domingo, 22 de agosto de 2021

LOS PAPELES DE LA LEY Y EL EVANGELIO EN LA CONVERSION




Se tiene que tener en mente la diferencia entre la ley y el evangelio, especialmente el efecto de estas dos palabras distintas, particularmente en la doctrina de la conversión del pecador a Dios. Se distorsiona el camino de la salvación si se pasa por alto esa diferencia, si se confunden la ley y el evangelio.

 

Cuando nuestras confesiones luteranas tratan del asunto de suma importancia del arrepentimiento, o la conversión, distinguen claramente entre lo que Dios efectúa mediante la ley y lo que efectúa por medio el evangelio.

 

En el artículo XII de la Apología, "el arrepentimiento," leemos: "cuando Pablo describe la conversión o renovación, casi siempre menciona estas dos partes: la mortificación y la vivificación." Apología, Artículo XII, párrafo 46. En el texto alemán habla de las dos partes: "que somos muertos al pecado, que sucede por medio de la contrición y sus terrores; y que debemos resucitar con Cristo, lo cual sucede cuando por la fe una vez más obtenemos consolación y vida." Y otra vez: "estas dos partes siempre deben existir en el arrepentimiento: contrición y fe." (Apología, Artículo XII, 57).

 

En los Artículos de Esmalcalda, 111, 3 "sobre el arrepentimiento," Lutero dice: "esto es el rayo de Dios con el cual destruye en conjunto tanto a los pecadores manifiestos como a los falsos santos; a nadie deja ser justo, les infunde a todos el horror y la desesperación. Es el martillo (como dice Jeremías): Mi palabra es como martillo que quebranta la piedra (Jeremías 23:29). Esto no es una activa contritio, una contrición que sería una obra del hombre sino una pasiva contritio, el sincero dolor del corazón, el sufrimiento y sentir la muerte.

 

"Y es así como comienza el verdadero arrepentimiento, debiendo el hombre escuchar la siguiente sentencia: Vosotros todos nada valéis; vosotros ya seáis pecadores manifiestos o santos, debéis llegar a ser otros, de lo que sois ahora, de manera distinta que ahora. Quienes y cuan grandes seáis, sabios, poderosos, y santos, y todo cuanto queráis, aquí no hay nadie justo, etc.

 

"A esta función el Nuevo Testamento agrega inmediatamente la consoladora promesa de la gracia, promesa dada por el evangelio y en la cual hay que creer. Como Cristo dice en el capítulo 1 de Marcos: Arrepentíos y creed en el evangelio (Marcos 1:15). Esto es, haceos otro, y obrad de otra manera, y creed mi promesa. Y antes que él, Juan es llamado un predicador del arrepentimiento, pero para la remisión de los pecados. Esto es, su misión consistía en castigar a todos los hombres y presentarlos como pecadores, para que supiesen lo que eran ante Dios y se reconociesen como hombres perdidos y para que entonces estuviesen preparados para el Señor a recibir la gracia, esperar y aceptar el perdón de los pecados. Cristo mismo lo dijo en el último capítulo de Lucas: Es necesario que se predicasen en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todas las naciones (Lucas 24:47)." (Artículos de Esmalcalda III, III, 1-6)

 

En la Fórmula de Concordia, en la Declaración Sólida, Artículo II "El libre albedrio," la conversión se describe como sigue: "Por lo tanto, Dios, por su inefable bondad y misericordia, ha permitido que se predique públicamente su santa y eterna ley y su hermoso plan respecto a nuestra redención, es decir, el santo y único evangelio salvador de su Hijo eterno, nuestro único Salvador y Redentor Jesucristo; y por medio de esta predicación congrega para sí de entre la raza humana una iglesia eterna y obra en el corazón del hombre el verdadero arrepentimiento y el conocimiento del pecado y la verdadera fe en el Hijo de Dios, Jesucristo" (FC, DS, 11, 50)

 

El verdadero arrepentimiento, o la conversión, luego consiste en esto, que Dios, en primer lugar, por medio de la ley obra en el corazón un conocimiento del pecado, el temor, y el terror de la ira de Dios y el juicio, o, en una palabra, la contrición y arrepentimiento en el sentido limitado. Luego enciende la fe salvadora en el corazón por medio del evangelio de Cristo.

 

Sin embargo, hacemos bien en notar aquí cuál palabra es por medio de la cual realmente se efectúa en el corazón del pecador la conversión, la reforma o la renovación. Solamente por medio del evangelio. Es cierto que Lutero dice en la porci6n citada de los artículos de Esmalcalda, que el arrepentimiento comienza con la contrición, o sea, con la contritio pasiva, y tenemos totalmente razón en definir el arrepentimiento, o la conversión, brevemente como contrición y fe. Pero eso no excluye, más bien incluye, el hecho de que la verdadera renovación sucede en el corazón por medio de la fe, que es obrada en el corazón una nueva vida espiritual primera y únicamente por medio del evangelio. La Apología enfatiza el hecho de que esta renovación sucede por fe. Porque por medio de la fe somos consolados y vivificados y salvos de la muerte y del infierno." (Apología, Artículo XII, 46, texto alemán) Y en el artículo 2 de la Fórmula de la Concordia leemos: "El evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree, y este evangelio predica la justicia." (FC, DS, V, 22) Y en el segundo artículo de la Fórmula de la Concordia leemos que mediante la predicación y consideraci6n del santo evangelio que habla del misericordioso perdón de los pecados en Cristo, se enciende en é1 una chispa de fe" (FC, DS, 11, 54), y que "Dios, en su infinita bondad y misericordia, viene primero a nosotros y hace que su santo evangelio sea predicado. Mediante este santo evangelio, el Espíritu Santo desea obrar y realizar en nosotros esta conversión y renovación, y mediante la predicación y el estudio de su palabra enciende en nosotros la fe y otras virtudes piadosas" (FC, DS, 11, 51).

 

Sí, así es, solamente mediante el evangelio se convierta y se renueva el pecador. Sólo el evangelio nos habla de Cristo, el único Salvador y Redentor, de aquella justicia que Cristo ha merecido, del perdón de los pecados, y de la vida venidera. Por medio de esta predicación, el corazón del pecador es alegrado y consolado, o, lo que es la misma cosa, se enciende en el corazón "una chispa de fe". Sin embargo, cuando tan sólo una chispa de fe brilla en el corazón, entonces, y solamente entonces, el hombre es verdaderamente convertido y renovado. Con esto el entendimiento y la voluntad han sido renovados. La fe es una nueva luz en el corazón, un nuevo conocimiento, confianza salvadora en Dios. De ella fluye el amor hacia Dios y todo lo bueno. Luego se encienden todas las "otras virtudes piadosas" en el corazón. Es solamente la predicación del evangelio que vivifica, que otorga el Espíritu, que suscita vida espiritual piadosa en el corazón. El evangelio es la semilla de la regeneración. Así el evangelio, y solamente el evangelio, es el poder de Dios para salvación. Conforme a esto, Pablo escribe que por medio del evangelio Dios nos ha salvado y ha traído a la luz la vida y la inmortalidad. (2 Timoteo 1:9-10.)

 

Es cierto que el consuelo en la gracia de Dios y la fe no encuentra lugar en ninguna otra parte que en el corazón quebrantado y contrito. El consuelo echa raíz solamente en un corazón aterrorizado. Los que están enfermos tienen necesidad de un médico, no los que están sanos. Uno tiene que estar muerto para poder ser vivificado. Y éste es el oficio y efecto de la ley, que señala la enfermedad del pecado, que mata, que llena con terror, y que causa la ira. Así la contrición, obrada por la ley, es necesaria para el arrepentimiento y la conversión. En otras palabras, la contrición es una parte esencial del arrepentimiento, del proceso de la conversión. Así testifica la Apología, artículo XII: "Y ya que la fe debe traer consuelo y paz en la conciencia... sigue que antes había en la conciencia terror y ansiedad." "Pero, se dice, si aterroriza, es para dar lugar al consuelo y a la vivificación." (Apología XII, 46, Texto alemán 51) Y la Fórmula de Concordia., artículo 5, dice: "Pues el evangelio promulga el perdón de los pecados, no al corazón que se halla en la seguridad carnal, sino al perturbado y penitente." (FC, DS, V, 9) En este sentido el llamamiento al arrepentimiento que fue proclamado por Juan, como Lutero lo señaló, dejó al corazón "preparado para el Señor a recibir la gracia." (Art. de Esm., III, III, 5)

 

La Iglesia papal ha cambiado esta contritio pasiva en una contritio activa, ha convertido la contrición en una obra meritoria del hombre. Y contra estos errores la Apología dice, artículo XII: "Pero el asunto se complica mucho más aún. Enseñan que por la contrición conseguimos la gracia. Si en este contexto, alguien preguntara por qué Saúl, Judas y otros semejantes no consiguieron la gracia, aún cuando se hallaban terriblemente contritos, habría que responderle: Fue con la fe y el evangelio, Judas no creyó, porque no levantó su ánimo con el evangelio y la promesa de Cristo. Porque la fe es lo que hace diferente la contrición de Judas y la de Pedro. Pero nuestros adversarios llevan la cuestión al terreno de la ley, y responden: Fue porque Judas no amó a Dios, sino que temió el castigo. ¿Cuándo, sin embargo, podrá una conciencia aterrorizada, sobre todo en esos momentos de terror verdaderamente serios y graves como los que se describen en los salmos y los profetas y que sin duda experimentan las personas que de verdad se convierten — cuándo podrá esta conciencia juzgar si teme a Dios por causa de Dios mismo o si le teme porque está huyendo de las penas eternas? Estas grandes conmociones pueden distinguirse con letras y palabras, pero en la realidad no se distinguen de la manera como sueñan esos afables sofistas." (Apología, Artículo XII, 8 y 9)

 

El error papista que se menciona y refuta aquí, últimamente ha tomado una forma nueva. Algunos no ven la contrición exactamente como una obra meritoria; no sugieren precisamente que los pecados son lavados por las lágrimas de arrepentimiento; sin embargo ven en tal contrición evocada por la predicación de la ley un impulso verdaderamente bueno, agradable a Dios, el principio de la renovación. La necesidad se convierte en una virtud. El conocimiento del pecado y la sensación de la ira divina son consideras verdadera humildad y temor del Señor. Sí, es posible que el hombre en su tristeza pecaminosa se bañe con satisfacción propia y se jacte de la confesión de su pecado. Muchos se han enorgullecido de lamentar y quejarse de su debilidad pecaminosa y de la profunda corrupción de la naturaleza humana, y en exhibir el rostro y apariencia de pobres pecadores ante el mundo entero.

 

Tales opiniones acerca de la contrición y arrepentimiento son diametralmente opuestas a la doctrina bíblica de la ley y sus efectos. Según las Escrituras la ley fue dada solamente por causa del pecado y no para hacer al hombre piadoso. La Biblia enseña un triple efecto de la ley en los no regenerados, o sea, revelar el pecado y el mal en el hombre, castigar y condenar el pecado, y hasta aumentar e incrementar el pecado. Por la ley es el conocimiento del pecado. La ley obra la ira. "La ley se introdujo para que el pecado abundase" (Romanos 5:20). La ley revela el pecado, convence al pecador de su transgresión y culpa. Y si el pecador ha sido convencido de sus crímenes y de la corrupción total de su naturaleza, si reconoce que no hay nada bueno en él, si se confiesa culpable de ofender cada mandamiento de Dios, ¿cómo luego es tal confesión de culpa en sí algo loable y una virtud? El pecador en quien la ley ha hecho su trabajo, a quien la ley realmente ha encerrado bajo pecado, ve y encuentra, no importa en donde mire, en cada parte de su vida, en su conducta, en su corazón, solamente la noche y las tinieblas del pecado; pero conocer y reconocer este hecho ciertamente no trae luz a su noche, ciertamente no convierte el pecado, el mal, en algo bueno. La ley aterroriza y condena al pecador y lo encierra bajo la ira y el juicio de Dios. La contrición obrada por la ley frecuentemente es llamada brevemente el terror de la ley en nuestras confesiones. Sin embargo, tal terror, la sensación de la ira de Dios, no es verdaderamente en sí misma "una sensación y sentimiento más noble." Esta ira producida por la ley no es una ira imaginaria. Todo el que ha experimentado tales "verdaderos y grandes terrores, que son descritos en los salmos y los profetas," verdaderamente ha experimentado la agonía y el terror del infierno. Cuando, sin embargo, estos condenados al infierno no ven, buscan, sienten nada sino la agonía, la ira y la condenación, y cuando por consiguiente lloran y crujen sus dientes, ¿es eso algo bueno, el deseo para el bien? La ley no ayuda al hombre a hacer el bien, más bien aumenta el pecado real, verdadero, principal, la resistencia a Dios.

 

Nos acordamos una vez más de lo que dice Lutero en los Artículos de Esmalcalda, III, II: "La función principal o virtud de la ley es revelar el pecado original con los frutos y todo lo demás y mostrar al hombre cuán profundo y abismalmente ha caído y está corrompida su naturaleza... Con ello el hombre se espanta, se siente fracasado, desesperado; quisiera ser socorrido y no sabe dónde refugiarse; comienza a ser enemigo de Dios y a murmurar." (Art. Esm., III, III, 4). Eso porque lo que la ley produce en el hombre es terror, depresión, desesperación. Pero la desesperación no es algo que agrada a Dios. El que se desespera no da toda gloria a Dios. Es cierto, la desesperación es diferente del desafío, de la insolencia, de la satisfacción consigo mismo. La ley convierte a pecadores insolentes en pecadores desesperados. Pero el pecador no es de ningún modo mejorado en esta manera; no hay en lo mínimo un principio de la conversión. Tanto la desesperación y el desafío son productos del corazón humano corrupto. La desesperación es tan mala como el desafío. A fin de cuentas, la desesperación no es otra cosa que enemistad contra Dios. Así Lutero, describiendo al pecador encerrado bajo la ley, que ha luchado con la desesperación, dice que "empieza a ser enemigo de Dios y a murmurar." El que ha sido aterrorizado y humillado por la ley se queja contra Dios y se hace su enemigo. También se hace enemigo de sí mismo y odia el pecado en cierto sentido. Abomina y maldice su mala obra. Quisiera nunca haber cometido este o aquel pecado. Sin embargo, no es enemigo del pecado porque es pecado y transgresión; más bien abomina el pecado a causa de sus malas consecuencias, porque le ha echado en la miseria, en la desgracia. Finalmente tal odio, enemistad, antipatía, se dirige contra Dios porque ha dado una ley tan severa y porque carga a su cuenta las transgresiones del hombre y porque ha amenazado vengarse de la transgresión con ira y castigo. Los que experimentan los terrores de la ley realmente están en el infierno. Los condenados en el infierno abominan sus malas obras, quisieran nunca haber vivido, sin embargo, por otro lado son enemigos de Dios y llenos de resentimiento contra él por haberlos llevado a este lugar de tormento.

 

Lo que la Apología dice en la última cita acerca de la contrición de Judas y de Saúl es significante. Ciertamente eran "terriblemente contritos." Saúl sintió temor mortal. La Escritura expresamente testifica que Judas "se arrepintió" a causa de su pecado. Los dos evidentemente fueron hijos de perdición. Después de haber caído de Dios, primero siguieron en sus cegueras y en la insolencia y el orgullo de su corazón. Después fueron zarandeados por el terror de la desesperación, y ningún rayo de luz jamás volvió a entrar en sus almas entenebrecidas. La contrición, que luego siguió, no interrumpió la condición de muerte espiritual ni la aminoró en ninguna forma. La contrición, el terror de la ley, no reforma. Judas es un ejemplo de la contrición tanto como Pedro. No es correcto pensar que la contrición y el dolor de Pedro fueran más intensos que los de Judas. La diferencia entre el arrepentimiento de Pedro y el de Judas estaba en otra parte. La contrición que vemos en Judas no fue una contrición fingida, no una mera contrición de los labios, de la cual el corazón no supo nada. Judas reconoció y sintió el peso aterrorizador y lo enorme de su culpa. Y su pecado constantemente estaba delante de él. Sentía haber traicionado sangre inocente, que había traicionado al Señor de gloria. Cuando devolvió aquellas monedas de plata a los sumos sacerdotes, de ningún modo deseaba por esa acción quitarse su culpa y responsabilidad, más bien los sumos sacerdotes en su actitud no arrepentido, endurecidos rehusaban asumir ninguna parte de esta culpa, diciendo a Judas: "¡Allá tú!" Y con todo eso Judas con toda su contrición no fue en ningún grado mejor que ellos. Al echar las monedas de plata en el templo, luchó con Dios y con el hombre. Y siguió su camino en su desesperación y entregó su alma a la muerte eterna. De este ejemplo aprendemos a cuáles extremos la ley impulsará al hombre.

 

¿Pero no dice Lutero al mismo tiempo del pecador que se desespera bajo la ley que "ansiosamente desea socorro, pero no ve ningún escape?" ¿No es, luego, suscitado un deseo para el auxilio mediante la ley? ¿Y no es tal deseo para la redención el principio de la redención? Es cierto, enseñamos que la primera chispa de deseo para la salvación es fe verdadera. Y donde ésta se ha encendido en el corazón., un cambio y la renovación ya han ocurrido; allí el hombre es convertido. Pero aquí tenemos que distinguir entre deseo y deseo. El deseo para la salvación en Cristo, el suspiro que levanta desde lo profundo a Dios, es el primer impulso de la fe. Pero esto es producido solamente por el evangelio. Hay, sin embargo, un deseo del corazón natural, no convertido, pero éste no se dirige a la gracia de Cristo, a Dios, sino más bien busca alivio de la ansiedad y el dolor de la conciencia, de la ira y del terror. Y este deseo para el auxilio, sin saber de dónde tal auxilio debe venir, este deseo que es muy compatible con la murmuración y la enemistad contra Dios, es evidentemente uno de los últimos efectos de la ley. Se oyen a veces expresiones tales como éstas en sermones que tratan de la conversión del pecador: primero el pecador es convencido de sus pecados por la ley y luego aterrorizado por la ira y la condenación de Dios, y finalmente, no encontrando ningún auxilio y liberación ni dentro ni fuera de sí mismo, vuelve a Dios y ruega por misericordia. En sí mismo eso es hablar correctamente. Sin embargo, tiene que notarse y explicarse claramente que este último efecto, este ruego por la misericordia, ya no es un fruto y efecto de la ley sino más bien ha sido producido por la predicación del evangelio. "¡Ay, como quisiera quitarme de mi tortura y del dolor y de mi mala conciencia!" Este deseo es causado por los terrores de la ley y es lejos de ser una oración o una actitud mental piadosa. Hasta el rico en el infierno todavía expresó la esperanza de que sus hermanos no llegaran a su lugar de tormento. Él mismo deseó ser rescatado si fuera posible. Por otro lado, el grito: "¡Señor ayúdame estoy pereciendo!" se levanta desde un corazón aterrorizado solamente después que ha sido tocado por el evangelio, y es una prueba del hecho de que el evangelio ha echado raíz en el corazón.

 

Lutero describe la contrición obrada por la ley en los Artículos de Esmalcalda y en otras partes como desesperación, enemistad contra Dios. ¿Pero no se contradice Lutero? En sus escritos frecuentemente insiste en tal dolor que fluye del amor a Dios, del amor a la justicia. En su sermón acerca del arrepentimiento, 1517, escribe: "Por lo tanto primero lleva al hombre a amar la justicia, y sin tu enseñanza tendrá dolor por sus pecados; amará a Cristo, y se odiará a sí mismo sin reservas." Y otra vez, "Si tú, sin embargo, deseas ser contrito motivado por el amor para una vida nueva y mejor, estarás verdaderamente contrito, aunque ni un solo hombre fuera contrito, o se arrepintiera, y aunque el mundo entero actuara de un modo diferente, y aunque no hubiera dado atención ni a un solo mandamiento." (Edición de St. Louis X: 1224). Bien, tal contrición que tiene como su fuente el amor a Dios y de lo que es bueno, que odia el pecado por amor a Dios, ciertamente es una actitud buena, agradable a Dios. Pero aquí Lutero no habla de la contrición que es producida por la ley y sus terrores, sino de la contrición en otra etapa. Está hablando de la manera y forma de contrición en el cristiano penitente, creyente, un fruto del evangelio. Explica claramente su significado en el Sermón acerca del Sacramento de la Penitencia., 1518, diciendo: "Donde no hay fe, no hay contrición" (Edición de St. Louis, X, 1941).

 

Eso nos lleva a otro punto en nuestra meditación. Pero primero una palabra final acerca del concepto erróneo, propiamente papista, de la contrición como una virtud, como el principio de la reforma y la conversión. No es otra cosa que la levadura del pelagianismo. Si es sumisión real y voluntaria a la voluntad y juicio de Dios, si la verdadera humildad y temor se encuentran en el hombre antes de la venida del evangelio, luego hay en el hombre algo bueno por naturaleza. Decir que Dios lo efectúa mediante la ley no ayuda el asunto. La ley solamente exige, diciendo lo que el hombre debe hacer, y aplica la maldición y la ira al que no cumpla estas exigencias. La ley no da nada. Solamente revela lo que está en el hombre. Si, por tanto, por medio de la ley y sus terrores el pecador fuera al menos inducido a humillarse bajo el santo Dios y dar la gloria a Dios, luego todo lo que sucedería sería que un buen germen y semilla, latente hasta ese punto, ahora sería traído a la luz, y se desarrollaría. Se haría evidente que a pesar de todo el pecado y la corrupción natural, todavía habría una inclinación e impulso hacia el bien en el hombre. Pero no, no es así. La ley revela que no hay nada bueno en el hombre, sino solamente el pecado, que el hombre es totalmente corrupto, una criatura perdida y condenada. La ley no incita al hombre al bien, a la reforma, sino más bien al pecado y a la transgresión y resistencia contra Dios.

 

Ya hemos tocado el punto de divergencia entre la ley y el evangelio, en donde la ley deja al hombre a su suerte y donde el evangelio llega al socorro del hombre. Después que la ley haya cumplido su oficio, haya llevado al pecador a la desesperación, el evangelio entra en la lucha. Tal vez valga la pena notar que la ley ha cumplido su oficio aunque el pecador no experimente en la misma medida como David, Pedro, María Magdalena "esos verdaderos y grandes terrores que son descritos en los salmos y los profetas." La desesperación frecuentemente se revela solamente como una inquietud interior en el alma, y el "murmurar contra Dios" que la acompaña como una insatisfacción interna. Con todo eso el pecador bajo la influencia de la ley está en enemistad consigo mismo, con el mundo y con Dios, y no ve ningún escape.

 

Y es precisamente en este punto que el evangelio entra. En medio del terror de la ley, en la ansiedad y la desesperación, en la mente inquieta, desesperada, herida, cae ahora un rayo del rostro del Dios de gracia y misericordia por medio de la predicación del evangelio. Una chispa de fe y deseo se enciende en el corazón entenebrecido. Dios planta la semilla de la regeneración en el campo arado. Hasta este punto solamente el pecado y la ira obran en la conciencia del pecador; hasta este punto extiende la contrición de la desesperación, que encuentra su expresión plena en la enemistad concreada contra Dios. "Antes de la regeneración," "antes que el hombre sea convertido," para hablar con la Fórmula de la Concordia, "es y queda un enemigo de Dios." Sí, esta enemistad se dirige también contra el evangelio, "el cual el hombre natural considera locura". Pero ahora este poder maravilloso y la gracia de Dios, la obra potente del Espíritu Santo, que por medio del evangelio hace corazones voluntarios de corazones resistentes, planta el asentimiento a la Palabra en ellos, "de tal manera que el entendimiento entenebrecido se cambia en uno iluminado, y la voluntad perversa en una obediente." (FC, DS, II, 60.) El pecador que hasta ahora ha experimentado solamente el pecado y el terror y la ira de la ley, oye la Palabra de Jesús, el Salvador del pecado. Y por el Espíritu y la gracia de Dios esta palabra enciende una llama en el corazón del pecador. Ha surgido en su corazón una nueva luz de conocimiento. Ahora también sabe algo de la gracia y la misericordia de Dios. Y ahora surge dentro de él, por la obra del Espíritu Santo, el deseo, la esperanza, aunque sea sólo una esperanza débil, temerosa, de que Dios sea misericordioso a él también por los méritos de Cristo. Este deseo, este suspiro se dirige hacia Dios, quien ha sido revelado a é1 en el evangelio. Luego el corazón, la mente y la voluntad del pecador ahora se dirigen hacia Dios. Su voluntad ha sido renovada. El pecador es convertido a Dios. Sea tan débil como fuere su añoranza, su suspiro, su deseo, sin embargo se apropia de y toca a Cristo, el Redentor. Por lo tanto el pecador cree ahora en Cristo y es convertido y salvo por medio de la fe. Tal es el efecto que Dios quiso desde el principio, aún con la predicación de la ley. Al predicar el terror de la ley, Dios solamente quería hacer lugar para el evangelio, "Ut sit locus consolatione et vivificationi." Dios no quiere la muerte del pecador, sino que el pecador se convierta de su mal camino y viva. Tan seriamente como tenemos que subrayar el pensamiento de que la ley obra la ira, y solamente la ira, tan poco como debemos minimizar en nada el terror de la ley, tan enfáticamente tenemos que hacer hincapié en que Juan solamente preparó el camino para Cristo, que Moisés solamente es un siervo en la casa de Dios, pero que Cristo es el Señor, que el evangelio es la palabra segunda y última y decisiva, que es solamente servida por la primera palabra, la de la ley. Nuestros pensamientos, por supuesto, no son capaces de comprender esta palabra doble, contradictoria, el terror de la ley y el consuelo del evangelio, como una palabra. No podemos comprender cómo estas dos palabras y voluntades encuentren lugar en Dios. La ley proclama y revela la ira de Dios. Y la ira revelada por la ley no es una ira imaginaria, sino la ira genuina de Dios, que quema hasta lo más profundo del infierno. Por otro lado, en el evangelio Dios ha revelado su corazón paternal y ha prometido a los pecadores que están totalmente sin defensa, a los condenados, gracia en Cristo, el perdón, la vida y la salvación.

 

Cómo el mismo Dios puede estar airado con los pecadores y al mismo tiempo amarlos es algo que sobrepasa nuestros pensamientos y comprensión. Es aquella gracia de Dios profunda y por lo tanto insondable e incomprensible, que por medio de Cristo ha cambiado el pecado en justicia, la ira y la maldición en bendición y salvación. Aquí tomamos cautivas nuestra razón y creemos acerca de Dios tanto la una cosa como la otra. Creemos y seguimos la Escritura, que nos habla de la palabra y voluntad doble de Dios. Pero conforme a la Escritura, consideramos el evangelio la revelación mayor y más sublime de Dios, a la cual la primera revelación es sujeta y preparatoria. Hablamos de la ley y del evangelio. El evangelio es la segunda y última revelación. Allí queda el asunto. El terror de la ley ha sido extinguido por el evangelio. El que la segunda revelación es más sublime es evidente también del hecho de que es el primero en punto del tiempo. En Gálatas 3:15,16, el apóstol Pablo explica que el pacto de la promesa fue confirmado antes y que la ley solamente fue agregada después.

 

Previamente, describiendo la contrición en su esencia, rechazamos conceptos falsos que limitarían "el terror de la ley." Ahora, hablando de la fe y la relación de la contrición a la fe, de la misma manera tenemos que excluir los conceptos erróneos, los pensamientos no evangélicos. Es un error pensar y enseñar del asunto como si Dios se deleitara en los dolores de conciencia del pecador contrito. Es también erróneo pensar y enseñar que Dios no quiere que el pecador tenga el consuelo del evangelio inmediatamente. Otra vez, es un error pensar que el pecador tiene, al menos en parte, que sufrir é1 mismo el castigo antes que sea imputada la expiación y la satisfacción que Cristo ha ofrecido. No, más bien por medio de la ley Dios hunde a los pecadores seguros en la desesperación, solamente con el propósito de que puedan entender que es un Salvador del pecado, para que puedan comprender el consuelo del perdón.

 

De la misma manera también es un concepto metodista, pietista y no evangélico del arrepentimiento y la conversión requerir un período de mayor o menor extensión de tormenta y lucha, como si el pecador según la voluntad y orden de Dios tuviera que ser ejercido en la escuela de los terrores de la ley antes de poder admitirlo al plano superior de la fe y el estado del hijo. Eso ciertamente sería una curación y ejercicio cuestionable. En medio del terror y la desesperación podría pronto dejar de respirar. Hablando del arrepentimiento, Lutero, en los Artículos de Esmalcalda, III, III, nota: "Sin embargo, cuando la ley ejerce tal función sola, sin el apoyo del evangelio, es la muerte, el infierno, y el hombre debe caer en desesperación, como Saúl y Judas." (Artículos de Esmalcalda III, III, 7) Pero no, no es así y no debe ser así. Tenemos que notar bien lo que Lutero expresa en el mismo contexto: "A esta función el Nuevo Testamento agrega inmediatamente la consoladora promesa de la gracia, promesa dada por el evangelio." (Artículos de Esmalcalda III, III, 4) Pronto se agrega el evangelio a la ley. Tan pronto como la ley haya ejercido su oficio, el evangelio está a la mano e inmediatamente recoge al pecador de la desesperación y la angustia para que no perezca como lo hicieron Saúl y Judas. Dios lleva al infierno, pero inmediatamente saca de allí. En la Fórmula de la Concordia leemos, Declaración Sólida, Artículo V: "Que por la predicación de la ley y sus amenazas, en el ministerio del Nuevo Testamento, los corazones de los impenitentes puedan ser aterrorizados y traídos al conocimiento de sus pecados y al arrepentimiento; pero no de tal manera que a raíz de este procedimiento pierdan el ánimo y se desesperen, sino para que (ya que la ley es un ayo para llevarnos a Cristo... ) sean consolados y fortalecidos más tarde mediante la predicación del santo evangelio de Cristo nuestro Señor'." Por tanto la Fórmula de la Concordia nos recuerda en el mismo artículo: "Desde el principio del mundo estas dos doctrinas se han enseñado siempre en la iglesia de Dios, con su debida distinción." (FC, DS, V, 24,23) En las Escrituras también las dos proclamaciones se acompañan. Todos los mensajes proféticos como también todas las instrucciones y amonestaciones apostólicas contienen ley y evangelio. La ley y el evangelio frecuentemente están íntimamente unidos en una misma oración. Cristo mismo testificó y dijo: "Arrepentios y creed en el evangelio." Tan frecuentemente y tan pronto como el hombre dé oído a la Palabra de Dios, oye las dos voces, la de la ley y la del evangelio. Y Dios está en serio cuando su palabra se nos proclama, está en serio con la proclamación de la ley tanto como con la proclamación del evangelio. Así la Fórmula de la Concordia, al describir el evento de la conversión, resume los dos efectos, el de la ley y el del evangelio, diciendo: "Por estos medios, a saber por la predicación y el oír de la palabra, obra Dios en el hombre, quebranta su corazón y lo atrae a sí mismo, de manera que mediante la predicación de la ley viene el hombre al conocimiento de su pecado y la ira de Dios. Y experimenta en su corazón verdadero terror, contrición y pesar, y mediante la predicación y consideración del santo evangelio que habla del misericordioso perdón de los pecados en Cristo, se enciende en él una chispa de fe, con la cual acepta el perdón de los pecados por causa de Cristo y se consuela a sí mismo en la promesa del evangelio; y de este modo se envía al corazón del hombre el Espíritu Santo que obra todo esto, Gálatas 4:6." (FC, DS, 11, 54) Pero ¿no es cierto que muchos pobres pecadores andan por mucho tiempo bajo la carga de sus pecados, bajo

el yugo de la ley, antes de experimentar nada de los poderes del evangelio? En primer lugar, se tiene que quitar un concepto erróneo. Hay muchos que se engañan en cuanto a su propio arrepentimiento y conversión. En el tiempo en que solamente experimentaba el terror de la ley y nada del consuelo del evangelio, sin embargo suspiraba a Dios para la gracia y la misericordia. Ya entonces estaba encendido en su corazón más que una mínima chispa de fe. En el tiempo en que é1 pensaba que vivía enteramente bajo la ley, ya era un hijo creyente de Dios. Fue convertido, aun cuando se consideraba a sí mismo como no convertido. Sin embargo, es cierto que otros realmente tienen que luchar con la ley, el pecado y la ira por más tiempo antes de llegar a la fe. Pero ellos mismos son la causa de su infeliz condición; Dios no tiene la culpa. Dios no llega demasiado tarde con su evangelio. Cierran su corazón al evangelio. Y es posible que una persona quede en la desesperación hasta el fin y se muera en la desesperación. Tal es la contrición de Judas, una verdadera contrición, pero sin fe. Y tal hombre tiene la culpa él mismo de que no cree. Cuando Judas empezó a entristecerse y lamentar sus pecados, vio como Jesús fue llevado al lugar de su ejecución. Él también había oído el testimonio de Juan: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo." Pero no dio lugar para este testimonio en su corazón. Es la culpa del hombre, no de Dios y del evangelio, si la contrición, la desesperación, el murmurar, la enemistad contra Dios, se aumentan, si la fe nunca entra. No podemos jamás olvidar que el hombre puede en cada paso resistir la obra de Dios. Por medio de la incredulidad puede obstruir el camino del evangelio. Puede también desafiar a la ley de Dios, o se zafa del primer terror de la ley y mata su conciencia alarmada. Así Dios frecuentemente tiene que tocar dos, tres veces, o con más frecuencia con su palabra hasta alcanzar su meta. De otro modo no habría ninguna conversión. Tampoco fuerza Dios a nadie con la ley o con el evangelio. "Y aunque Dios no obliga al hombre a la conversión" para decirlo en las palabras de la Fórmula de la Concordia "no obstante, Dios el Señor atrae al hombre al cual desea convertir", (FC, DS, 11, 60), y atrae en la manera previamente descrita, o sea, llevándolo al arrepentimiento por medio de la predicación de la ley y a la fe por medio de la predicación del evangelio. En el momento de la conversión las dos cosas ocurren simultáneamente, o sea, que la ley, el pecado, la ira, poderosa y vigorosamente se esfuerzan, pero al mismo tiempo tienen que ceder al poder, la eficacia y el consuelo del evangelio.

 

En la conversión., la contrición, que es el terror de la ley, cede al consuelo del evangelio. Sin embargo, eso no quiere decir que la fe obrada por el evangelio ahora completamente elimina del corazón la contrición., la conciencia del pecado, la culpa, el castigo. Todavía tenemos que considerar un último punto si quisiéramos correctamente determinar la relación de la contrición con la fe. Ya la hemos indicado arriba. La fe no anula enteramente la contrición, sino que la cambia en otra cosa. Por la fe el hombre es nacido de nuevo. Y en ese corazón regenerado, la morada del Espíritu Santo, se suscitan toda clase de emociones espirituales. Entre ellas está la contrición. Junto con la fe, "enciende en nosotros otras virtudes piadosas", como la Fórmula de la Concordia lo expresa, (FC, DS, 11, 71). La contrición también es ahora tal virtud piadosa. Aunque el pecador convertido ahora se aferra a Cristo por la fe, aunque su corazón, mente y voluntad se dirigen hacia Dios, sin embargo no puede de una vez olvidar sus pecados anteriores, los cuales ha aprendido a reconocer por medio de la ley. Sin embargo, el pecado, revelado por la ley, ahora aparece en una nueva luz. Ahora se despierta en é1 tristeza piadosa. Le da pesar ahora de que con sus pecados ha ofendido a Dios. Y ahora odia el pecado con todo su corazón, no a causa de sus terribles consecuencias, sino por la cosa misma como algo que es contrario a Dios; odia el pecado por el amor a Dios. En el poder de Dios el Espíritu Santo, quien mora en él, ahora está capacitado para abstenerse de y evitar el pecado. Así por la operación del evangelio, el terror de la ley se ha convertido en una contrición bendita "de que no hay que arrepentirse" (2 Corintios 7:10). Esta contrición, fundada en la fe y el amor de Dios, es aquella contrición genuina de la cual Lutero frecuentemente habla, una actitud agradable a Dios. Es la verdadera humildad y temor del Señor. Tal contrición movió el corazón de Pedro quien salió y lloró amargamente, y de la gran adúltera que mojó los pies de Jesús con sus lágrimas.

 

Desde este punto de vista comenzamos a obtener un entendimiento correcto de los suspiros y las oraciones de arrepentimiento de los santos, por ejemplo de los Salmos penitenciales de David. Cuando la Palabra del Señor había llegado a David por boca del profeta Natán, fue herido y molido por la vara de la ley. Cuando David en sus salmos penitenciales habla de las flechas del Todopoderoso que le han penetrado, de la mano del Señor que pesa sobre él, del hecho de que el Señor ha escondido de él su rostro, y el hecho de que ha sido bajado al hoyo profundo, con eso da prueba de que ha experimentado y sentido aquellas grandes ansiedades y terrores de la ley. Después de que la carga de su culpa y sus obras malas habían caído sobre su conciencia, sin embargo inmediatamente había también oído la voz consoladora del evangelio: "Jehová también te ha quitado tu pecado," y lo había aceptado en fe. Por la fe, como un pecador convertido y perdonado, ahora compone y canta sus salmos penitenciales. Ellos son oraciones. Confiesa sus pecados delante de Dios. Derrama la tristeza de su alma ante él. Pero la oración presupone la fe en Dios. Solamente el creyente puede orar a Dios. David ora e implora a Dios: "Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones." (Salmo 51:1) Esta es una indicación de su actitud hacía Dios. Conoce y reconoce a Dios como el que es misericordioso y piadoso. Se inclinaban hacia él los deseos de su alma. Por tanto creía desde el corazón. Sus oraciones penitenciales y la tristeza piadosa en ellas son el fruto de la fe, fruto del evangelio. Así todos los cristianos penitentes, creyentes, toman sobre sus labios los himnos penitenciales de David y en ellos llevan a Dios un sacrificio de olor agradable. Junto con el publicano en la parábola decimos: "Dios, se propicio a mí, pecador," e indicamos con esto que la gracia de Dios ya ha echado raíz en nuestros corazones.

 

Esta contrición bendita, agradable a Dios, estas tristezas piadosas, fluyen de la fe y otra vez sirven a la fe. ¿Qué más es la fe que el gozo y consuelo de un pobre pecador en la gracia de Dios? Y el crecimiento en la fe consiste en esto, que el pobre pecador aprenda a conocer la profundidad y la anchura de la gracia de Dios constantemente y gane un corazón más gozoso y más consolado. Tal fe, tal gozo en el Señor y su salvación, sin embargo, es ejercicio, aumentado y fortalecido por la tristeza piadosa. Si somos plenamente conscientes de nuestras graves ofensas contra el Dios fiel, le agradeceremos con más fervor el habernos perdonado todos los pecados que hemos cometido contra él.

 

Así vemos el propósito de Dios en todo el procedimiento, o sea, salvar al pecador de sus pecados. El terror de la ley, en las manos de Dios es solamente un medio para este fin saludable. De hecho, Dios no desea ni busca ninguna otra cosa que esto, que su gracia, insondable e ilimitable, sea glorificada y alabada por todos los pecadores en el tiempo y en la eternidad. Y todo lo que ahora hace en el pecador por medio de la ley y el evangelio tiene que servir para alcanzar la meta final, noble, sublime.

 

Jorge Stoeckhardt