el evangelio ni se aferrará al don de Dios. Especialmente si está en serio, siempre estará en duda e incertidumbre en cuanto a si realmente ha cumplido con las condiciones preliminares.

 

No; el terror de la ley, la predicación de la condenación, y el consuelo del evangelio, la predicación de la salvación, tienen que acompañarse muy de cerca si el sermón debe tener efecto. Por supuesto, el pastor nunca puede olvidar que el verdadero fin de su sermón no es el terror y la condenación sino el consuelo de la salvación, que debe reprobar y aterrorizar solamente para poder levantar, reformar, y salvar a los que lo oyen. Todas las verdades duras, ásperas, amargas de que habla la ley son para preparar el camino para el evangelio. El pastor evangélico nunca se consolará con el pensamiento de que de una vez realmente ha contado a la gente la verdad sin peros. ¿Para qué servirá tal reprobar si el pecador no es reformado por ello? Para renovar a los pecadores, para ayudar a los condenados, el pastor evangélico primeramente azotará y herirá sin misericordia, sin consideración a sus oyentes, con la severidad inexorable y el filo cortante de la ley de Moisés. Luego inmediatamente cambiará su voz, doblará la página, y abrirá el cielo y toda su bienaventuranza en el nombre de Cristo a las mismas personas sobre quienes acaba de pronunciar el veredicto del infierno, para que a través del infierno puedan entrar al cielo y, como hijos redimidos de Dios, de aquí en adelante evitar y quitar de sí mismos aquellos pecados por los cuales han sido reprobados. Luego también cuando sus sermones son principalmente reprensión (como es el caso en sermones de arrepentimiento y discursos confesionales) el pastor cerrará con el evangelio y resaltará especialmente esta conclusión. De otro modo no obrará otra cosa más que la ira.

 

Por otro lado, el ministro del evangelio que quisiera salvar a sus oyentes nunca comenzará con el evangelio; sus labios no derramarán solamente palabras suaves, dulces. No es como si tales palabras tal vez exageraran la verdad. Pero el único bien que reforma y trae la eterna salvación, el evangelio, será derramada y caerá en el camino; la buena semilla no brotará ni echará raíz a menos que la ley primero haya arado sus surcos en el corazón. El pastor que predica solamente el evangelio cierra con llave y pone tranca a la puerta del evangelio, la gracia y la salvación, a la fe y a la piedad para sus oyentes. El pastor quien en sus sermones pisa demasiado suavemente, que trata de una manera demasiado tierna con sus oyentes, consolándose con el pensamiento de haber hecho el cielo muy atractivo a sus oyentes, de haber traído la gracia de Cristo muy cerca a ellos, se engaña con un consuelo falso. Ya que no quiso herirse a sí mismo ni a sus oyentes con las cosas amargas, porque no quiso tocar el asunto desagradable del pecado, ha arruinado su gusto para la gracia, para la dulzura del evangelio. ¿De qué sirve toda la dulzura y la salvación si uno no puede gustar y gozarlo, si no entra en el corazón? Sin embargo, solamente el corazón alarmado, aterrorizado y herido puede aferrársele y retener el consuelo de Dios. No; el pastor que no está completamente en serio con la ley tampoco está en serio con el evangelio.

 

Otro ejemplo de la manera en que la ley y el evangelio pueden y deben acompañarse en el trabajo de la predicación. Tal vez un pastor honesto se entristezca por la falta de voluntad de su congregación de sacrificarse y busca introducir una reforma. Si empieza correctamente, atacará el asunto en su fuente y reprenderá el amor al dinero con indignación. No se logrará nada aquí con unos suspiros de que las cosas en esta congregación no son como deben de ser y unas débiles apelaciones al amor cristiano para dar con más liberalidad. No; uno tiene más bien que picar fuertemente en la herida con la Palabra de Dios y la ley y mostrar a tales cristianos que el amor al dinero es la raíz de todos los males, que este lazo de Satanás ya ha causado muchos a errar de la fe, que desde el amor al dinero crecerán toda clase de codicias dañinas, que traen a los hombres a la perdición y a la condenación. Pero el ministro del evangelio no lo dejará así. Sabe que la mera reprensión causará resentimiento en la gente y en el mejor de los casos les forzará a sacrificios de hipocresía. Por tanto inmediatamente agregará el evangelio y hablará a sus oyentes del amor ilimitado de Dios, que no escatimó ni a su propio Hijo unigénito, que no escatimó ningún esfuerzo para salvar las almas, y amonestará y rogará por la misericordia de Dios a traer sacrificios de gratitud; y experimentará con gozo que al menos algunos se harán fructíferos para buenas obras. Tal ruego evangélico solo no impresiona a los corazones atrapados por el amor al dinero; la mera reprensión, por otro lado, sí hace una impresión, pero no tiene el resultado deseado, no cambia nada en el asunto.

 

El pastor siempre tendrá en mente el efecto diferente de la ley y el evangelio también en su cuidado de almas. Hay de hecho una diferencia entre la predicación y el cuidado pastoral de las almas. La predicación pública está diseñada para el grupo entero. En el cuidado de las almas el pastor aplica la palabra al individuo. Y allí tienen que tomar en cuenta la condición espiritual del individuo, hasta donde pueda formar una opinión acerca de ella de base de sus palabras y acciones, y aplicar la regla de la predicación de la ley a los pecadores endurecidos, pero el evangelio a los aterrorizados y entristecidos. Sin embargo, el pastor que no tiene en mente otra cosa que la salvación del individuo nunca operará totalmente con una palabra ni con la otra, ni totalmente con la ley ni totalmente con el evangelio. Nunca mantendrá silencio acerca del evangelio, que es lo único que trae la salvación; pero primero aplicará la ley para poder aplicar el evangelio.

 

En general, la práctica evangélica del pastor se mostrará en su trato con los individuos. No les visitará solamente cuando tenga que administrarles alguna reprensión en especial. Si el pastor se ve en las casas de sus miembros solamente en tales ocasiones cuando tenga que reprender a los habitantes, pronto será considerado un moralista, y hace el papel del siervo de Moisés. Un ministro evangélico usará sus visitas sobre todo como oportunidades directa e indirectamente para recordar a sus miembros que son los seres humanos más felices, en que tienen a Cristo y son cristianos, y animarlos a fortalecer su fe. Pero eso no excluye que en ocasiones adecuadas, como por ejemplo, cuando anuncian para la Santa Comunión, también llamará la atención a sus miembros a los pecados comunes del tiempo, de los cuales también son culpables los cristianos, como por ejemplo, la flojera espiritual, el materialismo la mundanalidad. Todo lo que sirve para vejar al viejo Adán también sirve para fortalecer la vida espiritual del hombre nuevo.

 

Es cierto, el pastor tiene que ejercer el cuidado de las almas, especialmente con las que se hallan errando en los caminos equivocados. Aquí el amor salvador exige acción rápida para evitar que el error se agarre de corazón y mente, para evitar que el pecado se convierta en costumbre. Mientras trate con una persona a quien todavía con caridad cristiana puede llamar un hermano, buscará en una manera amable y con toda humildad reprender a los que yerren y buscará corregirlos. No es como si pudiéramos y debiéramos tratar del pecado de manera leve, suave. La ley, que solamente trae el conocimiento del pecado, siempre es dura y pica la carne y la conciencia. Pero frecuentemente basta un recordatorio suave para inducir a los cristianos, que todavía tienen al Espíritu Santo, a juzgarse y reprenderse a sí mismos, y a empujar ellos mismos el espino en su corazón. Y después que la persona que ha errado ha confesado su error, ésta tiene necesidad especial de ser fuertemente animado con el evangelio para fortalecer la débil voluntad, capacitándolo para que de allí en adelante niegue, deje y evite lo que desagrada a Dios.

 

Es obvio que uno tiene que tratar más dura y severamente con la persona caída en el error que contradice y busca justificarse a sí mismo Y especialmente si uno tiene que tratar con personas manifiestamente no convertidas, con los que no son cristianos, y apóstatas, es el deber primero y principal del pastor proclamar la ira de Dios a ellos, y amontonar sobre ellos la maldición de la ley. Pero el pastor está en error si piensa que con esto ha cumplido con su deber. Aunque haya hablado la verdad sin reservas al impío, y ahora se dice: Animam salvavi, sin embargo con eso no puede tener su conciencia tranquila. Primero tiene que hacer todo para salvar el alma del pecador. Sin embargo, por medio de la ley sola ningún pecador se convierte y se salva. Es un error fatal de parte del pastor reservar el evangelio para una aplicación posterior, digamos, cuando el corazón haya sido suavizado y quebrantado por la predicación de la ley. Solamente el evangelio es capaz de quebrantar y así suavizar el corazón y convertir a hombres involuntarios en hombres voluntarios. Operando solamente con la reprensión de la ley, la oposición se intensifica. Es el evangelio que puede quebrantar la oposición. Por tanto, si deseamos convertir y salvar a los pecadores, tenemos que combinar la ley y el evangelio desde el principio, no tanto consolando con el evangelio, sino más bien invitando y atrayendo, para que tan pronto como la conciencia del pecador haya sido herida por la ley, el evangelio pueda estar a la mano en el mismo momento, listo para rendir su servicio y desarrollar su poder regenerador. Y cuando notamos solamente una chispa de contrición y deseo por el perdón y renovación, es especialmente importante aplicar inmediatamente el evangelio, para que la renovación, ya comenzada, pueda establecerse firmemente.

 

La historia que relata Fresenius de su propia práctica es bien conocida, o sea, cuando reprochó a un general moribundo, cuya conciencia fue completamente alarmada acerca de su pecado anterior, con las terribles consecuencias de sus pecados y la severidad de la ira de Dios. Siguiendo en cavar profundamente con la ley de Dios aun cuando el pobre pecador se gemía de su carga de deuda y estaba cerca a la desesperación, Fresenius esperaba día tras día antes de agregar una migaja de consuelo a sus conversaciones. Dios sí fue muy paciente en este caso, no tanto con la debilidad del malhechor sino con la del pastor, en no permitir que el pecador muriera hasta que Fresenius en su graduación de arrepentimiento al fin llegó al evangelio del Salvador del pecado. De hecho, eso no solamente es torturar la conciencia, sino también hacer dudosa la conversión, a menos dilatando y haciendo más difícil la conversión y la renovación.

 

Pertenece a la vocación del pastor familiarizar a los débiles, los enfermos, los que sufren, los tristes, con la palabra de Dios, especialmente con la palabra del consuelo. En donde Dios ya ha activado la voz de la ley mediante el castigo y la aflicción del cuerpo, el pastor no tiene que comenzar otra vez desde el principio, sino es su oficio alegrar a los corazones atribulados, abatidos, con el consuelo del evangelio. Es suficiente que se les explique el dedo de Dios a los que son tan severamente castigados. Nada es tan erróneo para el pastor como convertir el sermón del funeral en un sermón penitencial. En donde Dios mismo ya ha hablado tan dura y severamente, la censura humana ya no tiene lugar. Sin embargo, en donde parecería asunto de la conciencia sobretodo a reprender, por ejemplo, si el pastor cristiano debe sepultar a los muertos de los incrédulos, allí está fuera de lugar de todos modos el sermón funerario cristiano. Es evidente que el pastor cristiano no debe proclamar nada sino el pleno consuelo del evangelio a los afligidos a quienes sus pecados les están torturando día y noche.

 

Una parte importante del oficio de obispo encomendado a los pastores es el ejercicio de la disciplina eclesiástica. El pastor a quien le importa de corazón el bienestar de su congregación, por su parte cuidará de que todas las cosas se hagan decentemente y en buen orden en la congregación. Cuidará de que no prevalezcan las prácticas malas, e instruirá a su congregación a ejercer la disciplina eclesiástica en la manera prescrita por el Señor. Sobre todo, el pastor tiene que vigilar intensamente de sí mismo, para que obtenga y mantenga una actitud correcta frente a su congregación. Esta parte de su oficio requiere sabiduría y comprensión especial, ánimo y determinación. A fin de cuentas, sin embargo, no la sabiduría, precaución, y energía del pastor, sino solamente la palabra de Dios tiene que gobernar y decidir. Aquí también todo depende de una aplicación correcta de la palabra de Dios, de dividir correctamente la ley y el evangelio. La disciplina eclesiástica cristiana llevará fruto y provecho solamente si se ejerce de una manera evangélica y no legalista. Sin embargo, es lejos de ser evangélico si el pastor de una congregación no quiere poner el dedo en ciertos males de su congregación, si, por temor del daño posible, pasa por alto ofensas manifiestas contra la palabra de Dios, y suponiéndose sabio difiere la discusión de cuestiones delicadas para un tiempo más oportuno. La ley, que no es nuestra palabra sino la de Dios, condena toda manera de impiedad, y aquellos males que son protegidos de la disciplina y censura de la ley por eso mismo son quitados también de la mano sanadora del médico, de la eficacia renovadora del evangelio. La tolerancia falsa, voluntaria, agrava el mal y obstaculiza la renovación. La práctica de la disciplina eclesiástica se convierte en algo contrario al evangelio y ruinoso solamente si el pastor y la congregación se quedan con la ley y el castigo, y no permiten que el evangelio tenga su día. Si el pastor y la congregación rigurosa y valientemente (en privado y en público) en el nombre de Dios ataca cada nueva ofensa que Satanás implanta en su medio, cosas como administrar las cantinas, las logias, y otras levaduras mundanales; si reprueba y aterroriza con la palabra y la ley de Dios a las personas involucradas, en privado y en público; si luego buscan ganar, convertir, por medio del evangelio, presentando el amor misericordioso de Dios, la gracia salvadora de Cristo Jesús, ciertamente no será enteramente en vano, porque las ofensas serán refrenadas, y la rectitud cristiana será promovida. Y si al fin se tienen que excluir elementos corruptos, y finalmente la congregación tiene que excomulgar a los tales, con eso declaran, que aquellos pecadores tercos han despreciado todo el consejo de Dios acerca de su salvación, no solamente la ley con su reprensión, sino, sobre todo el evangelio de la gracia de Dios.

 

Hasta ahora hemos tenido la presuposición de condiciones normales en la congregación. Pero la práctica pastoral, eclesiástica, tiene que ser esencialmente lo mismo cuando el pastor tiene que tratar con dificultades especiales. Las condiciones no deben determinar la palabra de Dios, sino la palabra de Dios debe determinar las condiciones. El pastor debe predicar y aplicar la palabra de Dios, tanto la ley y el evangelio, bajo todas circunstancias. En una congregación comparativamente nueva, no entrenada e ignorante, se toma por dado que tendrá al principio que hacer la predicación penitencial de Juan y de Moisés. La ley de Dios primero tiene que cortar la carne indisciplinada antes que se pueda esperar un fruto espiritual. Pero desde el principio también tiene que sonar clara y fuertemente el evangelio de la gracia del Salvador de los pecadores. Cristo tiene que seguir inmediatamente después de Juan. De otra manera la censura solamente empeorará el asunto. El suelo no cultivado, si es arado debidamente frecuentemente brotará rápidamente la semilla celestial y producirá fruto más allá de lo que esperábamos.

 

Un campo mucho más difícil es una congregación antigua, entrenada por largo tiempo en la práctica y el conocimiento cristiano, pero que ahora es saciada, entre quienes el evangelio ya no parece producir un efecto. Si hay un lugar, es aquí que los martillazos, los truenos y relámpagos de la ley tienen que pegar los corazones. A estos espíritus saciados, flojos, orgullosos, se les tienen que mostrar y probar que delante de Dios su fariseísmo es la mayor abominación de todas. Sin embargo, finalmente no podemos pasar por alto el hecho de que todo el mal expuesto por la ley, aún el mayor de todos los males, el disgusto con, y la saciedad con, el evangelio, realmente es sanado y mejorado solamente por medio de la predicación del evangelio; o sea, por tanto tiempo que todavía haya esperanza para el mejoramiento. Sin embargo, ¡alabado sea Dios!, una congregación incorregible, completamente impenitente, ya no digna del oficio del ministerio, apenas haya caído a la suerte de alguno de nuestros pastores. Por tanto confiadamente podernos continuar nuestras labores en la palabra y perseverar con enseñar, reprender, consolar, confiando en Dios de que tanto la reprensión de la ley como el consuelo del evangelio tendrán sus efectos deseados. Amén.

 

Jorge Stoeckhardt


EL EFECTO DE LA LEY Y EL EVANGELIO EN LOS REGENERADOS

 




Habiendo considerado la manera en que la ley y el evangelio trabajan juntos en la conversión del pecador a Dios, tomamos otro paso y notamos el efecto diferente de estas dos clases de palabras en los hijos de Dios que han sido convertidos o regenerados.

 

Todo lo que la Escritura dice en general acerca del oficio de la ley, la manera en que la ley señala, reprende, sí, hasta multiplica el pecado; y del evangelio, cómo es poder de Dios para salvación, cómo consuela el corazón herido del pecador, cómo vivifica y renueva el corazón del pecador; todo lo que la Escritura dice del oficio respectivo de la ley y del evangelio queda en vigor también en este punto. La doctrina y la predicación de la ley tanto como del evangelio tiene su significado también para los regenerados mientras vivan sobre esta tierra.

 

Lo que sucedió al principio, en el tiempo de la conversión, se repite diariamente en nuestra vida como cristianos. Toda la vida del cristiano no es otra cosa que arrepentimiento constante, continuo. Y esta contrición y arrepentimiento constante, diario, es de la misma naturaleza como la conversión en el verdadero sentido del término. Esa es la ocupación diaria de los cristianos, confesar sus pecados a Dios en verdadera contrición y en fe aferrarse a Jesucristo, el único Redentor del pecado. Pero para seguir en el uno tanto como en el otro necesita el uso continuo de estas dos palabras diferentes, de la ley y del evangelio.

 

Por medio de la conversión y la regeneración el corazón todavía no ha sido completamente renovado. Los cristianos creyentes todavía tienen pecado. En el nombre de todos los regenerados San Pablo dice: "Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien" (Romanos 7:18). Mientras un cristiano siga en esta tierra, no puede completa y enteramente deshacerse de su carne, de su naturaleza pecaminosa original. Y la carne de los cristianos no es en ningún grado mejor que la carne de los otros hijos de los hombres. En la misma conexión en la cual San Pablo describe su condición actual, en que piensa de la ley doble, la ley en sus miembros que lucha contra la ley de su mente, resalta la verdad de que la mente carnal es enemistad contra Dios. Este pecado básico, fundamental y principal tiene sus raíces también en los corazones de los creyentes. Y esta carne pecaminosa tiene necesidad de la vara de la ley. "Por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Romanos 3:20). Esta es una verdad que nos es confirmada diariamente. El cristiano que ha aprendido a conocer correctamente a Dios aprende a conocer el sentido espiritual de la ley y el gran abismo entre Dios y todos los caminos impíos y contrarios a Dios que todavía se adhieren a él. Mira siempre más profundamente en el abismo de su corazón natural, enajenado de Dios. Y el cristiano también, haciéndose consciente de su pecado, experimenta y siente el terror de la ley. Un solo pecado, expuesto por la palabra y la ley de Dios, de hecho puede torturar y atormentarnos sin misericordia. "La ley produce ira" (Romanos 4:15). Los hijos de Dios no escapan de esta experiencia tampoco. Frecuentemente todavía temen el terror nocturno y los saetas que vuelan de día (Salmo 91:5).

 

Por supuesto, en todo esto, la fe obrada por el evangelio es y queda la característica fundamental, real, de los cristianos. El pecado, la ley y la ira no lo echan en su anterior condición desesperada como antes de la conversión. Ahora hablamos de las experiencias que tienen los cristianos en sus vidas, así dejando totalmente fuera de consideración la posibilidad de que un cristiano enteramente llegue a perder su fe. ¿A qué se debe que la fe no es enteramente absorbida por estos terrores de la ley? No a esto, que el pecado, expuesto por la ley, y la ira de Dios sobre el pecado fueran menos severos. No, más bien se debe solamente a esto, que el cristiano, conociendo a Cristo, inmediatamente huye del pecado, la ley, la ira, la condenación, a Cristo y busca y encuentra en él protección y gracia. Todo el que cree lleva a Cristo en su corazón, y cuando la maldición y la ira de la ley, una verdadera ira, penetran en su conciencia, recuerda su liberación por medio de Cristo del pecado, la maldición, la ira, y así extingue los dardos del maligno con el escudo de la fe en el mismo momento en que siente dentro de sí el calor. Ya que la fe está presente e inmediatamente reacciona contra los terrores de la ley, este terror al instante se convierte en aquella contrición y pesar verdadero, saludable que agrada a Dios. El cristiano toma el pecado, avivado por la ley, en su mano y en oración lo pone delante de Dios y suspira desde su corazón renovado, sí, en el poder del Espíritu Santo, acerca del mal que todavía se le adhiere, diciendo: "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte!" (Romanos 7:24). Sin embargo, en este suspiro se mezcla la oración de acción de gracias por la redención por Cristo Jesús nuestro Señor, diciendo: "Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro." (Romanos 7:25). Pero tal fe, que hace a los cristianos lo que son, constantemente venciendo el pecado, la ley, la ira, viene del evangelio y es nutrido y preservado por el uso constante, continuo del evangelio. El Espíritu Santo nos preserva en la verdadera fe por medio del evangelio. Pero para que no nos hagamos tibios, indiferentes al consuelo del evangelio, el Espíritu Santo a causa de nuestros pecados constantemente tiene que reprender y aterrorizarnos con la ley.

 

Lo que hemos explicado nos ha sido resumido en la Fórmula de la Concordia, Artículo VI, "Las buenas obras" en esta breve oración: "Por lo tanto, cuantas veces tropiecen los creyentes tantas veces son reprobados por el Espíritu Santo por medio de la ley, y por el mismo Espíritu son edificados y consolados otra vez mediante la predicación del evangelio." (FC DS, VI, 14)

 

Nuestra confesión agrega lo siguiente, diciendo "También en el ejercicio de sus buenas obras necesitan los creyentes esta doctrina acerca de la ley; pues sin esa doctrina el hombre puede fácilmente imaginarse que su vida y las obras que hace son puras y perfectas. Pero la ley de Dios prescribe a los creyentes buenas obras de este modo: Le señala e indica a la vez, como un espejo, que en esta vida las obras son imperfectas e impuras en nosotros, de manera que tenemos que declarar con el apóstol San Pablo en 1 Corintios 4:4: Aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado." (FC, DS, VI, 21) La ley, por medio de la cual es el conocimiento del pecado, convence a los creyentes no solamente de sus muchos pecados y de la presencia de una naturaleza pecaminosa en ellos, sino también de esto, que aún lo que es bueno, lo que han recibido por la gracia de Dios, su buena conducta, cada una de sus buenas obras, todavía está manchado de la impureza y la inmundicia. Aquí también el evangelio ofrece consuelo a los creyentes. La Fórmula de Concordia continúa: "Pero cómo y por qué las buenas obras de los creyentes, aunque en esta vida son imperfectas e impuras debido al pecado que mora en la carne son, no obstante, aceptables y agradables a Dios, es algo que no lo enseña la ley, la cual requiere una obediencia completamente perfecta y pura si es que ha de agradar a Dios. Pero el evangelio enseña que nuestros sacrificios espirituales son agradables a Dios porque nacen de la fe y se hacen por causa de Cristo (1 Pedro 2:5; Hebreos 11:4; 13:15)." (FC DS, VI, 23).

 

En este pasaje de nuestra confesión ya se mencionan las buenas obras de los creyentes. Aunque todavía se les adhieren muchas faltas y manchas, sin embargo en verdad son buenas obras. El corazón ha sido renovado, y el buen árbol produce buen fruto. La fe de los cristianos necesariamente se hace evidente en las buenas obras. La contrición y el arrepentimiento, que penetran la vida entera de los cristianos, se manifiestan en los frutos justos de arrepentimiento. Su buena conducta también visiblemente distingue a los cristianos de los no cristianos, de los no convertidos Y aquí está el punto principal en controversia, la pregunta: ¿Cuál es la relación de la ley y el evangelio a las buenas obras de los creyentes?

 

En primer lugar, contestamos en las palabras de nuestra confesión, la Fórmula de Concordia, Declaración Sólida, VI, del tercer uso de la ley: "Pero es menester explicar con toda claridad lo que el evangelio hace, produce y obra para la nueva obediencia de los creyentes, y en qué consiste el oficio de la ley en este asunto, es decir, en lo que respecta a las buenas obras de los creyentes. Pues la ley dice por cierto que Dios desea y ordena que andemos en novedad de vida, pero no concede el poder y la capacidad para empezar a realizar esa nueva vida. En cambio, el Espíritu Santo, que es dado y recibido no por medio de la ley, sino por medio de la predicación del evangelio (Gálatas 3:2,14), renueva el corazón" (FC DS, VI, 10, 11) La ley indica las buenas obras que son agradables a Dios; el evangelio, sin embargo, produce el deseo de obedecer y da fortaleza y habilidad para hacer el bien. Solamente el evangelio, no la ley, reforma al hombre y lo hace piadoso. La ley no ha sido dada para vivificar, renovar y santificar al hombre, sino fue añadida a causa de las transgresiones.

 

Por supuesto, el hombre, inclusive el cristiano, en la medida en que todavía es carne, hasta cierto punto es externamente controlado por las advertencias, las exigencias, las amenazas y las reprensiones de la ley. De esto se nos recuerda la Fórmula de la Concordia en donde leemos: "Puesto que los creyentes, mientras vivan en este mundo no se hagan completamente renovados, sino que el viejo hombre se adhiere a ellos hasta la sepultura, permanecerá para siempre en ellos la lucha entre el Espíritu y la carne. Por lo tanto, se deleitan por cierto en la ley de Dios según el hombre interior, pero la ley en sus miembros lucha contra la ley en su mente; por consiguiente, jamás están sin la ley, sino dentro de ella y viven y andan en la ley del Señor y no obstante nada hacen por compulsión de la ley. En cambio, el viejo Adán, que aún se adhiere a ellos, debe ser instigado no solo con la ley, sino también con castigos; sin embargo, hace todo en contra de su voluntad y bajo coerción, de la misma manera como los impíos son instigados y reprimidos por las amenazas de la ley (1 Corintios 9:27; Romanos 7:18, 19)." "Pues el viejo Adán, como un asno indómito y contumaz es aún parte de ellos y necesita la coerción para que se someta a la obediencia de Cristo, no sólo por medio de la enseñanza, exhortación y amenaza de la ley, sino también con el frecuente uso del garrote del castigo y la miseria hasta que la carne pecaminosa es vencida y el hombre es completamente renovado en la resurrección." (FC, DS, VI, 18, 19, 24).

 

La ley con su coerción, la fuerza, las amenazas, pone en el viejo Adán de los cristianos, tanto como de los impíos, el temor y el horror y el terror de la condenación y así frena los excesos más brutos de la carne, y fuerza y coacciona al hombre a la obediencia. Esto también es un uso de la ley, el cual, por supuesto, no tiene nada que ver con el camino de la salvación, que más bien pertenece al palacio municipal y la esfera civil que en la iglesia. La ley fuerza, coacciona a la obediencia. Pero esta obediencia del viejo Adán, como la de los impíos, es una obediencia no voluntaria y forzada, algo enteramente externa., puro disimulo e hipocresía y no en el menor grado virtuoso o loable ante Dios. El viejo Adán, aunque externamente forzado a obedecer, sin embargo internamente se rebela contra este control, se hace tanto más hostil a Dios por haber dado una ley tan rígida y por arruinar su lascivia y placer. Así también la ley en este respecto cumple su miserable servicio en educir, incrementar e intensificar la oposición a Dios.

 

El cristiano ya nunca hace nada verdaderamente bueno siendo "constreñido por la ley", sino solamente "siendo constreñido por el evangelio". La buena conducta de los cristianos se manifiesta en su negación de la impiedad y las lascivias mundanas. Pero nunca somos llevados a negar las lascivias carnales, el odio, la ira, el celo, la falta de castidad, la avaricia, la codicia, por las exigencias rígidas de la ley, tales como: "no matarás, no cometerás adulterio, no hurtaras." El odio del corazón al pecado de parte del cristiano, su apartarse interno del pecado, es actuado por y producido solamente por el amor de Dios revelado en el evangelio. Le ama a Aquél que lo ha amado primero, y por amor a Dios odia toda clase de impiedad. El que el cristiano se aparte de y evite el pecado, sí, realmente venza el mal, eso se hace solamente en el poder del Espíritu Santo, quien es dado por la predicación del evangelio.

 

Por otro lado, la obediencia de los creyentes se manifiesta en toda clase de virtudes piadosas, en el amor a Dios y al prójimo, la paciencia bajo la cruz, etc. Pero jamás somos capacitados para amar a Dios y a nuestro prójimo con el "no lo harás", de la ley, o sea, llamarás al Señor tu Dios con todo tu corazón," etc, "y a tu prójimo como a ti mismo." El amor no puede ser forzado. El amor del cristiano a Dios desde el corazón, su gozo y placer en Dios y en todas las cosas piadosas, su amor hacia los hermanos por amor a Dios, su soportar toda clase de mal por amor a Dios, su vencer en paciencia, se hacen posibles solamente por el amor a Dios que es revelado en Cristo y proclamado a nosotros en el evangelio. Es Dios el Espíritu Santo quien obra en nosotros tanto el querer y el hacer según su beneplácito, quien despierta las buenas resoluciones en nuestros corazones y nos da el poder y la habilidad de llevar a cabo estas resoluciones. Pero hemos recibido el Espíritu Santo por medio de la predicación del evangelio. Es el evangelio lo que incrementa el don del Espíritu. El nuevo hombre, que pensa, imagina, habla, y hace lo que es bueno, vive enteramente de y en el evangelio por medio del cual ha nacido de nuevo.

 

Pero la ley manifiesta aquellas obras que son agradables a Dios, las cuales hacemos en el poder del Espíritu Santo quien nos ha sido dado mediante el evangelio. Llamamos la ley una regla y modelo para la conducta del cristiano, y el hombre regenerado se deleita en la ley del Señor según el hombre interior, y vive aunque no bajo la ley, sin embargo en la ley. ¿No es, por lo tanto, la ley en este respecto algo que sirve y conduce a lo que es bueno? ¿No se tiene, por tanto, que ampliar la afirmación de que la ley sirve para darnos el conocimiento del pecado y obra la ira, que la ley fue agregada a causa del pecado, que no hay ley para los justos?

 

Nuestra respuesta a esta pregunta otra vez la ligamos con una cita amplia de la Fórmula de Concordia, donde leemos: "Pues unos enseñaban y sostenían que por medio de la ley los regenerados no aprenden la nueva obediencia o en qué obras deben andar, y que la doctrina acerca de las buenas obras no debe ser extraída de la ley, ya que los regenerados han sido hechos libres por el Hijo de Dios, se han vuelto templos del Espíritu Santo y, por consiguiente, hacen voluntariamente lo que Dios les manda mediante el estímulo e impulso del Espíritu Santo, así como el sol, sin necesidad de impulso extraño, completa su curso natural. Otros se oponían a lo antedicho y enseñaban lo siguiente: Aunque es verdad que los verdaderos creyentes reciben el impulso del Espíritu Santo, y así, según el hombre interior, hacen espontáneamente la voluntad de Dios, es empero el Espíritu Santo quien usa la ley escrita para instruirlos; por medio de esta ley los verdaderos creyentes también aprenden a servir a Dios, no según sus propios pensamientos, sino según la ley escrita y la palabra revelada. Éstas son regla y norma infalible para establecer la conducta cristiana de acuerdo con la eterna e inmutable voluntad de Dios.

 

"A fin de explicar y establecer una decisión final respecto a esta controversia, unánimemente creemos, enseñamos y confesamos que si bien es cierto que los que sinceramente creen en Cristo, se han convertido a Dios y han sido justificados, están libres y exentos de la maldición de la ley, sin embargo, deben observar diariamente la ley del Señor, según está escrito: ‘Bienaventurado el varón que tiene su delicia en la ley de Jehová y medita en ella de día y de noche’ (Salmo 1:2; 119:1, 35, 47, 70, 97). Pues la ley es un espejo en el cual se puede ver exactamente la voluntad de Dios y lo que agrada a él; y por lo tanto los creyentes deben ser enseñados en esa ley y estimulados a guardarla con diligencia y perseverancia.

 

"Pues aunque la ley no fue dada para el justo, como declara el apóstol (1 Ti. 1:9), sino para los transgresores, esto empero no se debe interpretar en el sentido de que los justos han de vivir sin la ley. Pues la ley de Dios fue escrita en sus corazones, y también al primer hombre inmediatamente después de su creación le fue dada una ley para que rigiera su conducta. San Pablo quiere decir (Gálatas 3:13-14; Romanos 6:15; 8:1-2) que la ley no puede aplastar con su maldición a los que se han reconciliado con Dios por medio de Cristo; tampoco puede molestar con su coerción a los regenerados, ya que éstos se complacen en la ley de Dios en el hombre interior.

 

"Lo cierto es que si los hijos creyentes y escogidos de Dios fueron completamente renovados en esta vida mediante la morada del Espíritu Santo de modo que en su naturaleza y todas sus facultades fuesen enteramente libres de pecado, no necesitarían ley alguna y por ende nadie que los hostigue a hacer lo bueno, sino que ellos mismos harían, de su propia iniciativa, sin ninguna instrucción, advertencia, incitación u hostigamiento de la ley, lo que es su deber hacer según la voluntad de Dios; así como el sol, la luna y los demás astros corren su curso libremente, sin ninguna advertencia, incitación, hostigamiento, fuerza o compulsión, según el orden divino que Dios ya les ha señalado; aún más., así como los santos ángeles rinden obediencia enteramente voluntaria.

 

"Los creyentes empero no reciben renovación completa o perfecta en esta vida. Pues aunque su pecado queda cubierto mediante la perfecta obediencia de Cristo, de modo que ese pecado no se atribuye a los creyentes para condenación, y también mediante el Espíritu se empieza la mortificación del viejo Adán y la renovación en el Espíritu de su mente, sin embargo, el viejo Adán aún se adhiere a ellos en la naturaleza de éstos y todas sus facultades internas y externas. Sobre esto ha escrito el apóstol (Romanos 7:18-19, 23; Gálatas 5:17): ‘Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien’. Y: ‘No hago el bien que quiero; mas el que no quiero, eso hago’. Y: ‘Veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros’. Y en Gálatas 5:17 nos dice: ‘El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne: y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis’ (Gálatas 5:17).

 

"Por lo tanto, a causa de estos deseos de la carne los hijos creyentes, escogidos y regenerados de Dios necesitan en esta vida no sólo la diaria instrucción, advertencia y amenaza de la ley, sino también los castigos que ella con frecuencia inflige a fin de que el viejo hombre sea arrojado de ellos y de que ellos sigan al Espíritu de Dios, según está escrito en Salmo 119:71: ‘Bueno me es haber sido humillado para que aprenda tus estatutos’. Y I Corintios 9:27: ‘Golpeo mí cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que, habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado. Y Hebreos 12:8: ‘Si os deja sin disciplina, de la cual todos han sido hechos participantes, entonces sois bastardos, y no hijos’. Esto lo ha explicado el Dr. Lutero admirable y detalladamente en su explicación de la epístola para el 12 domingo después de Trinidad." (FC, DS, VI, 2-9).

 

El significado de este enseñar, advertir, amenazar, hostigar, de la cual se hace mención otra vez también en esta exposición, o sea, que por medio de ello el viejo Adán con sus lascivias carnales sea mantenido en custodio, ya se ha explicado arriba. Aquí este asunto se ve desde otro punto de vista. Se nos dice que los cristianos todavía necesitan los castigos de la ley tanto como otros castigos y plagas por esta razón, "a fin de que el viejo hombre sea arrojado de ellos y que sigan al Espíritu de Dios." Eso no es de entenderse como si la amenaza y el castigo de la ley fuera en sí algo para animar y, por tanto, algo que induzca a la obediencia. No, una persona jamás hace algo bueno siendo constreñido por la ley. Sin embargo, la ley con su enseñanza, advertencia, amenazar, de hecho hace lugar para el evangelio y prepara el camino para ello también en cuanto a la conducta de los cristianos. La ley recuerda al cristiano de su pecar continuo, diario, le inquieta y llega a ser la ocasión para que él busque con nuevo celo la justicia y la santidad. Esta voluntad y este gozo en la obediencia, los cuales, por supuesto, solamente proceden del evangelio, empiezan en el corazón que está lleno de ansiedad a causa de su debilidad inherente.

 

Pero ahora estamos interesados principalmente en aquella parte de la cita de nuestra confesión en donde habla de "la enseñanza de la ley." ¿Realmente es así que los creyentes necesitan la doctrina de la ley para sus buenas obras, siendo incapaces de encontrar el camino recto, y que estarían errando en las tinieblas sin esta doctrina? Es cierto, la ley es una regla y norma de la vida piadosa. Sin embargo, nuestra confesión claramente enseña en cuanto a los creyentes que "el viejo Adán aún se adhiere a ellos," y "porque no son renovados en esta vida perfecta o completamente" que por tanto todavía necesitan "la doctrina de la ley." Enseña que si en su naturaleza fueran totalmente libres del pecado no necesitarían absolutamente ninguna ley, que sin ninguna instrucción de la ley harían lo que es su deber según la voluntad de Dios. Por tanto la ley es regla y norma para la vida de los regenerados en la medida en que no han sido nacidos de nuevo, en la medida en que todavía tienen carne y son carne. El cristiano, en cuanto nacido de nuevo, es impulsado por el Espíritu Santo, a quien ha recibido en el evangelio. Por tanto obra voluntariamente y sin coacción, de su propia libre voluntad, lo que es agradable a Dios, así como el sol, la luna, y todas las constelaciones del cielo brillan por sí mismos y siguen sin obstáculo su curso regular. Así las buenas obras de los cristianos son frutos del Espíritu, frutos que crecen de su misma naturaleza. Pero el Espíritu de Dios, quien gobierna a los hijos de Dios en lo que hacen o no hacen, ciertamente sabe por sí mismo la buena y misericordiosa voluntad de Dios y no necesita ninguna enseñanza, ninguna instrucción. Él guía y dirige e impulsa según su mente y voluntad, y ésta es la mente y voluntad de Dios, y así nos guía a la tierra de justicia y nos enseña a actuar según el agrado de Dios. El es el Espíritu de oración, el Espíritu de gozo y gentileza, el Espíritu de corrección y temor del Señor. El cristiano, por tanto, en cuanto templo del Espíritu Santo, en cuanto el Espíritu Santo ha ganado lugar en él, camina en las sendas de justicia, vive en la ley, la voluntad de Dios, conoce, desea, y hace lo que Dios quiere "sin ninguna doctrina de la ley". Pero en la medida que todavía tiene el viejo Adán, todavía es sujeto al error del pecado y por tanto tiene un mal concepto de lo que debe a Dios y al hombre, y le gusta escoger sus propios caminos y obras, su propia manera de seguir a Dios. Por esta razón todavía necesita "la ley escrita", la enseñanza de la ley, para que no sirva a Dios conforme a sus "propios pensamientos" como lo nota nuestra confesión. La ley expone y condena toda santidad escogida o inventada por uno mismo. Así la ley siempre guarda su curso prescrito, aún cuando sirve a los cristianos como regla y norma de su conducta y vida. Aquí también queda perfectamente legítima la expresión de la Escritura, que la ley fue agregada a causa del pecado.

Jorge Stoeckhardt


LOS PAPELES DE LA LEY Y EL EVANGELIO EN LA CONVERSION




Se tiene que tener en mente la diferencia entre la ley y el evangelio, especialmente el efecto de estas dos palabras distintas, particularmente en la doctrina de la conversión del pecador a Dios. Se distorsiona el camino de la salvación si se pasa por alto esa diferencia, si se confunden la ley y el evangelio.

 

Cuando nuestras confesiones luteranas tratan del asunto de suma importancia del arrepentimiento, o la conversión, distinguen claramente entre lo que Dios efectúa mediante la ley y lo que efectúa por medio el evangelio.

 

En el artículo XII de la Apología, "el arrepentimiento," leemos: "cuando Pablo describe la conversión o renovación, casi siempre menciona estas dos partes: la mortificación y la vivificación." Apología, Artículo XII, párrafo 46. En el texto alemán habla de las dos partes: "que somos muertos al pecado, que sucede por medio de la contrición y sus terrores; y que debemos resucitar con Cristo, lo cual sucede cuando por la fe una vez más obtenemos consolación y vida." Y otra vez: "estas dos partes siempre deben existir en el arrepentimiento: contrición y fe." (Apología, Artículo XII, 57).

 

En los Artículos de Esmalcalda, 111, 3 "sobre el arrepentimiento," Lutero dice: "esto es el rayo de Dios con el cual destruye en conjunto tanto a los pecadores manifiestos como a los falsos santos; a nadie deja ser justo, les infunde a todos el horror y la desesperación. Es el martillo (como dice Jeremías): Mi palabra es como martillo que quebranta la piedra (Jeremías 23:29). Esto no es una activa contritio, una contrición que sería una obra del hombre sino una pasiva contritio, el sincero dolor del corazón, el sufrimiento y sentir la muerte.

 

"Y es así como comienza el verdadero arrepentimiento, debiendo el hombre escuchar la siguiente sentencia: Vosotros todos nada valéis; vosotros ya seáis pecadores manifiestos o santos, debéis llegar a ser otros, de lo que sois ahora, de manera distinta que ahora. Quienes y cuan grandes seáis, sabios, poderosos, y santos, y todo cuanto queráis, aquí no hay nadie justo, etc.

 

"A esta función el Nuevo Testamento agrega inmediatamente la consoladora promesa de la gracia, promesa dada por el evangelio y en la cual hay que creer. Como Cristo dice en el capítulo 1 de Marcos: Arrepentíos y creed en el evangelio (Marcos 1:15). Esto es, haceos otro, y obrad de otra manera, y creed mi promesa. Y antes que él, Juan es llamado un predicador del arrepentimiento, pero para la remisión de los pecados. Esto es, su misión consistía en castigar a todos los hombres y presentarlos como pecadores, para que supiesen lo que eran ante Dios y se reconociesen como hombres perdidos y para que entonces estuviesen preparados para el Señor a recibir la gracia, esperar y aceptar el perdón de los pecados. Cristo mismo lo dijo en el último capítulo de Lucas: Es necesario que se predicasen en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todas las naciones (Lucas 24:47)." (Artículos de Esmalcalda III, III, 1-6)

 

En la Fórmula de Concordia, en la Declaración Sólida, Artículo II "El libre albedrio," la conversión se describe como sigue: "Por lo tanto, Dios, por su inefable bondad y misericordia, ha permitido que se predique públicamente su santa y eterna ley y su hermoso plan respecto a nuestra redención, es decir, el santo y único evangelio salvador de su Hijo eterno, nuestro único Salvador y Redentor Jesucristo; y por medio de esta predicación congrega para sí de entre la raza humana una iglesia eterna y obra en el corazón del hombre el verdadero arrepentimiento y el conocimiento del pecado y la verdadera fe en el Hijo de Dios, Jesucristo" (FC, DS, 11, 50)

 

El verdadero arrepentimiento, o la conversión, luego consiste en esto, que Dios, en primer lugar, por medio de la ley obra en el corazón un conocimiento del pecado, el temor, y el terror de la ira de Dios y el juicio, o, en una palabra, la contrición y arrepentimiento en el sentido limitado. Luego enciende la fe salvadora en el corazón por medio del evangelio de Cristo.

 

Sin embargo, hacemos bien en notar aquí cuál palabra es por medio de la cual realmente se efectúa en el corazón del pecador la conversión, la reforma o la renovación. Solamente por medio del evangelio. Es cierto que Lutero dice en la porci6n citada de los artículos de Esmalcalda, que el arrepentimiento comienza con la contrición, o sea, con la contritio pasiva, y tenemos totalmente razón en definir el arrepentimiento, o la conversión, brevemente como contrición y fe. Pero eso no excluye, más bien incluye, el hecho de que la verdadera renovación sucede en el corazón por medio de la fe, que es obrada en el corazón una nueva vida espiritual primera y únicamente por medio del evangelio. La Apología enfatiza el hecho de que esta renovación sucede por fe. Porque por medio de la fe somos consolados y vivificados y salvos de la muerte y del infierno." (Apología, Artículo XII, 46, texto alemán) Y en el artículo 2 de la Fórmula de la Concordia leemos: "El evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree, y este evangelio predica la justicia." (FC, DS, V, 22) Y en el segundo artículo de la Fórmula de la Concordia leemos que mediante la predicación y consideraci6n del santo evangelio que habla del misericordioso perdón de los pecados en Cristo, se enciende en é1 una chispa de fe" (FC, DS, 11, 54), y que "Dios, en su infinita bondad y misericordia, viene primero a nosotros y hace que su santo evangelio sea predicado. Mediante este santo evangelio, el Espíritu Santo desea obrar y realizar en nosotros esta conversión y renovación, y mediante la predicación y el estudio de su palabra enciende en nosotros la fe y otras virtudes piadosas" (FC, DS, 11, 51).

 

Sí, así es, solamente mediante el evangelio se convierta y se renueva el pecador. Sólo el evangelio nos habla de Cristo, el único Salvador y Redentor, de aquella justicia que Cristo ha merecido, del perdón de los pecados, y de la vida venidera. Por medio de esta predicación, el corazón del pecador es alegrado y consolado, o, lo que es la misma cosa, se enciende en el corazón "una chispa de fe". Sin embargo, cuando tan sólo una chispa de fe brilla en el corazón, entonces, y solamente entonces, el hombre es verdaderamente convertido y renovado. Con esto el entendimiento y la voluntad han sido renovados. La fe es una nueva luz en el corazón, un nuevo conocimiento, confianza salvadora en Dios. De ella fluye el amor hacia Dios y todo lo bueno. Luego se encienden todas las "otras virtudes piadosas" en el corazón. Es solamente la predicación del evangelio que vivifica, que otorga el Espíritu, que suscita vida espiritual piadosa en el corazón. El evangelio es la semilla de la regeneración. Así el evangelio, y solamente el evangelio, es el poder de Dios para salvación. Conforme a esto, Pablo escribe que por medio del evangelio Dios nos ha salvado y ha traído a la luz la vida y la inmortalidad. (2 Timoteo 1:9-10.)

 

Es cierto que el consuelo en la gracia de Dios y la fe no encuentra lugar en ninguna otra parte que en el corazón quebrantado y contrito. El consuelo echa raíz solamente en un corazón aterrorizado. Los que están enfermos tienen necesidad de un médico, no los que están sanos. Uno tiene que estar muerto para poder ser vivificado. Y éste es el oficio y efecto de la ley, que señala la enfermedad del pecado, que mata, que llena con terror, y que causa la ira. Así la contrición, obrada por la ley, es necesaria para el arrepentimiento y la conversión. En otras palabras, la contrición es una parte esencial del arrepentimiento, del proceso de la conversión. Así testifica la Apología, artículo XII: "Y ya que la fe debe traer consuelo y paz en la conciencia... sigue que antes había en la conciencia terror y ansiedad." "Pero, se dice, si aterroriza, es para dar lugar al consuelo y a la vivificación." (Apología XII, 46, Texto alemán 51) Y la Fórmula de Concordia., artículo 5, dice: "Pues el evangelio promulga el perdón de los pecados, no al corazón que se halla en la seguridad carnal, sino al perturbado y penitente." (FC, DS, V, 9) En este sentido el llamamiento al arrepentimiento que fue proclamado por Juan, como Lutero lo señaló, dejó al corazón "preparado para el Señor a recibir la gracia." (Art. de Esm., III, III, 5)

 

La Iglesia papal ha cambiado esta contritio pasiva en una contritio activa, ha convertido la contrición en una obra meritoria del hombre. Y contra estos errores la Apología dice, artículo XII: "Pero el asunto se complica mucho más aún. Enseñan que por la contrición conseguimos la gracia. Si en este contexto, alguien preguntara por qué Saúl, Judas y otros semejantes no consiguieron la gracia, aún cuando se hallaban terriblemente contritos, habría que responderle: Fue con la fe y el evangelio, Judas no creyó, porque no levantó su ánimo con el evangelio y la promesa de Cristo. Porque la fe es lo que hace diferente la contrición de Judas y la de Pedro. Pero nuestros adversarios llevan la cuestión al terreno de la ley, y responden: Fue porque Judas no amó a Dios, sino que temió el castigo. ¿Cuándo, sin embargo, podrá una conciencia aterrorizada, sobre todo en esos momentos de terror verdaderamente serios y graves como los que se describen en los salmos y los profetas y que sin duda experimentan las personas que de verdad se convierten — cuándo podrá esta conciencia juzgar si teme a Dios por causa de Dios mismo o si le teme porque está huyendo de las penas eternas? Estas grandes conmociones pueden distinguirse con letras y palabras, pero en la realidad no se distinguen de la manera como sueñan esos afables sofistas." (Apología, Artículo XII, 8 y 9)

 

El error papista que se menciona y refuta aquí, últimamente ha tomado una forma nueva. Algunos no ven la contrición exactamente como una obra meritoria; no sugieren precisamente que los pecados son lavados por las lágrimas de arrepentimiento; sin embargo ven en tal contrición evocada por la predicación de la ley un impulso verdaderamente bueno, agradable a Dios, el principio de la renovación. La necesidad se convierte en una virtud. El conocimiento del pecado y la sensación de la ira divina son consideras verdadera humildad y temor del Señor. Sí, es posible que el hombre en su tristeza pecaminosa se bañe con satisfacción propia y se jacte de la confesión de su pecado. Muchos se han enorgullecido de lamentar y quejarse de su debilidad pecaminosa y de la profunda corrupción de la naturaleza humana, y en exhibir el rostro y apariencia de pobres pecadores ante el mundo entero.

 

Tales opiniones acerca de la contrición y arrepentimiento son diametralmente opuestas a la doctrina bíblica de la ley y sus efectos. Según las Escrituras la ley fue dada solamente por causa del pecado y no para hacer al hombre piadoso. La Biblia enseña un triple efecto de la ley en los no regenerados, o sea, revelar el pecado y el mal en el hombre, castigar y condenar el pecado, y hasta aumentar e incrementar el pecado. Por la ley es el conocimiento del pecado. La ley obra la ira. "La ley se introdujo para que el pecado abundase" (Romanos 5:20). La ley revela el pecado, convence al pecador de su transgresión y culpa. Y si el pecador ha sido convencido de sus crímenes y de la corrupción total de su naturaleza, si reconoce que no hay nada bueno en él, si se confiesa culpable de ofender cada mandamiento de Dios, ¿cómo luego es tal confesión de culpa en sí algo loable y una virtud? El pecador en quien la ley ha hecho su trabajo, a quien la ley realmente ha encerrado bajo pecado, ve y encuentra, no importa en donde mire, en cada parte de su vida, en su conducta, en su corazón, solamente la noche y las tinieblas del pecado; pero conocer y reconocer este hecho ciertamente no trae luz a su noche, ciertamente no convierte el pecado, el mal, en algo bueno. La ley aterroriza y condena al pecador y lo encierra bajo la ira y el juicio de Dios. La contrición obrada por la ley frecuentemente es llamada brevemente el terror de la ley en nuestras confesiones. Sin embargo, tal terror, la sensación de la ira de Dios, no es verdaderamente en sí misma "una sensación y sentimiento más noble." Esta ira producida por la ley no es una ira imaginaria. Todo el que ha experimentado tales "verdaderos y grandes terrores, que son descritos en los salmos y los profetas," verdaderamente ha experimentado la agonía y el terror del infierno. Cuando, sin embargo, estos condenados al infierno no ven, buscan, sienten nada sino la agonía, la ira y la condenación, y cuando por consiguiente lloran y crujen sus dientes, ¿es eso algo bueno, el deseo para el bien? La ley no ayuda al hombre a hacer el bien, más bien aumenta el pecado real, verdadero, principal, la resistencia a Dios.

 

Nos acordamos una vez más de lo que dice Lutero en los Artículos de Esmalcalda, III, II: "La función principal o virtud de la ley es revelar el pecado original con los frutos y todo lo demás y mostrar al hombre cuán profundo y abismalmente ha caído y está corrompida su naturaleza... Con ello el hombre se espanta, se siente fracasado, desesperado; quisiera ser socorrido y no sabe dónde refugiarse; comienza a ser enemigo de Dios y a murmurar." (Art. Esm., III, III, 4). Eso porque lo que la ley produce en el hombre es terror, depresión, desesperación. Pero la desesperación no es algo que agrada a Dios. El que se desespera no da toda gloria a Dios. Es cierto, la desesperación es diferente del desafío, de la insolencia, de la satisfacción consigo mismo. La ley convierte a pecadores insolentes en pecadores desesperados. Pero el pecador no es de ningún modo mejorado en esta manera; no hay en lo mínimo un principio de la conversión. Tanto la desesperación y el desafío son productos del corazón humano corrupto. La desesperación es tan mala como el desafío. A fin de cuentas, la desesperación no es otra cosa que enemistad contra Dios. Así Lutero, describiendo al pecador encerrado bajo la ley, que ha luchado con la desesperación, dice que "empieza a ser enemigo de Dios y a murmurar." El que ha sido aterrorizado y humillado por la ley se queja contra Dios y se hace su enemigo. También se hace enemigo de sí mismo y odia el pecado en cierto sentido. Abomina y maldice su mala obra. Quisiera nunca haber cometido este o aquel pecado. Sin embargo, no es enemigo del pecado porque es pecado y transgresión; más bien abomina el pecado a causa de sus malas consecuencias, porque le ha echado en la miseria, en la desgracia. Finalmente tal odio, enemistad, antipatía, se dirige contra Dios porque ha dado una ley tan severa y porque carga a su cuenta las transgresiones del hombre y porque ha amenazado vengarse de la transgresión con ira y castigo. Los que experimentan los terrores de la ley realmente están en el infierno. Los condenados en el infierno abominan sus malas obras, quisieran nunca haber vivido, sin embargo, por otro lado son enemigos de Dios y llenos de resentimiento contra él por haberlos llevado a este lugar de tormento.

 

Lo que la Apología dice en la última cita acerca de la contrición de Judas y de Saúl es significante. Ciertamente eran "terriblemente contritos." Saúl sintió temor mortal. La Escritura expresamente testifica que Judas "se arrepintió" a causa de su pecado. Los dos evidentemente fueron hijos de perdición. Después de haber caído de Dios, primero siguieron en sus cegueras y en la insolencia y el orgullo de su corazón. Después fueron zarandeados por el terror de la desesperación, y ningún rayo de luz jamás volvió a entrar en sus almas entenebrecidas. La contrición, que luego siguió, no interrumpió la condición de muerte espiritual ni la aminoró en ninguna forma. La contrición, el terror de la ley, no reforma. Judas es un ejemplo de la contrición tanto como Pedro. No es correcto pensar que la contrición y el dolor de Pedro fueran más intensos que los de Judas. La diferencia entre el arrepentimiento de Pedro y el de Judas estaba en otra parte. La contrición que vemos en Judas no fue una contrición fingida, no una mera contrición de los labios, de la cual el corazón no supo nada. Judas reconoció y sintió el peso aterrorizador y lo enorme de su culpa. Y su pecado constantemente estaba delante de él. Sentía haber traicionado sangre inocente, que había traicionado al Señor de gloria. Cuando devolvió aquellas monedas de plata a los sumos sacerdotes, de ningún modo deseaba por esa acción quitarse su culpa y responsabilidad, más bien los sumos sacerdotes en su actitud no arrepentido, endurecidos rehusaban asumir ninguna parte de esta culpa, diciendo a Judas: "¡Allá tú!" Y con todo eso Judas con toda su contrición no fue en ningún grado mejor que ellos. Al echar las monedas de plata en el templo, luchó con Dios y con el hombre. Y siguió su camino en su desesperación y entregó su alma a la muerte eterna. De este ejemplo aprendemos a cuáles extremos la ley impulsará al hombre.

 

¿Pero no dice Lutero al mismo tiempo del pecador que se desespera bajo la ley que "ansiosamente desea socorro, pero no ve ningún escape?" ¿No es, luego, suscitado un deseo para el auxilio mediante la ley? ¿Y no es tal deseo para la redención el principio de la redención? Es cierto, enseñamos que la primera chispa de deseo para la salvación es fe verdadera. Y donde ésta se ha encendido en el corazón., un cambio y la renovación ya han ocurrido; allí el hombre es convertido. Pero aquí tenemos que distinguir entre deseo y deseo. El deseo para la salvación en Cristo, el suspiro que levanta desde lo profundo a Dios, es el primer impulso de la fe. Pero esto es producido solamente por el evangelio. Hay, sin embargo, un deseo del corazón natural, no convertido, pero éste no se dirige a la gracia de Cristo, a Dios, sino más bien busca alivio de la ansiedad y el dolor de la conciencia, de la ira y del terror. Y este deseo para el auxilio, sin saber de dónde tal auxilio debe venir, este deseo que es muy compatible con la murmuración y la enemistad contra Dios, es evidentemente uno de los últimos efectos de la ley. Se oyen a veces expresiones tales como éstas en sermones que tratan de la conversión del pecador: primero el pecador es convencido de sus pecados por la ley y luego aterrorizado por la ira y la condenación de Dios, y finalmente, no encontrando ningún auxilio y liberación ni dentro ni fuera de sí mismo, vuelve a Dios y ruega por misericordia. En sí mismo eso es hablar correctamente. Sin embargo, tiene que notarse y explicarse claramente que este último efecto, este ruego por la misericordia, ya no es un fruto y efecto de la ley sino más bien ha sido producido por la predicación del evangelio. "¡Ay, como quisiera quitarme de mi tortura y del dolor y de mi mala conciencia!" Este deseo es causado por los terrores de la ley y es lejos de ser una oración o una actitud mental piadosa. Hasta el rico en el infierno todavía expresó la esperanza de que sus hermanos no llegaran a su lugar de tormento. Él mismo deseó ser rescatado si fuera posible. Por otro lado, el grito: "¡Señor ayúdame estoy pereciendo!" se levanta desde un corazón aterrorizado solamente después que ha sido tocado por el evangelio, y es una prueba del hecho de que el evangelio ha echado raíz en el corazón.

 

Lutero describe la contrición obrada por la ley en los Artículos de Esmalcalda y en otras partes como desesperación, enemistad contra Dios. ¿Pero no se contradice Lutero? En sus escritos frecuentemente insiste en tal dolor que fluye del amor a Dios, del amor a la justicia. En su sermón acerca del arrepentimiento, 1517, escribe: "Por lo tanto primero lleva al hombre a amar la justicia, y sin tu enseñanza tendrá dolor por sus pecados; amará a Cristo, y se odiará a sí mismo sin reservas." Y otra vez, "Si tú, sin embargo, deseas ser contrito motivado por el amor para una vida nueva y mejor, estarás verdaderamente contrito, aunque ni un solo hombre fuera contrito, o se arrepintiera, y aunque el mundo entero actuara de un modo diferente, y aunque no hubiera dado atención ni a un solo mandamiento." (Edición de St. Louis X: 1224). Bien, tal contrición que tiene como su fuente el amor a Dios y de lo que es bueno, que odia el pecado por amor a Dios, ciertamente es una actitud buena, agradable a Dios. Pero aquí Lutero no habla de la contrición que es producida por la ley y sus terrores, sino de la contrición en otra etapa. Está hablando de la manera y forma de contrición en el cristiano penitente, creyente, un fruto del evangelio. Explica claramente su significado en el Sermón acerca del Sacramento de la Penitencia., 1518, diciendo: "Donde no hay fe, no hay contrición" (Edición de St. Louis, X, 1941).

 

Eso nos lleva a otro punto en nuestra meditación. Pero primero una palabra final acerca del concepto erróneo, propiamente papista, de la contrición como una virtud, como el principio de la reforma y la conversión. No es otra cosa que la levadura del pelagianismo. Si es sumisión real y voluntaria a la voluntad y juicio de Dios, si la verdadera humildad y temor se encuentran en el hombre antes de la venida del evangelio, luego hay en el hombre algo bueno por naturaleza. Decir que Dios lo efectúa mediante la ley no ayuda el asunto. La ley solamente exige, diciendo lo que el hombre debe hacer, y aplica la maldición y la ira al que no cumpla estas exigencias. La ley no da nada. Solamente revela lo que está en el hombre. Si, por tanto, por medio de la ley y sus terrores el pecador fuera al menos inducido a humillarse bajo el santo Dios y dar la gloria a Dios, luego todo lo que sucedería sería que un buen germen y semilla, latente hasta ese punto, ahora sería traído a la luz, y se desarrollaría. Se haría evidente que a pesar de todo el pecado y la corrupción natural, todavía habría una inclinación e impulso hacia el bien en el hombre. Pero no, no es así. La ley revela que no hay nada bueno en el hombre, sino solamente el pecado, que el hombre es totalmente corrupto, una criatura perdida y condenada. La ley no incita al hombre al bien, a la reforma, sino más bien al pecado y a la transgresión y resistencia contra Dios.

 

Ya hemos tocado el punto de divergencia entre la ley y el evangelio, en donde la ley deja al hombre a su suerte y donde el evangelio llega al socorro del hombre. Después que la ley haya cumplido su oficio, haya llevado al pecador a la desesperación, el evangelio entra en la lucha. Tal vez valga la pena notar que la ley ha cumplido su oficio aunque el pecador no experimente en la misma medida como David, Pedro, María Magdalena "esos verdaderos y grandes terrores que son descritos en los salmos y los profetas." La desesperación frecuentemente se revela solamente como una inquietud interior en el alma, y el "murmurar contra Dios" que la acompaña como una insatisfacción interna. Con todo eso el pecador bajo la influencia de la ley está en enemistad consigo mismo, con el mundo y con Dios, y no ve ningún escape.

 

Y es precisamente en este punto que el evangelio entra. En medio del terror de la ley, en la ansiedad y la desesperación, en la mente inquieta, desesperada, herida, cae ahora un rayo del rostro del Dios de gracia y misericordia por medio de la predicación del evangelio. Una chispa de fe y deseo se enciende en el corazón entenebrecido. Dios planta la semilla de la regeneración en el campo arado. Hasta este punto solamente el pecado y la ira obran en la conciencia del pecador; hasta este punto extiende la contrición de la desesperación, que encuentra su expresión plena en la enemistad concreada contra Dios. "Antes de la regeneración," "antes que el hombre sea convertido," para hablar con la Fórmula de la Concordia, "es y queda un enemigo de Dios." Sí, esta enemistad se dirige también contra el evangelio, "el cual el hombre natural considera locura". Pero ahora este poder maravilloso y la gracia de Dios, la obra potente del Espíritu Santo, que por medio del evangelio hace corazones voluntarios de corazones resistentes, planta el asentimiento a la Palabra en ellos, "de tal manera que el entendimiento entenebrecido se cambia en uno iluminado, y la voluntad perversa en una obediente." (FC, DS, II, 60.) El pecador que hasta ahora ha experimentado solamente el pecado y el terror y la ira de la ley, oye la Palabra de Jesús, el Salvador del pecado. Y por el Espíritu y la gracia de Dios esta palabra enciende una llama en el corazón del pecador. Ha surgido en su corazón una nueva luz de conocimiento. Ahora también sabe algo de la gracia y la misericordia de Dios. Y ahora surge dentro de él, por la obra del Espíritu Santo, el deseo, la esperanza, aunque sea sólo una esperanza débil, temerosa, de que Dios sea misericordioso a él también por los méritos de Cristo. Este deseo, este suspiro se dirige hacia Dios, quien ha sido revelado a é1 en el evangelio. Luego el corazón, la mente y la voluntad del pecador ahora se dirigen hacia Dios. Su voluntad ha sido renovada. El pecador es convertido a Dios. Sea tan débil como fuere su añoranza, su suspiro, su deseo, sin embargo se apropia de y toca a Cristo, el Redentor. Por lo tanto el pecador cree ahora en Cristo y es convertido y salvo por medio de la fe. Tal es el efecto que Dios quiso desde el principio, aún con la predicación de la ley. Al predicar el terror de la ley, Dios solamente quería hacer lugar para el evangelio, "Ut sit locus consolatione et vivificationi." Dios no quiere la muerte del pecador, sino que el pecador se convierta de su mal camino y viva. Tan seriamente como tenemos que subrayar el pensamiento de que la ley obra la ira, y solamente la ira, tan poco como debemos minimizar en nada el terror de la ley, tan enfáticamente tenemos que hacer hincapié en que Juan solamente preparó el camino para Cristo, que Moisés solamente es un siervo en la casa de Dios, pero que Cristo es el Señor, que el evangelio es la palabra segunda y última y decisiva, que es solamente servida por la primera palabra, la de la ley. Nuestros pensamientos, por supuesto, no son capaces de comprender esta palabra doble, contradictoria, el terror de la ley y el consuelo del evangelio, como una palabra. No podemos comprender cómo estas dos palabras y voluntades encuentren lugar en Dios. La ley proclama y revela la ira de Dios. Y la ira revelada por la ley no es una ira imaginaria, sino la ira genuina de Dios, que quema hasta lo más profundo del infierno. Por otro lado, en el evangelio Dios ha revelado su corazón paternal y ha prometido a los pecadores que están totalmente sin defensa, a los condenados, gracia en Cristo, el perdón, la vida y la salvación.

 

Cómo el mismo Dios puede estar airado con los pecadores y al mismo tiempo amarlos es algo que sobrepasa nuestros pensamientos y comprensión. Es aquella gracia de Dios profunda y por lo tanto insondable e incomprensible, que por medio de Cristo ha cambiado el pecado en justicia, la ira y la maldición en bendición y salvación. Aquí tomamos cautivas nuestra razón y creemos acerca de Dios tanto la una cosa como la otra. Creemos y seguimos la Escritura, que nos habla de la palabra y voluntad doble de Dios. Pero conforme a la Escritura, consideramos el evangelio la revelación mayor y más sublime de Dios, a la cual la primera revelación es sujeta y preparatoria. Hablamos de la ley y del evangelio. El evangelio es la segunda y última revelación. Allí queda el asunto. El terror de la ley ha sido extinguido por el evangelio. El que la segunda revelación es más sublime es evidente también del hecho de que es el primero en punto del tiempo. En Gálatas 3:15,16, el apóstol Pablo explica que el pacto de la promesa fue confirmado antes y que la ley solamente fue agregada después.

 

Previamente, describiendo la contrición en su esencia, rechazamos conceptos falsos que limitarían "el terror de la ley." Ahora, hablando de la fe y la relación de la contrición a la fe, de la misma manera tenemos que excluir los conceptos erróneos, los pensamientos no evangélicos. Es un error pensar y enseñar del asunto como si Dios se deleitara en los dolores de conciencia del pecador contrito. Es también erróneo pensar y enseñar que Dios no quiere que el pecador tenga el consuelo del evangelio inmediatamente. Otra vez, es un error pensar que el pecador tiene, al menos en parte, que sufrir é1 mismo el castigo antes que sea imputada la expiación y la satisfacción que Cristo ha ofrecido. No, más bien por medio de la ley Dios hunde a los pecadores seguros en la desesperación, solamente con el propósito de que puedan entender que es un Salvador del pecado, para que puedan comprender el consuelo del perdón.

 

De la misma manera también es un concepto metodista, pietista y no evangélico del arrepentimiento y la conversión requerir un período de mayor o menor extensión de tormenta y lucha, como si el pecador según la voluntad y orden de Dios tuviera que ser ejercido en la escuela de los terrores de la ley antes de poder admitirlo al plano superior de la fe y el estado del hijo. Eso ciertamente sería una curación y ejercicio cuestionable. En medio del terror y la desesperación podría pronto dejar de respirar. Hablando del arrepentimiento, Lutero, en los Artículos de Esmalcalda, III, III, nota: "Sin embargo, cuando la ley ejerce tal función sola, sin el apoyo del evangelio, es la muerte, el infierno, y el hombre debe caer en desesperación, como Saúl y Judas." (Artículos de Esmalcalda III, III, 7) Pero no, no es así y no debe ser así. Tenemos que notar bien lo que Lutero expresa en el mismo contexto: "A esta función el Nuevo Testamento agrega inmediatamente la consoladora promesa de la gracia, promesa dada por el evangelio." (Artículos de Esmalcalda III, III, 4) Pronto se agrega el evangelio a la ley. Tan pronto como la ley haya ejercido su oficio, el evangelio está a la mano e inmediatamente recoge al pecador de la desesperación y la angustia para que no perezca como lo hicieron Saúl y Judas. Dios lleva al infierno, pero inmediatamente saca de allí. En la Fórmula de la Concordia leemos, Declaración Sólida, Artículo V: "Que por la predicación de la ley y sus amenazas, en el ministerio del Nuevo Testamento, los corazones de los impenitentes puedan ser aterrorizados y traídos al conocimiento de sus pecados y al arrepentimiento; pero no de tal manera que a raíz de este procedimiento pierdan el ánimo y se desesperen, sino para que (ya que la ley es un ayo para llevarnos a Cristo... ) sean consolados y fortalecidos más tarde mediante la predicación del santo evangelio de Cristo nuestro Señor'." Por tanto la Fórmula de la Concordia nos recuerda en el mismo artículo: "Desde el principio del mundo estas dos doctrinas se han enseñado siempre en la iglesia de Dios, con su debida distinción." (FC, DS, V, 24,23) En las Escrituras también las dos proclamaciones se acompañan. Todos los mensajes proféticos como también todas las instrucciones y amonestaciones apostólicas contienen ley y evangelio. La ley y el evangelio frecuentemente están íntimamente unidos en una misma oración. Cristo mismo testificó y dijo: "Arrepentios y creed en el evangelio." Tan frecuentemente y tan pronto como el hombre dé oído a la Palabra de Dios, oye las dos voces, la de la ley y la del evangelio. Y Dios está en serio cuando su palabra se nos proclama, está en serio con la proclamación de la ley tanto como con la proclamación del evangelio. Así la Fórmula de la Concordia, al describir el evento de la conversión, resume los dos efectos, el de la ley y el del evangelio, diciendo: "Por estos medios, a saber por la predicación y el oír de la palabra, obra Dios en el hombre, quebranta su corazón y lo atrae a sí mismo, de manera que mediante la predicación de la ley viene el hombre al conocimiento de su pecado y la ira de Dios. Y experimenta en su corazón verdadero terror, contrición y pesar, y mediante la predicación y consideración del santo evangelio que habla del misericordioso perdón de los pecados en Cristo, se enciende en él una chispa de fe, con la cual acepta el perdón de los pecados por causa de Cristo y se consuela a sí mismo en la promesa del evangelio; y de este modo se envía al corazón del hombre el Espíritu Santo que obra todo esto, Gálatas 4:6." (FC, DS, 11, 54) Pero ¿no es cierto que muchos pobres pecadores andan por mucho tiempo bajo la carga de sus pecados, bajo

el yugo de la ley, antes de experimentar nada de los poderes del evangelio? En primer lugar, se tiene que quitar un concepto erróneo. Hay muchos que se engañan en cuanto a su propio arrepentimiento y conversión. En el tiempo en que solamente experimentaba el terror de la ley y nada del consuelo del evangelio, sin embargo suspiraba a Dios para la gracia y la misericordia. Ya entonces estaba encendido en su corazón más que una mínima chispa de fe. En el tiempo en que é1 pensaba que vivía enteramente bajo la ley, ya era un hijo creyente de Dios. Fue convertido, aun cuando se consideraba a sí mismo como no convertido. Sin embargo, es cierto que otros realmente tienen que luchar con la ley, el pecado y la ira por más tiempo antes de llegar a la fe. Pero ellos mismos son la causa de su infeliz condición; Dios no tiene la culpa. Dios no llega demasiado tarde con su evangelio. Cierran su corazón al evangelio. Y es posible que una persona quede en la desesperación hasta el fin y se muera en la desesperación. Tal es la contrición de Judas, una verdadera contrición, pero sin fe. Y tal hombre tiene la culpa él mismo de que no cree. Cuando Judas empezó a entristecerse y lamentar sus pecados, vio como Jesús fue llevado al lugar de su ejecución. Él también había oído el testimonio de Juan: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo." Pero no dio lugar para este testimonio en su corazón. Es la culpa del hombre, no de Dios y del evangelio, si la contrición, la desesperación, el murmurar, la enemistad contra Dios, se aumentan, si la fe nunca entra. No podemos jamás olvidar que el hombre puede en cada paso resistir la obra de Dios. Por medio de la incredulidad puede obstruir el camino del evangelio. Puede también desafiar a la ley de Dios, o se zafa del primer terror de la ley y mata su conciencia alarmada. Así Dios frecuentemente tiene que tocar dos, tres veces, o con más frecuencia con su palabra hasta alcanzar su meta. De otro modo no habría ninguna conversión. Tampoco fuerza Dios a nadie con la ley o con el evangelio. "Y aunque Dios no obliga al hombre a la conversión" para decirlo en las palabras de la Fórmula de la Concordia "no obstante, Dios el Señor atrae al hombre al cual desea convertir", (FC, DS, 11, 60), y atrae en la manera previamente descrita, o sea, llevándolo al arrepentimiento por medio de la predicación de la ley y a la fe por medio de la predicación del evangelio. En el momento de la conversión las dos cosas ocurren simultáneamente, o sea, que la ley, el pecado, la ira, poderosa y vigorosamente se esfuerzan, pero al mismo tiempo tienen que ceder al poder, la eficacia y el consuelo del evangelio.

 

En la conversión., la contrición, que es el terror de la ley, cede al consuelo del evangelio. Sin embargo, eso no quiere decir que la fe obrada por el evangelio ahora completamente elimina del corazón la contrición., la conciencia del pecado, la culpa, el castigo. Todavía tenemos que considerar un último punto si quisiéramos correctamente determinar la relación de la contrición con la fe. Ya la hemos indicado arriba. La fe no anula enteramente la contrición, sino que la cambia en otra cosa. Por la fe el hombre es nacido de nuevo. Y en ese corazón regenerado, la morada del Espíritu Santo, se suscitan toda clase de emociones espirituales. Entre ellas está la contrición. Junto con la fe, "enciende en nosotros otras virtudes piadosas", como la Fórmula de la Concordia lo expresa, (FC, DS, 11, 71). La contrición también es ahora tal virtud piadosa. Aunque el pecador convertido ahora se aferra a Cristo por la fe, aunque su corazón, mente y voluntad se dirigen hacia Dios, sin embargo no puede de una vez olvidar sus pecados anteriores, los cuales ha aprendido a reconocer por medio de la ley. Sin embargo, el pecado, revelado por la ley, ahora aparece en una nueva luz. Ahora se despierta en é1 tristeza piadosa. Le da pesar ahora de que con sus pecados ha ofendido a Dios. Y ahora odia el pecado con todo su corazón, no a causa de sus terribles consecuencias, sino por la cosa misma como algo que es contrario a Dios; odia el pecado por el amor a Dios. En el poder de Dios el Espíritu Santo, quien mora en él, ahora está capacitado para abstenerse de y evitar el pecado. Así por la operación del evangelio, el terror de la ley se ha convertido en una contrición bendita "de que no hay que arrepentirse" (2 Corintios 7:10). Esta contrición, fundada en la fe y el amor de Dios, es aquella contrición genuina de la cual Lutero frecuentemente habla, una actitud agradable a Dios. Es la verdadera humildad y temor del Señor. Tal contrición movió el corazón de Pedro quien salió y lloró amargamente, y de la gran adúltera que mojó los pies de Jesús con sus lágrimas.

 

Desde este punto de vista comenzamos a obtener un entendimiento correcto de los suspiros y las oraciones de arrepentimiento de los santos, por ejemplo de los Salmos penitenciales de David. Cuando la Palabra del Señor había llegado a David por boca del profeta Natán, fue herido y molido por la vara de la ley. Cuando David en sus salmos penitenciales habla de las flechas del Todopoderoso que le han penetrado, de la mano del Señor que pesa sobre él, del hecho de que el Señor ha escondido de él su rostro, y el hecho de que ha sido bajado al hoyo profundo, con eso da prueba de que ha experimentado y sentido aquellas grandes ansiedades y terrores de la ley. Después de que la carga de su culpa y sus obras malas habían caído sobre su conciencia, sin embargo inmediatamente había también oído la voz consoladora del evangelio: "Jehová también te ha quitado tu pecado," y lo había aceptado en fe. Por la fe, como un pecador convertido y perdonado, ahora compone y canta sus salmos penitenciales. Ellos son oraciones. Confiesa sus pecados delante de Dios. Derrama la tristeza de su alma ante él. Pero la oración presupone la fe en Dios. Solamente el creyente puede orar a Dios. David ora e implora a Dios: "Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones." (Salmo 51:1) Esta es una indicación de su actitud hacía Dios. Conoce y reconoce a Dios como el que es misericordioso y piadoso. Se inclinaban hacia él los deseos de su alma. Por tanto creía desde el corazón. Sus oraciones penitenciales y la tristeza piadosa en ellas son el fruto de la fe, fruto del evangelio. Así todos los cristianos penitentes, creyentes, toman sobre sus labios los himnos penitenciales de David y en ellos llevan a Dios un sacrificio de olor agradable. Junto con el publicano en la parábola decimos: "Dios, se propicio a mí, pecador," e indicamos con esto que la gracia de Dios ya ha echado raíz en nuestros corazones.

 

Esta contrición bendita, agradable a Dios, estas tristezas piadosas, fluyen de la fe y otra vez sirven a la fe. ¿Qué más es la fe que el gozo y consuelo de un pobre pecador en la gracia de Dios? Y el crecimiento en la fe consiste en esto, que el pobre pecador aprenda a conocer la profundidad y la anchura de la gracia de Dios constantemente y gane un corazón más gozoso y más consolado. Tal fe, tal gozo en el Señor y su salvación, sin embargo, es ejercicio, aumentado y fortalecido por la tristeza piadosa. Si somos plenamente conscientes de nuestras graves ofensas contra el Dios fiel, le agradeceremos con más fervor el habernos perdonado todos los pecados que hemos cometido contra él.

 

Así vemos el propósito de Dios en todo el procedimiento, o sea, salvar al pecador de sus pecados. El terror de la ley, en las manos de Dios es solamente un medio para este fin saludable. De hecho, Dios no desea ni busca ninguna otra cosa que esto, que su gracia, insondable e ilimitable, sea glorificada y alabada por todos los pecadores en el tiempo y en la eternidad. Y todo lo que ahora hace en el pecador por medio de la ley y el evangelio tiene que servir para alcanzar la meta final, noble, sublime.

 

Jorge Stoeckhardt