Notar
los efectos diferentes de la ley y del evangelio no es de significado meramente
teórico sino también eminentemente práctico. En conclusión, podemos señalar la
manera en que esta diferencia, como la hemos explicado, encuentra la aplicación
en la práctica eclesiástica, en la administración de su oficio de parte del
pastor.
Los
pastores cristianos son llamados y son predicadores del evangelio. El evangelio
caracteriza su oficio y actividad. El propósito y fin de su llamamiento es
salvar a aquellos que los oyen. Sin embargo, es solamente por medio del
evangelio que los hombres son convertidos, renovados, y salvos. Hay predicadores,
hombres serios, que son más bien siervos de Moisés que de Cristo. Entre los
predicadores del avivamiento que al principio del siglo 19 llamaron a la
cristiandad apóstata al arrepentimiento, había muchos que fueron
predominantemente predicadores de la ley. Casi se consumieron en su celo por la
ley del Señor, la cual los hombres estaban pisoteando en sus círculos. Tal vez
estos hombres produjeron una conmoción, excitación y convulsión tremenda. Pero
faltaba un efecto duradero. Esto, sin embargo, no debe sorprendernos; porque
por medio de la ley nada se cambia o se renueva.
Por
otro lado, un pastor evangélico no puede hacer a un lado la ley para que domine
el evangelio. El consuelo y el poder regenerador del evangelio no echa raíz en
corazones fríos, saciados, seguros. Siempre y en todas partes la ley tiene que
hacer lugar y preparar el camino para el evangelio. Por tanto el pastor pierde
el propósito de su vocación si pasa leve y rápidamente sobre la ley. Haciendo
esto daña no solamente la ley, que ciertamente también es una palabra del Dios
vivo, sino especialmente al evangelio. El evangelio se queda flotando en el
aire, por decirlo así, y no se apodera del hombre, no entra en el corazón.
Actualmente hay muchos llamados predicadores evangélicos que se enorgullecen de
predicar el evangelio, pero logran poco con su predicación y práctica
evangélica porque son negligentes del oficio de la ley. Siembran la semilla,
pero han pasado por alto abrir y arar el suelo. No sorprende, entonces, que la
semilla caiga en la tierra y nada más se quede allí. Todas las palabras dulces,
consoladoras se hablan al viento porque esos corazones seguros, saciados, no
las reciben y no pueden recibirlas.
Apliquemos
ahora lo dicho a las funciones más importantes del pastor.
Su
trabajo más importante es el de la predicación. Y la predicación logra su
propósito si la palabra de Dios sencillamente se presenta, se explica y se
aplica a las personas, el tiempo, el lugar y las circunstancias. Si el pastor
sencillamente se queda con la palabra, también dará expresión a, y llevará a la
conciencia, ley y evangelio, estas dos clases de palabra, que se acompañan a
través de todas las Escrituras, y producirá en sus oyentes el resultado doble,
el arrepentimiento y la fe. Entre más consciente esté el pastor del significado
y el efecto peculiar de la ley, más será su celo en ejercer el oficio de
Moisés, para que los pecadores verdaderamente aprendan a conocer su naturaleza
y se aterroricen de la ira y del juicio de Dios.
Pondrá
todo lo humano bajo el pecado y la ira, representará y condenará todo lo que
sea contrario a la ley como obrar mal, y dará a cada pecado su nombre y título
propio, para que se cierre todo escape al hombre que peca, y se quede abierto
solamente un escape, o sea, aquel camino de escape que nos ha sido revelado en
el evangelio. Expondrá aquellos pecados y vicios peculiares de su congregación,
los pecados de la época, los pecados prevalecientes, tales como la avaricia, la
contención la mundanalidad, aún en sus formas más sutiles y atractivas, para
que todos los que lo oigan se sientan heridos y picados en su conciencia.
Y
entre más consciente esté el pastor del significado y efecto peculiar del
evangelio, mayor será su celo para la administración de su verdadero oficio, el
oficio de Cristo, el oficio de consolar, y abrirá a los pecadores, a quienes
nadie puede consolar, para quienes el mundo es demasiado pequeño, a quienes la
ley misma condena, sobre quienes el juicio ha sido pronunciado, el refugio del
evangelio: "Mi Salvador recibe a los pecadores," con el fin de que
los que oigan crean y sean salvos. Libremente proclamará la libre gracia de
Dios revelada en el evangelio y diseñada especialmente para los indignos, los
culpables, y los condenados, con el fin de que los pecadores realmente sean
salvos de sus pecados. Ofrecerá la absolución de todos los pecados y
transgresiones, aun de los más groseros, para que ningún oyente se quede con
las manos vacías. Un pastor, al predicar la severidad y la bondad de Dios a su
congregación, no tiene que entrar en un estado apasionado para hacer reales los
terrores del infierno y la gracia y la salvación del cielo a los que le oyen.
Que sencillamente enseñe y dé testimonio a la ley y el evangelio como son
ilustrados en los ejemplos en la Escritura, y que deje a Dios y a su Espíritu
producir el efecto deseado mediante las dos clases de palabra, ya que él es el
único capaz de hacerlo y ha prometido hacerlo.
Si
el pastor, teniendo en mente los efectos distintos de estas dos clases de
palabras divide debidamente la ley y el evangelio, cada uno de sus oyentes
recibirá su debida porción de carne. Entre sus oyentes habrá personas no
convertidas. Hipócritas, que son cristianos solamente de nombre, se encuentran
en todas partes. Desconocidos, hombres groseros, ignorantes, también a veces se
exponen al sonido de la palabra. Necesitan tanto la ley y el evangelio. Es
necesario que se les enseñe el camino de salvación, el camino de
arrepentimiento y fe. Pero los cristianos creyentes también, aún los más avanzados
entre ellos, todavía necesitan la misma clase de enseñanza e instrucción. Toda
la vida del cristiano es una de arrepentimiento constante. El cristiano tiene
que cubrir el mismo terreno diariamente; siempre tiene que pensar de nuevo de
sus pecados y huir de sus pecados a Cristo. El crecimiento en la fe sucede
mediante la renovación diaria de la fe. Pero la fe nunca encontrará lugar en el
corazón a menos que haya precedido la contrición. Y los cristianos son
santificados por medio de la fe y solamente en la fe. Por tanto la enseñanza y
la predicación de la ley y el evangelio es también la dieta apropiada para los
que viven y andan en la fe. La misma palabra que aterroriza y condena a los
impíos es exactamente el debido golpe y herida para el viejo Adán de los
cristianos. La misma palabra que convierte a los ignorantes y desobedientes
sirve para la edificación, establecimiento, para la renovación y avance de los
convertidos. Si el pastor tan sólo divide correctamente la ley y el evangelio,
si da solamente expresión a cada una de estas dos palabras según su naturaleza
y significado distinto, no tendrá que preocuparse con distinguir y dividir
entre sus oyentes, se le ahorrará la tarea onerosa de clasificar a sus oyentes
y de adecuar cierta porción de su discurso a cada clase.
Todo
depende de la división y separación correcta de la ley y el evangelio. Pero eso
no sucede automáticamente. El asunto requiere examen y estudio. El pastor tiene
que enfrentarse y evitar con sumo cuidado un peligro. Mirando más de cerca a
las partes legales y evangélicas de la palabra que debe predicar a su
congregación, constantemente notará con más claridad que las primeras son de
una naturaleza enteramente diferente de las última,. y siempre está tentado a
construir un puente sobre la brecha entre la ley y el evangelio, mover la línea
de demarcación entre estos dos reinos divididos, ajustar estas dos doctrinas
aparentemente contradictorias. Los predicadores modernos tal vez consideren tal
ajustar y mezclar la ley y el evangelio su habilidad especial. Quieren lograr
algo con su predicación, pero especialmente con la ley; con la advertencia, la
amenaza quisieran reformar a sus oyentes. La predicación de la ley se convierte
en filosofía moral y ética. Y si hay una deficiencia en cumplir la ley, si el
hecho no alcanza las buenas intenciones, entra el consuelo del perdón como una
solución improvisada. Y las promesas del evangelio que aseguran de la vida
eterna se apropian como cierta clase de premios para los que al menos hasta
cierto punto satisfacen las exigencias de la ética cristiana. Así aparentemente
se ha solucionado el problema. La ley y el evangelio son debilitados, y de los
dos se produce un tercer elemento, cierta clase de piedad, que sin embargo es
todo menos la piedad cristiana.
Todos
los pastores que de manera similar buscan reconciliar la ley y el evangelio,
que buscan producir cierta condición moral, ética en sus oyentes, y exigen y
presuponen cierta actitud cuando empiecen con la predicación del evangelio,
impiden la eficacia de la ley tanto como la del evangelio. Producen la idea en
sus oyentes de que el hombre puede por naturaleza satisfacer las exigencias de
la ley hasta cierto punto, y de este modo previenen mirar en la corrupción
insondable de la naturaleza humana, la mirada a las profundidades, el único
lugar desde donde sube el clamor por misericordia. Y pone en la cabeza de sus
oyentes la idea de que siempre tienen que buscar y encontrar algo en sí mismos
antes que puedan apropiarse del don de Dios de la gracia. De esta manera los
privan del consuelo del evangelio e impiden la fe. Porque todo el que no cree
que Dios justifica al impío, libremente, sin costo, sino cree que es necesario
cierta clase de preparación para el don de Dios, jamás creerá en el evangelio
ni se aferrará al don de Dios. Especialmente si está en serio, siempre estará
en duda e incertidumbre en cuanto a si realmente ha cumplido con las
condiciones preliminares.
No;
el terror de la ley, la predicación de la condenación, y el consuelo del
evangelio, la predicación de la salvación, tienen que acompañarse muy de cerca
si el sermón debe tener efecto. Por supuesto, el pastor nunca puede olvidar que
el verdadero fin de su sermón no es el terror y la condenación sino el consuelo
de la salvación, que debe reprobar y aterrorizar solamente para poder levantar,
reformar, y salvar a los que lo oyen. Todas las verdades duras, ásperas,
amargas de que habla la ley son para preparar el camino para el evangelio. El
pastor evangélico nunca se consolará con el pensamiento de que de una vez realmente
ha contado a la gente la verdad sin peros. ¿Para qué servirá tal reprobar si el
pecador no es reformado por ello? Para renovar a los pecadores, para ayudar a
los condenados, el pastor evangélico primeramente azotará y herirá sin
misericordia, sin consideración a sus oyentes, con la severidad inexorable y el
filo cortante de la ley de Moisés. Luego inmediatamente cambiará su voz,
doblará la página, y abrirá el cielo y toda su bienaventuranza en el nombre de
Cristo a las mismas personas sobre quienes acaba de pronunciar el veredicto del
infierno, para que a través del infierno puedan entrar al cielo y, como hijos
redimidos de Dios, de aquí en adelante evitar y quitar de sí mismos aquellos
pecados por los cuales han sido reprobados. Luego también cuando sus sermones
son principalmente reprensión (como es el caso en sermones de arrepentimiento y
discursos confesionales) el pastor cerrará con el evangelio y resaltará
especialmente esta conclusión. De otro modo no obrará otra cosa más que la ira.
Por
otro lado, el ministro del evangelio que quisiera salvar a sus oyentes nunca
comenzará con el evangelio; sus labios no derramarán solamente palabras suaves,
dulces. No es como si tales palabras tal vez exageraran la verdad. Pero el
único bien que reforma y trae la eterna salvación, el evangelio, será derramada
y caerá en el camino; la buena semilla no brotará ni echará raíz a menos que la
ley primero haya arado sus surcos en el corazón. El pastor que predica
solamente el evangelio cierra con llave y pone tranca a la puerta del
evangelio, la gracia y la salvación, a la fe y a la piedad para sus oyentes. El
pastor quien en sus sermones pisa demasiado suavemente, que trata de una manera
demasiado tierna con sus oyentes, consolándose con el pensamiento de haber hecho
el cielo muy atractivo a sus oyentes, de haber traído la gracia de Cristo muy
cerca a ellos, se engaña con un consuelo falso. Ya que no quiso herirse a sí
mismo ni a sus oyentes con las cosas amargas, porque no quiso tocar el asunto
desagradable del pecado, ha arruinado su gusto para la gracia, para la dulzura
del evangelio. ¿De qué sirve toda la dulzura y la salvación si uno no puede
gustar y gozarlo, si no entra en el corazón? Sin embargo, solamente el corazón
alarmado, aterrorizado y herido puede aferrársele y retener el consuelo de
Dios. No; el pastor que no está completamente en serio con la ley tampoco está
en serio con el evangelio.
Otro
ejemplo de la manera en que la ley y el evangelio pueden y deben acompañarse en
el trabajo de la predicación. Tal vez un pastor honesto se entristezca por la
falta de voluntad de su congregación de sacrificarse y busca introducir una
reforma. Si empieza correctamente, atacará el asunto en su fuente y reprenderá
el amor al dinero con indignación. No se logrará nada aquí con unos suspiros de
que las cosas en esta congregación no son como deben de ser y unas débiles
apelaciones al amor cristiano para dar con más liberalidad. No; uno tiene más
bien que picar fuertemente en la herida con la Palabra de Dios y la ley y mostrar
a tales cristianos que el amor al dinero es la raíz de todos los males, que
este lazo de Satanás ya ha causado muchos a errar de la fe, que desde el amor
al dinero crecerán toda clase de codicias dañinas, que traen a los hombres a la
perdición y a la condenación. Pero el ministro del evangelio no lo dejará así.
Sabe que la mera reprensión causará resentimiento en la gente y en el mejor de
los casos les forzará a sacrificios de hipocresía. Por tanto inmediatamente
agregará el evangelio y hablará a sus oyentes del amor ilimitado de Dios, que
no escatimó ni a su propio Hijo unigénito, que no escatimó ningún esfuerzo para
salvar las almas, y amonestará y rogará por la misericordia de Dios a traer
sacrificios de gratitud; y experimentará con gozo que al menos algunos se harán
fructíferos para buenas obras. Tal ruego evangélico solo no impresiona a los
corazones atrapados por el amor al dinero; la mera reprensión, por otro lado,
sí hace una impresión, pero no tiene el resultado deseado, no cambia nada en el
asunto.
El
pastor siempre tendrá en mente el efecto diferente de la ley y el evangelio
también en su cuidado de almas. Hay de hecho una diferencia entre la
predicación y el cuidado pastoral de las almas. La predicación pública está
diseñada para el grupo entero. En el cuidado de las almas el pastor aplica la
palabra al individuo. Y allí tienen que tomar en cuenta la condición espiritual
del individuo, hasta donde pueda formar una opinión acerca de ella de base de
sus palabras y acciones, y aplicar la regla de la predicación de la ley a los
pecadores endurecidos, pero el evangelio a los aterrorizados y entristecidos.
Sin embargo, el pastor que no tiene en mente otra cosa que la salvación del
individuo nunca operará totalmente con una palabra ni con la otra, ni
totalmente con la ley ni totalmente con el evangelio. Nunca mantendrá silencio
acerca del evangelio, que es lo único que trae la salvación; pero primero
aplicará la ley para poder aplicar el evangelio.
En
general, la práctica evangélica del pastor se mostrará en su trato con los
individuos. No les visitará solamente cuando tenga que administrarles alguna
reprensión en especial. Si el pastor se ve en las casas de sus miembros
solamente en tales ocasiones cuando tenga que reprender a los habitantes, pronto
será considerado un moralista, y hace el papel del siervo de Moisés. Un
ministro evangélico usará sus visitas sobre todo como oportunidades directa e
indirectamente para recordar a sus miembros que son los seres humanos más
felices, en que tienen a Cristo y son cristianos, y animarlos a fortalecer su
fe. Pero eso no excluye que en ocasiones adecuadas, como por ejemplo, cuando
anuncian para la Santa Comunión, también llamará la atención a sus miembros a
los pecados comunes del tiempo, de los cuales también son culpables los
cristianos, como por ejemplo, la flojera espiritual, el materialismo la
mundanalidad. Todo lo que sirve para vejar al viejo Adán también sirve para
fortalecer la vida espiritual del hombre nuevo.
Es
cierto, el pastor tiene que ejercer el cuidado de las almas, especialmente con
las que se hallan errando en los caminos equivocados. Aquí el amor salvador
exige acción rápida para evitar que el error se agarre de corazón y mente, para
evitar que el pecado se convierta en costumbre. Mientras trate con una persona
a quien todavía con caridad cristiana puede llamar un hermano, buscará en una
manera amable y con toda humildad reprender a los que yerren y buscará
corregirlos. No es como si pudiéramos y debiéramos tratar del pecado de manera
leve, suave. La ley, que solamente trae el conocimiento del pecado, siempre es
dura y pica la carne y la conciencia. Pero frecuentemente basta un recordatorio
suave para inducir a los cristianos, que todavía tienen al Espíritu Santo, a
juzgarse y reprenderse a sí mismos, y a empujar ellos mismos el espino en su
corazón. Y después que la persona que ha errado ha confesado su error, ésta
tiene necesidad especial de ser fuertemente animado con el evangelio para
fortalecer la débil voluntad, capacitándolo para que de allí en adelante
niegue, deje y evite lo que desagrada a Dios.
Es
obvio que uno tiene que tratar más dura y severamente con la persona caída en
el error que contradice y busca justificarse a sí mismo Y especialmente si uno
tiene que tratar con personas manifiestamente no convertidas, con los que no
son cristianos, y apóstatas, es el deber primero y principal del pastor
proclamar la ira de Dios a ellos, y amontonar sobre ellos la maldición de la
ley. Pero el pastor está en error si piensa que con esto ha cumplido con su
deber. Aunque haya hablado la verdad sin reservas al impío, y ahora se dice:
Animam salvavi, sin embargo con eso no puede tener su conciencia tranquila.
Primero tiene que hacer todo para salvar el alma del pecador. Sin embargo, por
medio de la ley sola ningún pecador se convierte y se salva. Es un error fatal
de parte del pastor reservar el evangelio para una aplicación posterior,
digamos, cuando el corazón haya sido suavizado y quebrantado por la predicación
de la ley. Solamente el evangelio es capaz de quebrantar y así suavizar el
corazón y convertir a hombres involuntarios en hombres voluntarios. Operando
solamente con la reprensión de la ley, la oposición se intensifica. Es el
evangelio que puede quebrantar la oposición. Por tanto, si deseamos convertir y
salvar a los pecadores, tenemos que combinar la ley y el evangelio desde el
principio, no tanto consolando con el evangelio, sino más bien invitando y
atrayendo, para que tan pronto como la conciencia del pecador haya sido herida
por la ley, el evangelio pueda estar a la mano en el mismo momento, listo para
rendir su servicio y desarrollar su poder regenerador. Y cuando notamos
solamente una chispa de contrición y deseo por el perdón y renovación, es
especialmente importante aplicar inmediatamente el evangelio, para que la
renovación, ya comenzada, pueda establecerse firmemente.
La
historia que relata Fresenius de su propia práctica es bien conocida, o sea,
cuando reprochó a un general moribundo, cuya conciencia fue completamente
alarmada acerca de su pecado anterior, con las terribles consecuencias de sus
pecados y la severidad de la ira de Dios. Siguiendo en cavar profundamente con
la ley de Dios aun cuando el pobre pecador se gemía de su carga de deuda y
estaba cerca a la desesperación, Fresenius esperaba día tras día antes de
agregar una migaja de consuelo a sus conversaciones. Dios sí fue muy paciente
en este caso, no tanto con la debilidad del malhechor sino con la del pastor,
en no permitir que el pecador muriera hasta que Fresenius en su graduación de
arrepentimiento al fin llegó al evangelio del Salvador del pecado. De hecho,
eso no solamente es torturar la conciencia, sino también hacer dudosa la
conversión, a menos dilatando y haciendo más difícil la conversión y la
renovación.
Pertenece
a la vocación del pastor familiarizar a los débiles, los enfermos, los que
sufren, los tristes, con la palabra de Dios, especialmente con la palabra del
consuelo. En donde Dios ya ha activado la voz de la ley mediante el castigo y
la aflicción del cuerpo, el pastor no tiene que comenzar otra vez desde el
principio, sino es su oficio alegrar a los corazones atribulados, abatidos, con
el consuelo del evangelio. Es suficiente que se les explique el dedo de Dios a
los que son tan severamente castigados. Nada es tan erróneo para el pastor como
convertir el sermón del funeral en un sermón penitencial. En donde Dios mismo
ya ha hablado tan dura y severamente, la censura humana ya no tiene lugar. Sin
embargo, en donde parecería asunto de la conciencia sobretodo a reprender, por
ejemplo, si el pastor cristiano debe sepultar a los muertos de los incrédulos,
allí está fuera de lugar de todos modos el sermón funerario cristiano. Es
evidente que el pastor cristiano no debe proclamar nada sino el pleno consuelo
del evangelio a los afligidos a quienes sus pecados les están torturando día y
noche.
Una
parte importante del oficio de obispo encomendado a los pastores es el
ejercicio de la disciplina eclesiástica. El pastor a quien le importa de
corazón el bienestar de su congregación, por su parte cuidará de que todas las
cosas se hagan decentemente y en buen orden en la congregación. Cuidará de que
no prevalezcan las prácticas malas, e instruirá a su congregación a ejercer la
disciplina eclesiástica en la manera prescrita por el Señor. Sobre todo, el
pastor tiene que vigilar intensamente de sí mismo, para que obtenga y mantenga
una actitud correcta frente a su congregación. Esta parte de su oficio requiere
sabiduría y comprensión especial, ánimo y determinación. A fin de cuentas, sin
embargo, no la sabiduría, precaución, y energía del pastor, sino solamente la
palabra de Dios tiene que gobernar y decidir. Aquí también todo depende de una
aplicación correcta de la palabra de Dios, de dividir correctamente la ley y el
evangelio. La disciplina eclesiástica cristiana llevará fruto y provecho
solamente si se ejerce de una manera evangélica y no legalista. Sin embargo, es
lejos de ser evangélico si el pastor de una congregación no quiere poner el
dedo en ciertos males de su congregación, si, por temor del daño posible, pasa
por alto ofensas manifiestas contra la palabra de Dios, y suponiéndose sabio
difiere la discusión de cuestiones delicadas para un tiempo más oportuno. La
ley, que no es nuestra palabra sino la de Dios, condena toda manera de
impiedad, y aquellos males que son protegidos de la disciplina y censura de la
ley por eso mismo son quitados también de la mano sanadora del médico, de la
eficacia renovadora del evangelio. La tolerancia falsa, voluntaria, agrava el
mal y obstaculiza la renovación. La práctica de la disciplina eclesiástica se
convierte en algo contrario al evangelio y ruinoso solamente si el pastor y la
congregación se quedan con la ley y el castigo, y no permiten que el evangelio
tenga su día. Si el pastor y la congregación rigurosa y valientemente (en
privado y en público) en el nombre de Dios ataca cada nueva ofensa que Satanás
implanta en su medio, cosas como administrar las cantinas, las logias, y otras
levaduras mundanales; si reprueba y aterroriza con la palabra y la ley de Dios
a las personas involucradas, en privado y en público; si luego buscan ganar,
convertir, por medio del evangelio, presentando el amor misericordioso de Dios,
la gracia salvadora de Cristo Jesús, ciertamente no será enteramente en vano,
porque las ofensas serán refrenadas, y la rectitud cristiana será promovida. Y
si al fin se tienen que excluir elementos corruptos, y finalmente la
congregación tiene que excomulgar a los tales, con eso declaran, que aquellos
pecadores tercos han despreciado todo el consejo de Dios acerca de su
salvación, no solamente la ley con su reprensión, sino, sobre todo el evangelio
de la gracia de Dios.
Hasta
ahora hemos tenido la presuposición de condiciones normales en la congregación.
Pero la práctica pastoral, eclesiástica, tiene que ser esencialmente lo mismo
cuando el pastor tiene que tratar con dificultades especiales. Las condiciones
no deben determinar la palabra de Dios, sino la palabra de Dios debe determinar
las condiciones. El pastor debe predicar y aplicar la palabra de Dios, tanto la
ley y el evangelio, bajo todas circunstancias. En una congregación
comparativamente nueva, no entrenada e ignorante, se toma por dado que tendrá
al principio que hacer la predicación penitencial de Juan y de Moisés. La ley
de Dios primero tiene que cortar la carne indisciplinada antes que se pueda
esperar un fruto espiritual. Pero desde el principio también tiene que sonar
clara y fuertemente el evangelio de la gracia del Salvador de los pecadores.
Cristo tiene que seguir inmediatamente después de Juan. De otra manera la
censura solamente empeorará el asunto. El suelo no cultivado, si es arado
debidamente frecuentemente brotará rápidamente la semilla celestial y producirá
fruto más allá de lo que esperábamos.
Un
campo mucho más difícil es una congregación antigua, entrenada por largo tiempo
en la práctica y el conocimiento cristiano, pero que ahora es saciada, entre
quienes el evangelio ya no parece producir un efecto. Si hay un lugar, es aquí
que los martillazos, los truenos y relámpagos de la ley tienen que pegar los
corazones. A estos espíritus saciados, flojos, orgullosos, se les tienen que
mostrar y probar que delante de Dios su fariseísmo es la mayor abominación de
todas. Sin embargo, finalmente no podemos pasar por alto el hecho de que todo
el mal expuesto por la ley, aún el mayor de todos los males, el disgusto con, y
la saciedad con, el evangelio, realmente es sanado y mejorado solamente por
medio de la predicación del evangelio; o sea, por tanto tiempo que todavía haya
esperanza para el mejoramiento. Sin embargo, ¡alabado sea Dios!, una
congregación incorregible, completamente impenitente, ya no digna del oficio
del ministerio, apenas haya caído a la suerte de alguno de nuestros pastores.
Por tanto confiadamente podernos continuar nuestras labores en la palabra y
perseverar con enseñar, reprender, consolar, confiando en Dios de que tanto la
reprensión de la ley como el consuelo del evangelio tendrán sus efectos
deseados. Amén.
Jorge
Stoeckhardt