Habiendo
considerado la manera en que la ley y el evangelio trabajan juntos en la
conversión del pecador a Dios, tomamos otro paso y notamos el efecto diferente
de estas dos clases de palabras en los hijos de Dios que han sido convertidos o
regenerados.
Todo
lo que la Escritura dice en general acerca del oficio de la ley, la manera en
que la ley señala, reprende, sí, hasta multiplica el pecado; y del evangelio,
cómo es poder de Dios para salvación, cómo consuela el corazón herido del
pecador, cómo vivifica y renueva el corazón del pecador; todo lo que la
Escritura dice del oficio respectivo de la ley y del evangelio queda en vigor
también en este punto. La doctrina y la predicación de la ley tanto como del
evangelio tiene su significado también para los regenerados mientras vivan
sobre esta tierra.
Lo
que sucedió al principio, en el tiempo de la conversión, se repite diariamente
en nuestra vida como cristianos. Toda la vida del cristiano no es otra cosa que
arrepentimiento constante, continuo. Y esta contrición y arrepentimiento
constante, diario, es de la misma naturaleza como la conversión en el verdadero
sentido del término. Esa es la ocupación diaria de los cristianos, confesar sus
pecados a Dios en verdadera contrición y en fe aferrarse a Jesucristo, el único
Redentor del pecado. Pero para seguir en el uno tanto como en el otro necesita
el uso continuo de estas dos palabras diferentes, de la ley y del evangelio.
Por
medio de la conversión y la regeneración el corazón todavía no ha sido
completamente renovado. Los cristianos creyentes todavía tienen pecado. En el
nombre de todos los regenerados San Pablo dice: "Y yo sé que en mí, esto
es, en mi carne, no mora el bien" (Romanos 7:18). Mientras un cristiano
siga en esta tierra, no puede completa y enteramente deshacerse de su carne, de
su naturaleza pecaminosa original. Y la carne de los cristianos no es en ningún
grado mejor que la carne de los otros hijos de los hombres. En la misma
conexión en la cual San Pablo describe su condición actual, en que piensa de la
ley doble, la ley en sus miembros que lucha contra la ley de su mente, resalta
la verdad de que la mente carnal es enemistad contra Dios. Este pecado básico,
fundamental y principal tiene sus raíces también en los corazones de los
creyentes. Y esta carne pecaminosa tiene necesidad de la vara de la ley.
"Por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Romanos 3:20).
Esta es una verdad que nos es confirmada diariamente. El cristiano que ha
aprendido a conocer correctamente a Dios aprende a conocer el sentido
espiritual de la ley y el gran abismo entre Dios y todos los caminos impíos y
contrarios a Dios que todavía se adhieren a él. Mira siempre más profundamente
en el abismo de su corazón natural, enajenado de Dios. Y el cristiano también,
haciéndose consciente de su pecado, experimenta y siente el terror de la ley.
Un solo pecado, expuesto por la palabra y la ley de Dios, de hecho puede
torturar y atormentarnos sin misericordia. "La ley produce ira"
(Romanos 4:15). Los hijos de Dios no escapan de esta experiencia tampoco.
Frecuentemente todavía temen el terror nocturno y los saetas que vuelan de día
(Salmo 91:5).
Por
supuesto, en todo esto, la fe obrada por el evangelio es y queda la
característica fundamental, real, de los cristianos. El pecado, la ley y la ira
no lo echan en su anterior condición desesperada como antes de la conversión.
Ahora hablamos de las experiencias que tienen los cristianos en sus vidas, así
dejando totalmente fuera de consideración la posibilidad de que un cristiano
enteramente llegue a perder su fe. ¿A qué se debe que la fe no es enteramente
absorbida por estos terrores de la ley? No a esto, que el pecado, expuesto por
la ley, y la ira de Dios sobre el pecado fueran menos severos. No, más bien se
debe solamente a esto, que el cristiano, conociendo a Cristo, inmediatamente
huye del pecado, la ley, la ira, la condenación, a Cristo y busca y encuentra
en él protección y gracia. Todo el que cree lleva a Cristo en su corazón, y
cuando la maldición y la ira de la ley, una verdadera ira, penetran en su
conciencia, recuerda su liberación por medio de Cristo del pecado, la
maldición, la ira, y así extingue los dardos del maligno con el escudo de la fe
en el mismo momento en que siente dentro de sí el calor. Ya que la fe está
presente e inmediatamente reacciona contra los terrores de la ley, este terror
al instante se convierte en aquella contrición y pesar verdadero, saludable que
agrada a Dios. El cristiano toma el pecado, avivado por la ley, en su mano y en
oración lo pone delante de Dios y suspira desde su corazón renovado, sí, en el
poder del Espíritu Santo, acerca del mal que todavía se le adhiere, diciendo:
"¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte!"
(Romanos 7:24). Sin embargo, en este suspiro se mezcla la oración de acción de
gracias por la redención por Cristo Jesús nuestro Señor, diciendo:
"Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro." (Romanos 7:25).
Pero tal fe, que hace a los cristianos lo que son, constantemente venciendo el
pecado, la ley, la ira, viene del evangelio y es nutrido y preservado por el
uso constante, continuo del evangelio. El Espíritu Santo nos preserva en la
verdadera fe por medio del evangelio. Pero para que no nos hagamos tibios,
indiferentes al consuelo del evangelio, el Espíritu Santo a causa de nuestros
pecados constantemente tiene que reprender y aterrorizarnos con la ley.
Lo
que hemos explicado nos ha sido resumido en la Fórmula de la Concordia,
Artículo VI, "Las buenas obras" en esta breve oración: "Por lo
tanto, cuantas veces tropiecen los creyentes tantas veces son reprobados por el
Espíritu Santo por medio de la ley, y por el mismo Espíritu son edificados y
consolados otra vez mediante la predicación del evangelio." (FC DS, VI,
14)
Nuestra
confesión agrega lo siguiente, diciendo "También en el ejercicio de sus
buenas obras necesitan los creyentes esta doctrina acerca de la ley; pues sin
esa doctrina el hombre puede fácilmente imaginarse que su vida y las obras que
hace son puras y perfectas. Pero la ley de Dios prescribe a los creyentes
buenas obras de este modo: Le señala e indica a la vez, como un espejo, que en
esta vida las obras son imperfectas e impuras en nosotros, de manera que
tenemos que declarar con el apóstol San Pablo en 1 Corintios 4:4: Aunque de
nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado." (FC, DS, VI, 21)
La ley, por medio de la cual es el conocimiento del pecado, convence a los
creyentes no solamente de sus muchos pecados y de la presencia de una
naturaleza pecaminosa en ellos, sino también de esto, que aún lo que es bueno,
lo que han recibido por la gracia de Dios, su buena conducta, cada una de sus
buenas obras, todavía está manchado de la impureza y la inmundicia. Aquí
también el evangelio ofrece consuelo a los creyentes. La Fórmula de Concordia continúa:
"Pero cómo y por qué las buenas obras de los creyentes, aunque en esta
vida son imperfectas e impuras debido al pecado que mora en la carne son, no
obstante, aceptables y agradables a Dios, es algo que no lo enseña la ley, la
cual requiere una obediencia completamente perfecta y pura si es que ha de
agradar a Dios. Pero el evangelio enseña que nuestros sacrificios espirituales
son agradables a Dios porque nacen de la fe y se hacen por causa de Cristo (1
Pedro 2:5; Hebreos 11:4; 13:15)." (FC DS, VI, 23).
En
este pasaje de nuestra confesión ya se mencionan las buenas obras de los
creyentes. Aunque todavía se les adhieren muchas faltas y manchas, sin embargo
en verdad son buenas obras. El corazón ha sido renovado, y el buen árbol
produce buen fruto. La fe de los cristianos necesariamente se hace evidente en
las buenas obras. La contrición y el arrepentimiento, que penetran la vida
entera de los cristianos, se manifiestan en los frutos justos de
arrepentimiento. Su buena conducta también visiblemente distingue a los
cristianos de los no cristianos, de los no convertidos Y aquí está el punto
principal en controversia, la pregunta: ¿Cuál es la relación de la ley y el
evangelio a las buenas obras de los creyentes?
En
primer lugar, contestamos en las palabras de nuestra confesión, la Fórmula de
Concordia, Declaración Sólida, VI, del tercer uso de la ley: "Pero es
menester explicar con toda claridad lo que el evangelio hace, produce y obra
para la nueva obediencia de los creyentes, y en qué consiste el oficio de la
ley en este asunto, es decir, en lo que respecta a las buenas obras de los
creyentes. Pues la ley dice por cierto que Dios desea y ordena que andemos en
novedad de vida, pero no concede el poder y la capacidad para empezar a
realizar esa nueva vida. En cambio, el Espíritu Santo, que es dado y recibido
no por medio de la ley, sino por medio de la predicación del evangelio (Gálatas
3:2,14), renueva el corazón" (FC DS, VI, 10, 11) La ley indica las buenas
obras que son agradables a Dios; el evangelio, sin embargo, produce el deseo de
obedecer y da fortaleza y habilidad para hacer el bien. Solamente el evangelio,
no la ley, reforma al hombre y lo hace piadoso. La ley no ha sido dada para
vivificar, renovar y santificar al hombre, sino fue añadida a causa de las
transgresiones.
Por
supuesto, el hombre, inclusive el cristiano, en la medida en que todavía es
carne, hasta cierto punto es externamente controlado por las advertencias, las
exigencias, las amenazas y las reprensiones de la ley. De esto se nos recuerda
la Fórmula de la Concordia en donde leemos: "Puesto que los creyentes,
mientras vivan en este mundo no se hagan completamente renovados, sino que el
viejo hombre se adhiere a ellos hasta la sepultura, permanecerá para siempre en
ellos la lucha entre el Espíritu y la carne. Por lo tanto, se deleitan por
cierto en la ley de Dios según el hombre interior, pero la ley en sus miembros
lucha contra la ley en su mente; por consiguiente, jamás están sin la ley, sino
dentro de ella y viven y andan en la ley del Señor y no obstante nada hacen por
compulsión de la ley. En cambio, el viejo Adán, que aún se adhiere a ellos,
debe ser instigado no solo con la ley, sino también con castigos; sin embargo,
hace todo en contra de su voluntad y bajo coerción, de la misma manera como los
impíos son instigados y reprimidos por las amenazas de la ley (1 Corintios
9:27; Romanos 7:18, 19)." "Pues el viejo Adán, como un asno indómito
y contumaz es aún parte de ellos y necesita la coerción para que se someta a la
obediencia de Cristo, no sólo por medio de la enseñanza, exhortación y amenaza
de la ley, sino también con el frecuente uso del garrote del castigo y la
miseria hasta que la carne pecaminosa es vencida y el hombre es completamente
renovado en la resurrección." (FC, DS, VI, 18, 19, 24).
La
ley con su coerción, la fuerza, las amenazas, pone en el viejo Adán de los
cristianos, tanto como de los impíos, el temor y el horror y el terror de la
condenación y así frena los excesos más brutos de la carne, y fuerza y
coacciona al hombre a la obediencia. Esto también es un uso de la ley, el cual,
por supuesto, no tiene nada que ver con el camino de la salvación, que más bien
pertenece al palacio municipal y la esfera civil que en la iglesia. La ley
fuerza, coacciona a la obediencia. Pero esta obediencia del viejo Adán, como la
de los impíos, es una obediencia no voluntaria y forzada, algo enteramente
externa., puro disimulo e hipocresía y no en el menor grado virtuoso o loable
ante Dios. El viejo Adán, aunque externamente forzado a obedecer, sin embargo
internamente se rebela contra este control, se hace tanto más hostil a Dios por
haber dado una ley tan rígida y por arruinar su lascivia y placer. Así también
la ley en este respecto cumple su miserable servicio en educir, incrementar e
intensificar la oposición a Dios.
El
cristiano ya nunca hace nada verdaderamente bueno siendo "constreñido por
la ley", sino solamente "siendo constreñido por el evangelio".
La buena conducta de los cristianos se manifiesta en su negación de la impiedad
y las lascivias mundanas. Pero nunca somos llevados a negar las lascivias
carnales, el odio, la ira, el celo, la falta de castidad, la avaricia, la
codicia, por las exigencias rígidas de la ley, tales como: "no matarás, no
cometerás adulterio, no hurtaras." El odio del corazón al pecado de parte
del cristiano, su apartarse interno del pecado, es actuado por y producido
solamente por el amor de Dios revelado en el evangelio. Le ama a Aquél que lo
ha amado primero, y por amor a Dios odia toda clase de impiedad. El que el
cristiano se aparte de y evite el pecado, sí, realmente venza el mal, eso se
hace solamente en el poder del Espíritu Santo, quien es dado por la predicación
del evangelio.
Por
otro lado, la obediencia de los creyentes se manifiesta en toda clase de
virtudes piadosas, en el amor a Dios y al prójimo, la paciencia bajo la cruz,
etc. Pero jamás somos capacitados para amar a Dios y a nuestro prójimo con el
"no lo harás", de la ley, o sea, llamarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón," etc, "y a tu prójimo como a ti mismo." El amor no
puede ser forzado. El amor del cristiano a Dios desde el corazón, su gozo y
placer en Dios y en todas las cosas piadosas, su amor hacia los hermanos por
amor a Dios, su soportar toda clase de mal por amor a Dios, su vencer en
paciencia, se hacen posibles solamente por el amor a Dios que es revelado en
Cristo y proclamado a nosotros en el evangelio. Es Dios el Espíritu Santo quien
obra en nosotros tanto el querer y el hacer según su beneplácito, quien
despierta las buenas resoluciones en nuestros corazones y nos da el poder y la
habilidad de llevar a cabo estas resoluciones. Pero hemos recibido el Espíritu
Santo por medio de la predicación del evangelio. Es el evangelio lo que
incrementa el don del Espíritu. El nuevo hombre, que pensa, imagina, habla, y
hace lo que es bueno, vive enteramente de y en el evangelio por medio del cual
ha nacido de nuevo.
Pero
la ley manifiesta aquellas obras que son agradables a Dios, las cuales hacemos
en el poder del Espíritu Santo quien nos ha sido dado mediante el evangelio.
Llamamos la ley una regla y modelo para la conducta del cristiano, y el hombre
regenerado se deleita en la ley del Señor según el hombre interior, y vive
aunque no bajo la ley, sin embargo en la ley. ¿No es, por lo tanto, la ley en
este respecto algo que sirve y conduce a lo que es bueno? ¿No se tiene, por
tanto, que ampliar la afirmación de que la ley sirve para darnos el
conocimiento del pecado y obra la ira, que la ley fue agregada a causa del
pecado, que no hay ley para los justos?
Nuestra
respuesta a esta pregunta otra vez la ligamos con una cita amplia de la Fórmula
de Concordia, donde leemos: "Pues unos enseñaban y sostenían que por medio
de la ley los regenerados no aprenden la nueva obediencia o en qué obras deben
andar, y que la doctrina acerca de las buenas obras no debe ser extraída de la
ley, ya que los regenerados han sido hechos libres por el Hijo de Dios, se han
vuelto templos del Espíritu Santo y, por consiguiente, hacen voluntariamente lo
que Dios les manda mediante el estímulo e impulso del Espíritu Santo, así como
el sol, sin necesidad de impulso extraño, completa su curso natural. Otros se
oponían a lo antedicho y enseñaban lo siguiente: Aunque es verdad que los
verdaderos creyentes reciben el impulso del Espíritu Santo, y así, según el
hombre interior, hacen espontáneamente la voluntad de Dios, es empero el
Espíritu Santo quien usa la ley escrita para instruirlos; por medio de esta ley
los verdaderos creyentes también aprenden a servir a Dios, no según sus propios
pensamientos, sino según la ley escrita y la palabra revelada. Éstas son regla
y norma infalible para establecer la conducta cristiana de acuerdo con la
eterna e inmutable voluntad de Dios.
"A
fin de explicar y establecer una decisión final respecto a esta controversia,
unánimemente creemos, enseñamos y confesamos que si bien es cierto que los que
sinceramente creen en Cristo, se han convertido a Dios y han sido justificados,
están libres y exentos de la maldición de la ley, sin embargo, deben observar
diariamente la ley del Señor, según está escrito: ‘Bienaventurado el varón que
tiene su delicia en la ley de Jehová y medita en ella de día y de noche’ (Salmo
1:2; 119:1, 35, 47, 70, 97). Pues la ley es un espejo en el cual se puede ver
exactamente la voluntad de Dios y lo que agrada a él; y por lo tanto los
creyentes deben ser enseñados en esa ley y estimulados a guardarla con
diligencia y perseverancia.
"Pues
aunque la ley no fue dada para el justo, como declara el apóstol (1 Ti. 1:9),
sino para los transgresores, esto empero no se debe interpretar en el sentido
de que los justos han de vivir sin la ley. Pues la ley de Dios fue escrita en
sus corazones, y también al primer hombre inmediatamente después de su creación
le fue dada una ley para que rigiera su conducta. San Pablo quiere decir
(Gálatas 3:13-14; Romanos 6:15; 8:1-2) que la ley no puede aplastar con su
maldición a los que se han reconciliado con Dios por medio de Cristo; tampoco
puede molestar con su coerción a los regenerados, ya que éstos se complacen en
la ley de Dios en el hombre interior.
"Lo
cierto es que si los hijos creyentes y escogidos de Dios fueron completamente
renovados en esta vida mediante la morada del Espíritu Santo de modo que en su
naturaleza y todas sus facultades fuesen enteramente libres de pecado, no
necesitarían ley alguna y por ende nadie que los hostigue a hacer lo bueno,
sino que ellos mismos harían, de su propia iniciativa, sin ninguna instrucción,
advertencia, incitación u hostigamiento de la ley, lo que es su deber hacer
según la voluntad de Dios; así como el sol, la luna y los demás astros corren
su curso libremente, sin ninguna advertencia, incitación, hostigamiento, fuerza
o compulsión, según el orden divino que Dios ya les ha señalado; aún más., así
como los santos ángeles rinden obediencia enteramente voluntaria.
"Los
creyentes empero no reciben renovación completa o perfecta en esta vida. Pues
aunque su pecado queda cubierto mediante la perfecta obediencia de Cristo, de
modo que ese pecado no se atribuye a los creyentes para condenación, y también
mediante el Espíritu se empieza la mortificación del viejo Adán y la renovación
en el Espíritu de su mente, sin embargo, el viejo Adán aún se adhiere a ellos
en la naturaleza de éstos y todas sus facultades internas y externas. Sobre
esto ha escrito el apóstol (Romanos 7:18-19, 23; Gálatas 5:17): ‘Yo sé que en
mí, esto es, en mi carne, no mora el bien’. Y: ‘No hago el bien que quiero; mas
el que no quiero, eso hago’. Y: ‘Veo otra ley en mis miembros, que se rebela
contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está
en mis miembros’. Y en Gálatas 5:17 nos dice: ‘El deseo de la carne es contra el
Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne: y éstos se oponen entre sí,
para que no hagáis lo que quisiereis’ (Gálatas 5:17).
"Por
lo tanto, a causa de estos deseos de la carne los hijos creyentes, escogidos y
regenerados de Dios necesitan en esta vida no sólo la diaria instrucción,
advertencia y amenaza de la ley, sino también los castigos que ella con
frecuencia inflige a fin de que el viejo hombre sea arrojado de ellos y de que
ellos sigan al Espíritu de Dios, según está escrito en Salmo 119:71: ‘Bueno me
es haber sido humillado para que aprenda tus estatutos’. Y I Corintios 9:27:
‘Golpeo mí cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que, habiendo sido heraldo
para otros, yo mismo venga a ser eliminado. Y Hebreos 12:8: ‘Si os deja sin
disciplina, de la cual todos han sido hechos participantes, entonces sois
bastardos, y no hijos’. Esto lo ha explicado el Dr. Lutero admirable y
detalladamente en su explicación de la epístola para el 12 domingo después de
Trinidad." (FC, DS, VI, 2-9).
El
significado de este enseñar, advertir, amenazar, hostigar, de la cual se hace
mención otra vez también en esta exposición, o sea, que por medio de ello el
viejo Adán con sus lascivias carnales sea mantenido en custodio, ya se ha
explicado arriba. Aquí este asunto se ve desde otro punto de vista. Se nos dice
que los cristianos todavía necesitan los castigos de la ley tanto como otros
castigos y plagas por esta razón, "a fin de que el viejo hombre sea
arrojado de ellos y que sigan al Espíritu de Dios." Eso no es de entenderse
como si la amenaza y el castigo de la ley fuera en sí algo para animar y, por
tanto, algo que induzca a la obediencia. No, una persona jamás hace algo bueno
siendo constreñido por la ley. Sin embargo, la ley con su enseñanza,
advertencia, amenazar, de hecho hace lugar para el evangelio y prepara el
camino para ello también en cuanto a la conducta de los cristianos. La ley
recuerda al cristiano de su pecar continuo, diario, le inquieta y llega a ser
la ocasión para que él busque con nuevo celo la justicia y la santidad. Esta
voluntad y este gozo en la obediencia, los cuales, por supuesto, solamente
proceden del evangelio, empiezan en el corazón que está lleno de ansiedad a
causa de su debilidad inherente.
Pero
ahora estamos interesados principalmente en aquella parte de la cita de nuestra
confesión en donde habla de "la enseñanza de la ley." ¿Realmente es
así que los creyentes necesitan la doctrina de la ley para sus buenas obras,
siendo incapaces de encontrar el camino recto, y que estarían errando en las
tinieblas sin esta doctrina? Es cierto, la ley es una regla y norma de la vida
piadosa. Sin embargo, nuestra confesión claramente enseña en cuanto a los
creyentes que "el viejo Adán aún se adhiere a ellos," y "porque
no son renovados en esta vida perfecta o completamente" que por tanto
todavía necesitan "la doctrina de la ley." Enseña que si en su
naturaleza fueran totalmente libres del pecado no necesitarían absolutamente
ninguna ley, que sin ninguna instrucción de la ley harían lo que es su deber
según la voluntad de Dios. Por tanto la ley es regla y norma para la vida de
los regenerados en la medida en que no han sido nacidos de nuevo, en la medida
en que todavía tienen carne y son carne. El cristiano, en cuanto nacido de
nuevo, es impulsado por el Espíritu Santo, a quien ha recibido en el evangelio.
Por tanto obra voluntariamente y sin coacción, de su propia libre voluntad, lo
que es agradable a Dios, así como el sol, la luna, y todas las constelaciones
del cielo brillan por sí mismos y siguen sin obstáculo su curso regular. Así
las buenas obras de los cristianos son frutos del Espíritu, frutos que crecen
de su misma naturaleza. Pero el Espíritu de Dios, quien gobierna a los hijos de
Dios en lo que hacen o no hacen, ciertamente sabe por sí mismo la buena y
misericordiosa voluntad de Dios y no necesita ninguna enseñanza, ninguna
instrucción. Él guía y dirige e impulsa según su mente y voluntad, y ésta es la
mente y voluntad de Dios, y así nos guía a la tierra de justicia y nos enseña a
actuar según el agrado de Dios. El es el Espíritu de oración, el Espíritu de
gozo y gentileza, el Espíritu de corrección y temor del Señor. El cristiano,
por tanto, en cuanto templo del Espíritu Santo, en cuanto el Espíritu Santo ha
ganado lugar en él, camina en las sendas de justicia, vive en la ley, la
voluntad de Dios, conoce, desea, y hace lo que Dios quiere "sin ninguna
doctrina de la ley". Pero en la medida que todavía tiene el viejo Adán,
todavía es sujeto al error del pecado y por tanto tiene un mal concepto de lo
que debe a Dios y al hombre, y le gusta escoger sus propios caminos y obras, su
propia manera de seguir a Dios. Por esta razón todavía necesita "la ley
escrita", la enseñanza de la ley, para que no sirva a Dios conforme a sus
"propios pensamientos" como lo nota nuestra confesión. La ley expone
y condena toda santidad escogida o inventada por uno mismo. Así la ley siempre
guarda su curso prescrito, aún cuando sirve a los cristianos como regla y norma
de su conducta y vida. Aquí también queda perfectamente legítima la expresión
de la Escritura, que la ley fue agregada a causa del pecado.
Jorge
Stoeckhardt