1 Entonces
Jehovah dijo a Abram: "Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de
tu padre, a la tierra que te mostraré. 2 Yo haré de ti una gran nación. Te
bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. 3 Bendeciré a los que te
bendigan, y a los que te maldigan maldeciré. Y en ti serán benditas todas las
familias de la tierra."
4 Abram se fue,
como Jehovah le había dicho, y Lot fue con él. Abram tenía 75 años cuando salió
de Harán. 5 Abram tomó a Sarai su mujer, a Lot su sobrino y todos los bienes
que habían acumulado y a las personas que habían adquirido en Harán; y
partieron hacia la tierra de Canaán. Después llegaron a la tierra de Canaán, 6
y Abram atravesó aquella tierra hasta la encina de Moré, en las inmediaciones
de Siquem. Los cananeos estaban entonces en la tierra. 7 Y se apareció Jehovah
a Abram y le dijo: "A tu descendencia daré esta tierra." Y él edificó
allí un altar a Jehovah, quien se le había aparecido. 8 Después se trasladó a
la región montañosa al oriente de Betel y extendió allí su tienda, entre Betel
al oeste y Hai al este. Allí edificó un altar a Jehovah e invocó el nombre de
Jehovah. 9 Después partió de allí y se dirigió progresivamente hacia el Néguev.
(RVA)
Abraham, el hombre de fe, es también el hombre de las obras. Pero
como Pablo dice en nuestra Epístola, lo que lo hace justo delante de Dios no
son sus obras, sino su fe, como está escrito: “Y creyó al Señor, y su fe le fue
contado por justicia.” Fue su fe, su confianza en la promesa divina, su
confianza en el Dios que justifica al impío, que le trajo la eterna salvación y
la vida eterna. Así que Pablo correctamente destaca su fe, y usa el ejemplo de
Abraham para establecer que la manera de ser justo ante Dios es creer sus
promesas, confiar en su Cristo, estar seguro de que por medio de Cristo y su
redención nos quedamos libres de culpa y somos hechos herederos de la salvación
y la vida eterna.
Santiago también utiliza el ejemplo de Abraham, sobre todo como un
ejemplo de qué tipo de fe es la que justifica. No quiere que nos engañemos
pensando que una fe puramente intelectual, una fe que no produce ningún fruto
de obediencia sea genuina o que sea una fe salvadora. Así destaca las obras de
Abraham que fluyen de su fe. En nuestro texto de hoy vemos los dos aspectos de
Abraham, su fe, y la obediencia que fluye de su fe.
Nuestro texto comienza con el llamamiento de Abraham.
“Entonces Jehovah dijo a Abram: "Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la
tierra que te mostraré.” Pensemos por un momento en lo que significaba esto.
Recordemos que Abraham en este tiempo tenía 75 años. No es normalmente la edad
para las aventuras. Estaría firmemente establecido en su lugar en la familia y
la sociedad en donde estaba. Sin embargo, es llamado a abandonar patria,
parientes, la casa paternal, para emprender ruta a un lugar que ni era
precisado: “a la tierra que yo te mostraré.” ¿Usted se hubiera ido? ¿No le
hubiera parecido una alucinación, o un engaño de la imaginación? Algunos de
ustedes tal vez han abandonado su familia y su tierra para venir a la capital.
Pero tal vez han tenido la experiencia también de tratar de convencer a algún
pariente mayor a venir también, sólo para recibir la respuesta: No, hijo, o No
sobrino, aquí estoy bien.
Sin embargo, oímos de Abraham que obedeció implícitamente. “Abram
se fue, como Jehovah le había dicho.” ¿En dónde encontró la fuerza para tal
obediencia? La respuesta está en lo que Dios le había dicho a continuación del
mandato. Le dio una serie de promesas, promesas que culminaban en la promesa
más maravillosa que Dios había hecho directamente a un hombre desde que primero
prometió a Adán y Eva la venida de la Simiente de la mujer. “Yo haré de ti una
gran nación. Te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré. Y en ti
serán benditas todas las familias de la tierra.” Grandes promesas. Promesas que
despiertan en Abraham una viva fe en la bondad de este Dios que le hace estas
promesas. Promesas que levantan el espíritu, e impulsan a una gozosa y
voluntariosa obediencia.
Pero aun así, no ha de haber sido fácil. Abraham tuvo que aprender
a andar por fe, no por vista. Dios le dijo que le haría una gran nación, esto a
un hombre de 75 años que no tenía hijo. Dijo que engrandecería su nombre, eso a
un hombre que tenía que dejar atrás a todos los que lo conocían. Tuvo que creer
que su relación con Dios sería tal que en cierto sentido lo que los
hombres hacían con él lo estaban haciendo con Dios. “Bendeciré a
los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré.” Pero lo más estupendo
de todo: “En ti serán benditas todas las familias de la tierra.” De Abraham, de
su familia, de esa nación grande que se formaría de su descendencia, vendría
aquél que traería bendición y salvación al mundo de pecadores. El Cristo
vendría de él. Fue su fe en esa promesa lo que le impulsó a la obediencia, lo
que le llevó a abandonar a familia y tierra, para emprender el largo viaje a
Canaán. “Por la fe Abraham, cuando fue llamado, obedeció para salir al lugar
que había de recibir por herencia; y salió sin saber a dónde iba.” Heb. 11:8.
Y Abraham también necesitaba a Cristo. Como todos, fue llamado por
gracia. Lo que era Abraham y su familia por sí solos oímos del libro de Josué:
“Así ha dicho Jehovah Dios de Israel: "Vuestros padres (Taré, padre de
Abraham y de Nacor) habitaron antiguamente al otro lado del Río, y sirvieron a
otros dioses. Pero yo tomé a vuestro padre Abraham del otro lado del Río, lo
traje por toda la tierra de Canaán, aumenté su descendencia y le di por hijo a
Isaac.” (Jos. 24:2-3) Abraham y la familia de Abraham eran pecadores como todos
los demás.
No fue porque lo mereció que Dios llamó a Abraham, sino de su pura
gracia. Dios es el que hizo a Abraham lo que era. Yo tomé a vuestro padre
Abraham. Yo lo traje por toda la tierra de Canaán. Yo aumenté su descendencia.
El Señor lo había hecho todo. La elección de Abraham para estas bendiciones
dependía exclusivamente del amor y la buena voluntad de Dios.
Y aun la forma de llamar a Abraham fue motivado por el amor de
Dios. Para que Abraham fuera bendición, para que en él todas las familias de la
tierra fueran bendecidas, fue necesario separar a Abraham de todo lo que lo
atraía en este mundo. Se mente tenía que ser fijada solamente en el Dios que
promete, y la bendición que Dios traería, sin la distracción de los lazos sociales
y familiares. Su atención tenía que fijarse en otro hogar.
“Conforme a su fe murieron todos éstos sin haber recibido el
cumplimiento de las promesas. Más bien, las miraron de lejos y las saludaron, y
confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. 14 Los que así
hablan, claramente dan a entender que buscan otra patria. 15 Pues si de veras
se acordaran de la tierra de donde salieron, tendrían oportunidad de regresar.
16 Pero ellos anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial.” Aun la
tierra a donde Dios le conducía no sería su hogar permanente. “A tu
descendencia daré esta tierra.” Personalmente, él sería un extranjero y
peregrino en la tierra, viviendo en tiendas, sin poseer más que un lugar para
sepultura. Pero no le importaba. Mediante la obra de su Simiente, Cristo, cuyo
día vio, y se regocijó, él esperaba una patria aun mejor. En esto consistía la
fe de Abraham. Esto es lo que motivaba su obediencia.
Nosotros también somos llamados, llamados a abandonar todo, tomar
nuestra cruz y seguir a Cristo. Nosotros también somos llamados a amar a Dios
más aún que a nuestros padres y madres, hijos e hijas, amistades, posición
social, y vivir como extranjeros y peregrinos en el mundo. Dios también nos recuerda
a nosotros: “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno
ama al mundo, el amor del Padre no está en él; 16 porque todo lo que hay en el
mundo -- los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la
vida -- no proviene del Padre sino del mundo.” ¿Y cómo podemos encontrar la
fuerza para hacerlo? En el mismo lugar en donde lo encontró Abraham. En la promesa incondicional
del amor de Dios en Jesucristo. Como la atención de Abraham fue dirigida a la
Simiente, nuestra atención se dirige al amor de Cristo, colgando de la cruz,
llevando nuestros pecados y culpa, y al trono, donde él reina victorioso y de
donde lo esperamos en la culminación de los tiempos cuando nos recibirá en su
gloria. Cuando realmente confiamos en esto, cuando vemos la grandeza del amor
de Dios a nosotros, aquel Dios que justifica en Cristo a nosotros los impíos,
también querremos servir y obedecer a aquél que nos ha salvado y redimido de
todo pecado, de la muerte y del poder del diablo.
La fe de Abraham lo llevó a obedecer la voz de Dios. Salió de
Harán y atravesó la tierra de Canaán. La fe genuina resulta en obediencia.
Nadie piense que la verdadera fe que salva se expresa en la desobediencia a los
mandatos de Dios. La impenitencia expulsará al Espíritu Santo y nos dejará
expuestos al infierno. “Y ésta es la condenación: que la luz ha venido al
mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran
malas. 20 Porque todo aquel que practica lo malo aborrece la luz, y no viene a
la luz, para que sus obras no sean censuradas. 21 Pero el que hace la verdad
viene a la luz para que sus obras sean manifiestas, que son hechas en Dios.” Es
acerca de la posibilidad de engañarse en este asunto que Santiago dijo que “Así
también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma.” Eva perdió su fe
escuchando la voz del diablo, y desobedeció, trayendo condenación sobre todos.
Noé creyó en Dios, así que cuando Dios le dijo hacer algo contra la vista y
contra la razón, obedeció. Construyó el arca. Abraham creyó las promesas de
Dios y obedeció. Salió de su tierra y dejó atrás su familia. Saúl ya no creía,
pensaba que tenía que arreglar las cosas él solo, y desobedeció, ofreciendo él
mismo el sacrificio que Dios había reservado para Samuel. Así fue reprendido: “¿Se complace tanto Jehovah en los holocaustos
y en los sacrificios como en que la palabra de Jehovah sea obedecida?
Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención es
mejor que el sebo de los carneros. 23 Porque la rebeldía es como el pecado de
adivinación, y la obstinación es como la iniquidad de la idolatría. Por cuanto
tú has desechado la palabra de Jehovah, él también te ha desechado a ti, para
que no seas rey.” Jesucristo mismo tuvo una fe perfecta en su Padre celestial,
y siempre hacía la voluntad de su Padre.
Vemos luego que cuando Dios le prometió que daría esa tierra a su
descendencia que Abraham adoró. La fe que recibe las promesas de Dios también
se goza en contemplar esas promesas, meditarlas, alabar a Dios por su bondad y
misericordia y darle la gracias. El cristiano que ha conocido la bondad de
Cristo en rescatar a los pecadores de la destrucción quiere oír siempre más
acerca de su Salvador y su salvación, se deleita en la Palabra del Señor, ve que la comunión con su Creador y el
Redentor en los cultos es un privilegio y se esfuerza por estar allí y agregar
su débil voz a la canción de los ángeles y de los redimidos en el cielo.
Y Abraham “invocó el nombre de Jehovah..” Esto sería mejor
traducido con “proclamó el nombre de Jehová.” De este modo Abraham realmente
era una bendición a los que estaban alrededor. Como Pablo, no podía sino
predicar las cosas que había visto y oído. Sobre todo su tema era la promesa de
la bendición de todas las familias de la tierra, la promesa de Cristo y su
redención. La fe que se deleita en su Redentor no puede guardar silencio. Las
noticias para los pecadores son demasiado buenas para guardarlas solamente para
uno mismo. Es como el novio que de alguna forma mete a su novia en todas las
conversaciones.
Tal vez nuestra fe no siempre esté haciendo todas estas cosas.
Bueno, debe entristecernos. Pero no debe llevarnos a la desesperación. Abraham
tampoco era perfecto. Este mismo capítulo presentará una gran falla en la fe de
Abraham, cuando puso a Sara en una situación de gran peligro en Egipto. Pero
sus obras no eran la esperanza de Abraham para su justificación delante de Dios
de todos modos. “Abraham creyó a Jehová, y le fue contado por justicia.” Pero
en sus mejores momentos, como en este texto, Abraham nos muestra lo que hace
esa verdadera fe, lo que brota espontáneamente cuando realmente ponemos la
confianza en las promesas de Dios, nos alejamos de los engaños de este mundo, y
fijamos nuestra esperanza en el meta celestial. Vemos entonces que la fe
realmente es como lo describe Lutero: “La fe es una cosa viva y potente; no es
solamente un pensamiento cansado y flojo; tampoco flota en alguna parte sobre
el corazón como el pato flota en el agua, sino es como el agua calentado completamente
con un fuego bien caliente.” Dios, concédenos una fe así.
Amén.