viernes, 26 de junio de 2015
jueves, 25 de junio de 2015
CÓDIGOS DE MASCULINIDAD HEGEMÓNICA EN EDUCACIÓN
Enrique
Javier Díez Gutiérrez*
*Profesor
titular, Facultad de Educación, Universidad de León (España).
Síntesis:
En este artículo se hace un análisis de los procesos de construcción de los
códigos de masculinidad tradicional en los chicos, relacionándolos con el campo
educativo y analizando los mecanismos que funcionan en los contextos escolares
para imponerles una visión hegemónica de la masculinidad, heterosexual y
homófoba. Las instituciones educativas y su cultura están siendo, a partir de
la década de 1980, uno de los espacios donde se estudian los procesos sociales
implicados en la construcción de esa masculinidad tradicional hegemónica que se
ha asentado en la socialización de una forma difícil de erradicar. Se hace aquí
un repaso por referentes teóricos a nivel nacional e internacional, para
finalizar apuntando algunas líneas de trabajo educativo para deconstruir los
códigos de esta masculinidad hegemónica en la educación.
Palabras
clave: masculinidad | hombres | códigos de género | cultura escolar.
Masculinidad
hegemónica
De
acuerdo a Kimmel (1997), Connell y Messerschimdt (2005) y Schongut (2012), la
masculinidad hegemónica está asociada a la heterosexualidad y al control del
poder por los hombres; a la renuncia a lo femenino; a la validación de la
homosocialidad -es decir, la relación con sus pares- como la realmente
importante y el canon de comparación; a la aprobación de la homofobia, y al
sostenimiento del (hetero)sexismo (RodríguezMenéndez, 2007).
La noción
de masculinidad hegemónica propone la existencia de diferentes formas de
masculinidad. Además, no todas sus formas se encuentran en la misma posición de
poder, pues el concepto de masculinidad hegemónica se construye siempre en
oposición a varias masculinidades subordinadas, forma de relación que se repite
en su vinculación con las mujeres (Carrigan, Connell y Lee, 1985; Connell,
1987).
Esa
masculinidad hegemónica parece ser siempre definida y socializada desde lo que
no es, en términos de la constante oposición y escrutinio al cual deben ser
sometidos los hombres (Ceballos, 2012), especialmente la heterosexualidad y el
silencio o censura afectiva, requerimientos básicos para la mantención del
estatus.
De esta
forma, Demetriou (2001) identifica dos funciones de la masculinidad hegemónica.
La primera daría cuenta de la «hegemonía externa» de la dominación masculina
sobre las mujeres; la segunda es una «hegemoníainterna » de ascendencia social
de un grupo de hombres sobre todos los otros hombres. Por tanto, la
masculinidad no se construyeúnicamenteen relación a la subordinación femenina,
sino también por la subordinación de otras formas de masculinidades (Demetriou,
2001).
La
masculinidad hegemónica es una estrategia de dominación efectiva en tanto es
invisible y, sobre todo, asumida por los propios sujetos (Connell, 1995;
Connell y Messerschimdt, 2005) y justificada y sostenida por aquellos a quienes
les interesa mantener el modelo social hegemónico, lo cual implica un
consentimiento de una parte importante de la sociedad (Connell, 1987).
Pese a
que el modelo de hombre que propone la masculinidad hegemónica es algo que
pocos alcanzan, muchos otros -que no ocupan esa posición- ayudan a sustentar
este modelo (Schongut, 2012). Esto sucede, principalmente, porque pese a no
ocupar esos primeros peldaños, se benefician de la sumisión de masculinidades
«inferiores» y de la opresión hacia las mujeres. Estos conforman lo que se
denomina la «masculinidadcómplice», una forma complementaria a la masculinidad
hegemónica -de la cual la mayoría de los hombres forman parte-, que sin
practicar de forma explícita y ostentosa la masculinidad hegemónica, aspira y
desea formar parte de ese tipo de masculinidad ejemplar, y que, al hacerlo,
disfruta de una parte del dividendo de las masculinidad hegemónica (Demetriou
2001; Connell y Messerschimdt, 2005). Un ejemplo de ello es la producción
mediática de «masculinidades ejemplares», como son los estereotipos
representados por deportistas, estrellas de cine u otros personajes del ámbito
público (Demetriou, 2001; Bonino, 2002) que se promocionan en los medios y que
los escolares aprenden a coleccionar y admirar.
Los
chicos siguen siendo por tradición socializados escolarmente para desenvolverse
de manera activa en lo público y diferenciarse todo el tiempo de todo aquello
que los pueda inscribir como femeninos o como no heterosexuales. Pero en un
contexto donde de a poco las mujeres también van adquiriendo protagonismo en lo
público, se insertan en el mundo laboral y donde la afectividad ligada a lo
masculino está cambiando, se tienden a generar condiciones que agudizan las
expresiones de estilos masculinos hegemónicos y tradicionales, recurriendo a la
radicalización de uno de sus componentes centrales: el ejercicio de dominio y
control sobre quienes se consideran más débiles: mujeres, niñas y niños y
hombres de posición de prestigio menor (Duarte, 2009). De esta forma, buscan
demostrar y re-afirmar la masculinidad / virilidad perdida, frente a aquellos
que supuestamente cuestionan su lugar en el patriarcado. Viveros (2010)
recuerda que cuando no se tiene nada, la masculinidad se vuelve uno de los
pocos atributos de los que un chico se puede jactar, construyendo identidades
masculinas muchas veces violentas y defensivas.
Lo que
parece, por tanto, es que este arquetipo tradicional de masculinidad, lejos de
estar en declive, se ve hoy reforzado (Connell, 2012), y sigue inspirando la
conducta de los adolescentes y jóvenes, reproduciéndose en los centros
educativos (Lomas, 2007; Peña y Ríos, 2011), que se constituyen en uno de los
sitios principales de formación de masculinidad (Connell, 2001).
Masculinidades
en el ámbito educativo
Las
escuelas han sido reconocidas como contextos sociales clave en la producción de
la masculinidad tradicional hegemónica (Bonino, 1998, 2003; Burin y Meler,
2000; Tomé y Rambla, 2001; Castañeda, 2002; Lomas, 2003b, 2004; Gil Calvo,
2006; Barragán, 1998, 2006; Cantonero, 2006a).
Desde
finales de la década de 1980 se han publicado numerosos trabajos (Askew y Ross,
1988; Welzer-Lang, 1991; Badinter, 1992; Arnot y Weiler, 1993; Killmartin,
1994; Connell, 1995; Kimmel, 1996, 1997; Callirgos, 1996; Valdés y Olavarría,
1997; Bourdieu, 2000) cuya finalidad ha sido tanto analizar los itinerarios
subjetivos y culturales del aprendizaje social de la masculinidad en los
centros educativos, como deconstruir el modo en que la escuela contribuye entre
niños, adolescentes y jóvenes a la construcción de maneras de ser hombres que
en nada favorecen una mayor equidad entre hombres y mujeres. Pero también está
el importante papel que el personal docente desempeña desde el ámbito escolar a
la hora de abordar y contribuir a la consecución de la equidad de género, para
lo cual resultan determinantes sus propias percepciones sobre masculinidad y
feminidad (Martínez-González, RodríguezFernández-Cuevas y Bonell-García, 2014).
Como han
señalado diversas investigaciones (Bosch, Ferrer y Alzamora, 2006), la
asignación diferencial de actividades y roles, segmentando claramente lo que es
propio de los niños y lo que es propio de las niñas, se reproduce también en la
escuela. Así, a los niños se les educa para dominar y progresar en lo público,
mostrar sus logros, talentos y ambiciones como muestra de su valía personal, y
reprimiéndoles los afectos vistos como signos de debilidad y de poca hombría. A
las niñas, por el contrario, se les socializa para la reproducción y para
permanecer en el ámbito privado, y se las educa para la entrega y la renuncia
como signos de su valía personal, reprimiéndoles los deseos de autonomía y
realización personal.
Las
variables principales que configuran la masculinidad tradicional hegemónica en
la escuela se relacionan con la fuerza corporal, el desapego académico, la
ausencia emocional y la «obligatoriedad heterosexual» como aspecto central en
la configuración de la personalidad, así como el afán de control y la
competitividad (Kenway y Fitzclarence, 1997).
El cuerpo
juega un papel fundamental en la construcción de la masculinidad, dado que es
un factor previo en torno al que se generan las diferencias y se naturalizan.
Martino
(2006) analiza el importante papel que juega el cuerpo en la construcción
subjetiva de la masculinidad; los aspectos normativos del tamaño del pene, el
ser atractivo y el no aparentar ningún tipo de desviación a la hegemónica
heterosexualidad. La actividad física permite exhibirlo a través del deporte y
presentarlo ante los demás. Numerosas investigaciones han concedido una
especial relevancia al deporte como estrategia básica de formación de la
masculinidad hegemónica (Chepyator-Thomson y Ennis, 1997; Connell, 1998; Hickey
y Fitzclarence, 1999; Light y Kirk, 2000; Martino, 1999; Parker, 1996; Skelton,
1997, 2000; Swain, 2000, 2003, 2004).
Es
frecuente que en las instituciones educativas jugar bien al fútbol, por
ejemplo, sea un signo de alto estatus dentro de la jerarquía masculina, pues
permite poner en juego valores propios de la masculinidad hegemónica tales como
la competitividad, la agresividad, la disciplina, la fuerza física, el valor
del sufrimiento, la demostración de valor y el riesgo (Swain, 2000, 2003;
Pallotta-Chiarolli, 2006). De hecho, los profesionales del fútbol son
percibidos por los niños como modelos masculinos de deseabilidad social.
Además,
los deportes hegemónicos permiten oponer la masculinidad hegemónica a la
feminidad y a otras formas alternativas de masculinidad. Así, tanto las chicas
como los chicos que no tienen habilidades especiales para su práctica son
continuamente rechazados y relegados del juego (Martino, 1999; Parker, 1996;
Renold, 1997, 2001; Skelton, 2000). El profesorado que desarrolla la educación
física de manera tradicional o que entrena en estos juegos competitivos, tiende
a generar interacciones sociales con los estudiantes que refuerzan los rasgos
básicos de la masculinidad hegemónica (Light y Kirk, 2000).
Pero
también los chicos y las chicas se socializan en diferentes actitudes ante y
hacia la escuela, el trabajo escolar y el propio aprendizaje.
Las
investigaciones realizadas al respecto (Warrington, Younger y Williams, 2000;
Francis, 1999a; Whitelaw, Milosevic y Daniels, 2000) indican la importancia que
tiene para los chicos el aparentar despreocupación por el trabajo escolar, por
su aprendizaje y por los resultados académicos, y ello a causa de un manifiesto
deseo de impresionar o de mantener la aceptación social de sus amigos
masculinos. O, en todo caso, de demostrar que el éxito obtenido es un «logro
sin esfuerzo», expresando con ello que poseen dotes de inteligencia sin esfuerzo
(Jackson, 2002; Martino, 1999; Martino y Pallotta-Chiarolli, 2006; Murphy y
Elwood, 2002; Renold, 2001; Swain, 2004).
Aparecen
así los estereotipos de caracterización de los chicos como desordenados,
desmotivados, distraídos, inquietos y con un mayor despego hacia las normas
escolares, mientras que las chicas son adjetivadas como organizadas, esforzadas
en sus tareas escolares, más centradas en su aprendizaje y más cuidadosas, y
con conductas no tan disruptivas (Francis, 1999b; Warrington, Younger y Williams,
2000; Whitelaw,Milosevic y Daniels, 2000; Younger, Warrington y Williams,
1999).
De este
modo se asientan las bases para un modelo de éxito basado no tanto en el
esfuerzo y el trabajo constante, sino en la brillantez y genialidad personal,
mostrándose los varones antes sus iguales como triunfadores y «ganadores» que
no se han esforzado.
La
masculinidad hegemónica se construye también en los espacios escolares
informales, como el tiempo de ocio entre clases, mostrando y exhibiendo que
poseen grandes conocimientos en materia sexual, heterosexualmente obligatoria,
ante el grupo de iguales (Renold, 2003; Nayak y Kehily, 1997). De esta forma,
los chicos usan el discurso sobre esa forma de sexo, ligada sobre todo a la
genitalidad y desligada de lo emocional, para validar públicamente su
masculinidad.
Las
investigaciones inciden en las fantasías sexuales de sus discursos, en las que
las mujeres se presentan como objetos pasivos de las necesidades y deseos
masculinos (Chambers, Tincknell y Van Loon, 2004; Mac An Ghaill, 1998; Mandel y
Shakeshaft, 2000; Redman, 1996; Renold, 2000; Robinson, 2005; Skelton, 2001).
Pero también hacen gala de gestos sexuales hacia las chicas, insultos y bromas
sexistas y un discurso homofóbico, con el fin de mostrarse como sujetos
sexualmente dominantes y con un abierto rechazo a la homosexualidad (Barragán,
2004; Chambers, Tincknell y Van Loon, 2004; Epstein, 1997; Mac An Ghaill, 1998;
Mandel y Shakeshaft, 2000; Pallotta-Chiarolli, 2006; Nayak y Kehily, 1997;
Pescador, 2004; Redman, 1996; Renold, 2000, 2003). Insultos proferidos mediante
el término «marica» permiten controlar la sexualidad de los chicos y las formas
de masculinidad que ellos pueden adoptar en la escuela. Además, nombrar a otros
con el término «gay» permite consolidar la propia posición. Desde esta
perspectiva, es necesario enfatizar la importancia que los chicos conceden al
mantenimiento de una reputación heterosexual y el miedo que manifiestan a ser
vistos como homosexuales por su grupo de iguales.
En la
construcción de la masculinidad, el componente genérico de la competitividad,
asociada a la fuerza y, en ocasiones, incluso a la violencia 1, es uno de los
ejes centrales por los que los chicos reafirman su masculinidad y hacen latente
su desprecio hacia aquellas personas que se encuentran en una posición
inferior, como es el caso de los homosexuales o las mujeres. La competitividad
es un valor de la hombría, es una demostración de honor y valentía que se
representa a través de la lucha y en la que juegan dos roles importantes, el
fuerte y el débil, el ganador y el perdedor (Connell, 2003; Corsi y Bonino,
2003).
Los
medios de comunicación muestran una versión estereotipada de una representación
hegemónica, donde la figura que impera es la del hombre exitoso, competitivo y
violento, que asienta y amplifica el aprendizaje social y escolar de esos
valores dominantes.
Siguiendo
el análisis de Lomas (2007), podemos constatar cómo el arquetipo tradicional de
la masculinidad hegemónica sigue inspirando la conducta de unos niños y
adolescentes que ven en el ejercicio competitivo del poder y en el desprecio y
rechazo al ámbito escolar una manera de afirmar su identidad masculina frente
al orden femenino de la escuela.
Jugar muy
bien al fútbol, sobresalir en fuerza y en habilidad en los juegos de carácter
competitivo, «tener éxito» con las chicas, aunque ello no signifique apreciar
su amistad ni tener en cuenta sus ideas y sentimientos, hacer gamberradas
evitando el castigo y utilizar palabras y expresiones vulgares y obscenas,
constituyen en este contexto algunas de las acciones cotidianas de los chicos
en las escuelas y en los institutos, que contribuyen a convertir la cultura
masculina del patio y del aula en una cierta ética (y en una cierta épica)
masculina de la transgresión y de la resistencia con respecto al orden escolar
femenino (Lomas, 2007, p. 94).
La escuela
constituye así un espacio simbólico (Bourdieu, 1982) habitado por líderes cuyas
conductas son un reflejo de las conductas y de los valores asociados al modelo
dominante de la masculinidad hegemónica tradicional.
Pese a
algunos cambios y pese a la emergencia de identidades masculinas alternativas a
la masculinidad hegemónica, el arquetipo tradicional de la virilidad sigue
constituyendo aún el referente dominante del aprendizaje social de la
masculinidad de la mayoría de los chicos en las escuelas, y está en el origen
de la mayoría de los episodios de violencia escolar que se dan en nuestras
escuelas e institutos (Lomas, 2007; Surovikina, 2015).
Caracterización
de la masculinidad hegemónica en la escuela
Naturalmente,
esta masculinidad hegemónica necesita ser mantenida y defendida constantemente
(Haywood y MacanGhaill, 1996; Hickey y Fitzclarence, 1999; Kenway y
Fitzclarence, 1997; Nilan, 2000; Pattman, Frosh y Phoneix, 1998; Swain, 2000,
2002, 2003). Por eso se califican las «otras masculinidades» como «desviadas»
del ideal hegemónico; quien participa de ellas puede incurrir en altos costes
emocionales y sociales, siendo calificado de «marginado» (Connell, 1995;
Pattman, Frosh y Phoneix, 1998; Renold, 2004).
En esta
configuración de la masculinidad en la escuela influyen multitud de variables.
La etnia, la clase social, el contexto cultural, la cultura familiar, la
cultura escolar, la edad y la orientación sexual actúan como factores que hacen
de dicha construcción un proceso no lineal y con muchas extensiones y efectos
colaterales (Light y Kirk, 2000; MacanGhaill, 1996; Martino, 1999;
Pallotta-Chiarolli, 2006; Nilan, 2000; Skelton, 1997; Swain, 2004).
También
hay que tener en cuenta la situación contextual, ya que no todas las escuelas
operan con idénticos parámetros, pues cada colegio dispone de su propio régimen
de género (Connell, 1998), que está formado por expectativas, reglas, rutinas y
un orden jerárquico. Todo ello crea diferentes repertorios de acción con
profundos efectos en el proceso de construcción de la masculinidad (Redman,
1996; Skelton, 1996, 1997; Swain, 2002, 2003, 2004). Como explica Swain (2004),
el conjunto de recursos y habilidades de interacción que son precisos para
alcanzar un estatus dominante en la jerarquía masculina de una escuela, no son
necesariamente los mismos que lo facilitan en otra.
Al mismo
tiempo, las investigaciones también señalan la importancia del grupo de
iguales. La configuración de la identidad masculina es una «empresa colectiva»
unida a la adquisición de estatus dentro del grupo de iguales (Swain, 2004),
donde se ponen en juego prácticas sociales y discursivas que sirven para
validar y amplificar la masculinidad hegemónica (Connell, 1989; Ivinson y
Murphy, 2003; Kenway y Fitzclarence, 1997; MacanGhaill, 1996, 1998; Skelton,
1997; Swain, 2002, 2003).
Además
hemos de tener en cuenta que los referentes en los puestos de poder y
responsabilidad que tienen los chicos y las chicas en las escuelas,
especialmente los equipos de dirección, tienden a reproducir los estereotipos
de género, donde los puestos de mando bajos e intermedios son ocupados por las
mujeres mientras que los altos quedan reservados para los hombres (Torres,
1998; Díez, Terrón y Anguita, 2006). Además, existen casos de mujeres
directivas que adoptan estilos masculinos de mando, con la desconexión,
negación o represión de su lado femenino, con tal de conducirse y conducir la
organización según el modelo tradicional patriarcal (Surovikina, 2015, p. 125).
Esto ayuda a la consolidación de ese modelo de masculinidad tradicional
hegemónica en el alumnado, cuyos referentes y modelos de identificación en el
ámbito escolar reproducen los modelos estereotipados de poder tradicionales
(Díez, Terrón y Anguita, 2006).
Si en la
actualidad se sigue considerando un «buen alumno» aquel que se aproxima a la
caracterización masculina propia de la sociedad patriarcal (méritos, empuje,
decisión, competencia), el modelo tradicional del profesor conlleva también la
reproducción de los roles de género tradicionales (Surovikina, 2015). Como
plantean Ullah y Ali (2012), los educadores generan identidades de género /
sexuales y jerarquías de forma que refuerzan la «masculinidad hegemónica » , y
estas relaciones de poder / conocimiento de género acaban convirtiéndose en
conocimiento escolar. Además, numerosas investigaciones (Lang, Greig y Connell,
2009; SánchezSáinz, 2009; Penna, 2012; García, Larena y Miró, 2012) alertan que
tanto los profesionales de la educación en activo como los futuros
profesionales de la educación siguen recibiendo una visión androcéntrica como
neutra y beneficiosa para ambos géneros, y siguen siendo formados en el uso
sexista del lenguaje que mantiene la invisibilidad, exclusión, subordinación y
desvalorización hacia las mujeres.
Lejos de
estar en declive, lo que parece es que el arquetipo tradicional de masculinidad
se ve hoy reforzado por un contexto escolar que sigue menospreciando la cultura
y el saber de las mujeres en sus contenidos escolares, en el uso del lenguaje y
en sus estilos de relación y de convivencia; que potencia unos deportes y
juegos de competición física en los que se justifican estrategias poco
solidarias y cooperativas, si sirven para derrotar al enemigo y vencer, de
acuerdo con un orden simbólico en gran medida equivalente al orden simbólico de
las guerras y del sometimiento de quienes fracasan en el combate (Lomas, 2007;
Peña y Ríos, 2011; Connell, 2012; Surovikina, 2015). Se construye así un
arquetipo viril que se traduce en un varón joven, arriesgado, duro, valiente,
contundente y firme, que reprime la empatía y las reacciones demasiado
afectivas hacia otras personas, mostrando una inusitada intolerancia con otras
formas de masculinidad. Como dice Lozoya (2015), puede que la virilidad haya
perdido su carácter monolítico pero ha ganado profundidad.
Deconstruir
las masculinidades hegemónicas en el ámbito escolar
Así pues,
uno de los nuevos retos de la educación para la igualdad se sitúa ya no solo en
la superación de los arquetipos impuestos femeninos, sino en añadir la
superación de los arquetipos y estereotipos masculinos (Aubert y otros, 2004) y
el deseo que generan, pues parecen seguir dotados en nuestra sociedad de un
peligroso atractivo (Gómez, 2004; Flecha, Puigvert y Redondo, 2005; Duque,
2006; Padrós, 2012; Flecha, Puigvert y Ríos, 2013).
Esto es
algo que debería ser abordado por el sistema educativo, pues trae asociado,
además de efectos positivos en la vida académica del alumnado masculino (Marrs,
Sigler y Brammer, 2012) que no solo supondría cambiar esquemas que le conducen
al fracaso o a la mediocridad escolar –pues ser aplicado académicamente no es
considerado realmente masculino y genera impopularidad entre los chicos como
hemos visto (Phoenix, 2002)– sino que supondría evitar importantes consecuencias
sociales negativas, entre las que destaca el sexismo, la perpetuación de la
homofobia (Penna, 2012) y la violencia de género (Peña y Ríos, 2011).
Ese
arquetipo tradicional de masculinidad, marcado por una manera unidimensional de
ser «hombres de verdad » -sustentada en el ejercicio de la fuerza y del poder,
en la ocultación de los sentimientos, en la ostentación heterosexual, en la
obsesión por el tamaño del pene y por la conquista sexual, por el éxito, y en
la misoginia y en la homofobia- supone un lastre, un riesgo y un perjuicio para
el desarrollo pleno de los chicos en las escuelas. Otras masculinidades
alternativas, heterogéneas y divergentes emergen en las actuales sociedades
multiculturales y complejas (Lomas, 2007). Por eso es urgente que el profesorado
se capacite para trabajar desde una educación que les permita construirse como
hombres y mujeres en una sociedad en la que la igualdad es ya un derecho
(Arconada, 2008).
Díaz-Aguado
y Martín (2011) entienden que esto debe suponer un proceso de desaprendizaje de
la cultura ligada a la masculinidad tradicional hegemónica, avanzando en una
ética del cuidado compartido, de la educación emocional y contra la violencia
de género, en un proceso en que todos y todas ganamos.
La ética
del cuidado compartido pasa por plantear, desde la acción educativa,cómose debe
colaborar para hacer ver que la falta de corresponsabilidad de los hombres en
las tareas domésticas y en el cuidado de las hijas y los hijos no solo es un
robo del tiempo personal de la compañera, sino una forma de abuso y de
pervertir la relación hacia los demás y de forma de vivir a costa de la otra;
una injusticia que no solo dificulta la vida cotidiana, sino que se convierte
en una perfecta estrategia para frenar la igualdad de oportunidades.
Por ello,
el objetivo educativo debe ser el de educar a nuestro alumnado para entender
que todos los miembros de la familia tienen derechos y obligaciones, que la
convivencia debe construirse desde el equilibrio en las responsabilidades
domésticas y en la distribución del tiempo, y que tener habilidades
relacionadas con las tareas domésticas permite autorrealizarse y no depender ni
abusar de nadie. Para esto es necesario introducir esos aprendizajes y
contenidos en el currículo escolar, no como una asignatura de segundo orden
sino como un contenido potente y relevante que sea funcional y significativo en
el proceso educativo.
El modelo
de masculinidad que debemos enseñar en la escuela, y del que debemos dar
ejemplo desde la comunidad educativa, es el del hombre que precisa aumentar sus
conocimientos, habilidades y destrezas para configurase como persona autónoma,
que puede compartir su vida con una mujer libre y no con una esposa que ejerza
de madre sustituta; que puede encargarse de la intendencia doméstica y del
cuidado de las personas, y que defiende que el modelo más justo de unidad de
convivencia no es el de ayudar sino el de la corresponsabilidad doméstica.
Pero no
es suficiente con que la propia escuela no sea sexista, sino que exige
contrarrestar influencias que proceden del resto de la sociedad, deconstruyendo
la historia en el plano cognitivo y analizándola desde la perspectiva de las
diferencias de género, superando la invisibilidad de las mujeres en los
contenidos que se estudian, así como enseñando a detectar y corregir los
estereotipos y distorsiones sexistas. Es preciso introducir en el currículo el
aprendizaje de las tareas que suelen estar asociadas a las mujeres, el aprecio
de los saberes y de los estilos tradicionalmente atribuidos a las mujeres, y
modelos de hombres que se alejen de figuras heroicas, circunscritas a contextos
belicosos; interesarnos por las historias de las personas de a pie y las formas
cotidianas de vidas domésticas y de cuidados, analizando el reparto de los
roles y del poder en cada una de ellas.
Educar a
los chicos en la ética del cuidado de las personas implica también el cuidado
en el uso del lenguaje y del diálogo, en la expresión de los sentimientos y
afectos en el contexto de otras maneras de amar, en la crítica y el rechazo
explícito a las actitudes de menosprecio a las chicas y en la oposición a
cualquier tipo de violencia simbólica, psicológica y física contra las personas
(Lomas, 2007).
Es
urgente para ello poner en marcha acciones educativas específicas con los
chicos, que ayuden a deconstruir las ideas y las conductas asociadas a la
masculinidad hegemónica y, simultáneamente, contribuyan a mostrar otras maneras
de ser hombres ajenas al arquetipo tradicional de la virilidad.
El
currículo escolar no solo enseña conocimientos, sino que también transmite
actitudes y valores. En este contexto, la educación tiene la ineludible tarea
de fomentar una cultura de la equidad y del respeto que trabaje también con los
chicos y los profesores varones.
Por ello,
es esencial construir un escenario escolar cotidiano en el que sea posible, a
través de una adecuada educación sentimental de las alumnas y de los alumnos,
que unas y otros construyan sus diferentes identidades sexuales y culturales,
sin exclusiones y sin privilegios, sin acosos y sin violencias porque los
chicos también lloran (Lomas, 2004, 2007).
Es
necesario aplicar al diseño y desarrollo del currículo propuestas de educación
emocional que enseñen a los chicos a no ocultar su emotividad y a canalizar la
expresión de sus sentimientos, sin que esto suponga la pérdida de control y
poder. Al mismo tiempo, se precisa la deconstrucción en el plano emocional de
la asociación de los supuestos «valores femeninos» a la debilidad y la
sumisión, y de los «valores masculinos» a la fuerza, el control total, la
dureza emocional o la utilización de la violencia.
En su
reproducción o superación tienen una especial influencia los valores observados
en las personas que los y las adolescentes utilizan como modelo de referencia
para construir su identidad, por eso es tan importante el papel del profesorado
y de las personas significativas de la comunidad educativa. De ahí que debamos
promover un cambio radical actitudinal y de percepción ante la violencia: que
los comportamientos violentos se perciban como aberración ocasional, y la
corresponsabilidad en el cuidado se convierta en lo habitual (Lozoya, 2015).
Esto
además implica deconstruir el componente conductual del sexismo asociado a la
tendencia a ejercer la discriminación y la violencia. Para prevenirlo es
preciso enseñar a construir la igualdad desde la práctica, proporcionando
experiencias suficientes de interacción entre alumnos y alumnas, desde un
estatus de igualdad, en las que cooperen entre sí para conseguir objetivos
compartidos y aprendan a superar de forma positiva y educativa los conflictos
que en dicho proceso surgen; es decir, avanzar en la coeducación a través del
aprendizaje cooperativo, e incluir en los planes de mejora de la convivencia
programas integrales de prevención de todo tipo de violencia que incluyan la
violencia de género.
Arconada
(2008) propone un decálogo educativo de centro frente a la violencia de género
que pasa por percibir la violencia de género como un problema social y no
individual; por entender que la base de la violencia es la desigualdad y la
minusvaloración de las mujeres; por afirmar que la igualdad es un derecho, no
una reivindicación; por reconocer que el derecho a una experiencia escolar sin
violencia y una política de tolerancia cero ante los actos de violencia sexista
en el medio escolar forma parte de los derechos humanos; por desarrollar un
proyecto educativo que fomente la autoestima femenina y su capacidad para
construir parejas en igualdad y desde la responsabilidad sobre el propio
proyecto vital; por difundir nuevos modelos masculinos, no basados en los
privilegios contra las mujeres; por repensar los modelos de atractivo y de
enamoramiento, y por favorecer la implicación masculina contra la violencia de
género.
Evidentemente,
no podemos olvidar que este modelo de masculinidad no dominante implica perder
poder y privilegios para los hombres; algo imprescindible si queremos construir
una sociedad en igualdad como mejor garantía frente a cualquier atisbo de
violencia de género, ante la que los alumnos (y profesores) deben posicionarse
de manera explícita. Por ello, el decálogo propuesto termina afirmando:
[…]
queremos que nuestro alumnado crezca conociendo las soluciones contra la
violencia de género, tanto en lo relativo a los apoyos sociales para las
mujeres víctimas de malos tratos como en las penas establecidas contra los
varones maltratadores y, especialmente, en la difusión de experiencias de
mujeres que rehacen su vida después del maltrato y salen ganando dignidad,
seguridad y libertad. La escuela es un espacio específico e imprescindible para
identificar desigualdades por razón de género y para formarse para vivir en
igualdad. El derecho individual y ciudadano de nuestras alumnas y alumnos a ser
capaces de ello no puede ser «objetado » por ningún tipo de integrismo familiar
(Arconada, 2008).
Por
supuesto, estos necesarios cambios cognitivos, emocionales y actitudinales
involucran también al profesorado, tanto en la formación inicial como en la
permanente (Novara, 2003), y a toda la comunidad educativa y social implicada,
puesto que mientras que la educación para la igualdad no sea un reto social y
colectivo, la escuela solo se limitará a una labor poco más que testimonial,
aunque crucial.
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1 Cuando
la violencia simbólica falla, aparecen formas de dominación explícitas
(Bourdieu, 2000) como el caso de la violencia de género, la forma más visible y
salvaje de la dominación masculina, que al tener el mayor gasto económico para
el género masculino solo ocurre cuando se agota el capital simbólico del hombre
(Ramírez, 2005). Pero también la violencia está presente en la escuela, y no
solo entre los chicos, sino que mientras se use el castigo para educar, los
niños aprenderán que es un recurso eficaz para imponer el propio punto de
vista, someter la voluntad del otro y corregir su conducta. Si además se les
dice que es un gran honor defender heroicamente a su país, al tiempo que se les
enseña a ser fuertes y valientes, a no llorar, a negar el miedo y la
vulnerabilidad, a buscar emociones fuertes, a afirmar su ego frente al miedo al
riesgo y a la muerte… la violencia seguirá siendo central en la resolución de
conflictos, e ir a la guerra seguirá siendo la manifestación definitiva de la
masculinidad (Lozoya, 2015).
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