Se
tiene que tener en mente la diferencia entre la ley y el evangelio,
especialmente el efecto de estas dos palabras distintas, particularmente en la
doctrina de la conversión del pecador a Dios. Se distorsiona el camino de la
salvación si se pasa por alto esa diferencia, si se confunden la ley y el
evangelio.
Cuando
nuestras confesiones luteranas tratan del asunto de suma importancia del
arrepentimiento, o la conversión, distinguen claramente entre lo que Dios
efectúa mediante la ley y lo que efectúa por medio el evangelio.
En
el artículo XII de la Apología, "el arrepentimiento," leemos:
"cuando Pablo describe la conversión o renovación, casi siempre menciona
estas dos partes: la mortificación y la vivificación." Apología, Artículo
XII, párrafo 46. En el texto alemán habla de las dos partes: "que somos
muertos al pecado, que sucede por medio de la contrición y sus terrores; y que
debemos resucitar con Cristo, lo cual sucede cuando por la fe una vez más
obtenemos consolación y vida." Y otra vez: "estas dos partes siempre
deben existir en el arrepentimiento: contrición y fe." (Apología, Artículo
XII, 57).
En
los Artículos de Esmalcalda, 111, 3 "sobre el arrepentimiento,"
Lutero dice: "esto es el rayo de Dios con el cual destruye en conjunto
tanto a los pecadores manifiestos como a los falsos santos; a nadie deja ser
justo, les infunde a todos el horror y la desesperación. Es el martillo (como
dice Jeremías): Mi palabra es como martillo que quebranta la piedra (Jeremías
23:29). Esto no es una activa contritio, una contrición que sería una obra del
hombre sino una pasiva contritio, el sincero dolor del corazón, el sufrimiento
y sentir la muerte.
"Y
es así como comienza el verdadero arrepentimiento, debiendo el hombre escuchar
la siguiente sentencia: Vosotros todos nada valéis; vosotros ya seáis pecadores
manifiestos o santos, debéis llegar a ser otros, de lo que sois ahora, de
manera distinta que ahora. Quienes y cuan grandes seáis, sabios, poderosos, y
santos, y todo cuanto queráis, aquí no hay nadie justo, etc.
"A
esta función el Nuevo Testamento agrega inmediatamente la consoladora promesa
de la gracia, promesa dada por el evangelio y en la cual hay que creer. Como
Cristo dice en el capítulo 1 de Marcos: Arrepentíos y creed en el evangelio
(Marcos 1:15). Esto es, haceos otro, y obrad de otra manera, y creed mi promesa.
Y antes que él, Juan es llamado un predicador del arrepentimiento, pero para la
remisión de los pecados. Esto es, su misión consistía en castigar a todos los
hombres y presentarlos como pecadores, para que supiesen lo que eran ante Dios
y se reconociesen como hombres perdidos y para que entonces estuviesen
preparados para el Señor a recibir la gracia, esperar y aceptar el perdón de
los pecados. Cristo mismo lo dijo en el último capítulo de Lucas: Es necesario
que se predicasen en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados en
todas las naciones (Lucas 24:47)." (Artículos de Esmalcalda III, III, 1-6)
En
la Fórmula de Concordia, en la Declaración Sólida, Artículo II "El libre
albedrio," la conversión se describe como sigue: "Por lo tanto, Dios,
por su inefable bondad y misericordia, ha permitido que se predique
públicamente su santa y eterna ley y su hermoso plan respecto a nuestra
redención, es decir, el santo y único evangelio salvador de su Hijo eterno,
nuestro único Salvador y Redentor Jesucristo; y por medio de esta predicación
congrega para sí de entre la raza humana una iglesia eterna y obra en el
corazón del hombre el verdadero arrepentimiento y el conocimiento del pecado y
la verdadera fe en el Hijo de Dios, Jesucristo" (FC, DS, 11, 50)
El
verdadero arrepentimiento, o la conversión, luego consiste en esto, que Dios,
en primer lugar, por medio de la ley obra en el corazón un conocimiento del
pecado, el temor, y el terror de la ira de Dios y el juicio, o, en una palabra,
la contrición y arrepentimiento en el sentido limitado. Luego enciende la fe
salvadora en el corazón por medio del evangelio de Cristo.
Sin
embargo, hacemos bien en notar aquí cuál palabra es por medio de la cual
realmente se efectúa en el corazón del pecador la conversión, la reforma o la
renovación. Solamente por medio del evangelio. Es cierto que Lutero dice en la
porci6n citada de los artículos de Esmalcalda, que el arrepentimiento comienza
con la contrición, o sea, con la contritio pasiva, y tenemos totalmente razón en
definir el arrepentimiento, o la conversión, brevemente como contrición y fe.
Pero eso no excluye, más bien incluye, el hecho de que la verdadera renovación
sucede en el corazón por medio de la fe, que es obrada en el corazón una nueva
vida espiritual primera y únicamente por medio del evangelio. La Apología
enfatiza el hecho de que esta renovación sucede por fe. Porque por medio de la
fe somos consolados y vivificados y salvos de la muerte y del infierno."
(Apología, Artículo XII, 46, texto alemán) Y en el artículo 2 de la Fórmula de
la Concordia leemos: "El evangelio es poder de Dios para salvación a todo
aquel que cree, y este evangelio predica la justicia." (FC, DS, V, 22) Y
en el segundo artículo de la Fórmula de la Concordia leemos que mediante la predicación
y consideraci6n del santo evangelio que habla del misericordioso perdón de los
pecados en Cristo, se enciende en é1 una chispa de fe" (FC, DS, 11, 54), y
que "Dios, en su infinita bondad y misericordia, viene primero a nosotros
y hace que su santo evangelio sea predicado. Mediante este santo evangelio, el
Espíritu Santo desea obrar y realizar en nosotros esta conversión y renovación,
y mediante la predicación y el estudio de su palabra enciende en nosotros la fe
y otras virtudes piadosas" (FC, DS, 11, 51).
Sí,
así es, solamente mediante el evangelio se convierta y se renueva el pecador.
Sólo el evangelio nos habla de Cristo, el único Salvador y Redentor, de aquella
justicia que Cristo ha merecido, del perdón de los pecados, y de la vida
venidera. Por medio de esta predicación, el corazón del pecador es alegrado y
consolado, o, lo que es la misma cosa, se enciende en el corazón "una
chispa de fe". Sin embargo, cuando tan sólo una chispa de fe brilla en el
corazón, entonces, y solamente entonces, el hombre es verdaderamente convertido
y renovado. Con esto el entendimiento y la voluntad han sido renovados. La fe
es una nueva luz en el corazón, un nuevo conocimiento, confianza salvadora en
Dios. De ella fluye el amor hacia Dios y todo lo bueno. Luego se encienden
todas las "otras virtudes piadosas" en el corazón. Es solamente la
predicación del evangelio que vivifica, que otorga el Espíritu, que suscita
vida espiritual piadosa en el corazón. El evangelio es la semilla de la
regeneración. Así el evangelio, y solamente el evangelio, es el poder de Dios
para salvación. Conforme a esto, Pablo escribe que por medio del evangelio Dios
nos ha salvado y ha traído a la luz la vida y la inmortalidad. (2 Timoteo
1:9-10.)
Es
cierto que el consuelo en la gracia de Dios y la fe no encuentra lugar en
ninguna otra parte que en el corazón quebrantado y contrito. El consuelo echa
raíz solamente en un corazón aterrorizado. Los que están enfermos tienen
necesidad de un médico, no los que están sanos. Uno tiene que estar muerto para
poder ser vivificado. Y éste es el oficio y efecto de la ley, que señala la
enfermedad del pecado, que mata, que llena con terror, y que causa la ira. Así
la contrición, obrada por la ley, es necesaria para el arrepentimiento y la
conversión. En otras palabras, la contrición es una parte esencial del
arrepentimiento, del proceso de la conversión. Así testifica la Apología,
artículo XII: "Y ya que la fe debe traer consuelo y paz en la
conciencia... sigue que antes había en la conciencia terror y ansiedad."
"Pero, se dice, si aterroriza, es para dar lugar al consuelo y a la
vivificación." (Apología XII, 46, Texto alemán 51) Y la Fórmula de
Concordia., artículo 5, dice: "Pues el evangelio promulga el perdón de los
pecados, no al corazón que se halla en la seguridad carnal, sino al perturbado
y penitente." (FC, DS, V, 9) En este sentido el llamamiento al
arrepentimiento que fue proclamado por Juan, como Lutero lo señaló, dejó al
corazón "preparado para el Señor a recibir la gracia." (Art. de Esm.,
III, III, 5)
La
Iglesia papal ha cambiado esta contritio pasiva en una contritio activa, ha
convertido la contrición en una obra meritoria del hombre. Y contra estos
errores la Apología dice, artículo XII: "Pero el asunto se complica mucho
más aún. Enseñan que por la contrición conseguimos la gracia. Si en este
contexto, alguien preguntara por qué Saúl, Judas y otros semejantes no
consiguieron la gracia, aún cuando se hallaban terriblemente contritos, habría
que responderle: Fue con la fe y el evangelio, Judas no creyó, porque no
levantó su ánimo con el evangelio y la promesa de Cristo. Porque la fe es lo
que hace diferente la contrición de Judas y la de Pedro. Pero nuestros
adversarios llevan la cuestión al terreno de la ley, y responden: Fue porque
Judas no amó a Dios, sino que temió el castigo. ¿Cuándo, sin embargo, podrá una
conciencia aterrorizada, sobre todo en esos momentos de terror verdaderamente
serios y graves como los que se describen en los salmos y los profetas y que
sin duda experimentan las personas que de verdad se convierten — cuándo podrá
esta conciencia juzgar si teme a Dios por causa de Dios mismo o si le teme
porque está huyendo de las penas eternas? Estas grandes conmociones pueden
distinguirse con letras y palabras, pero en la realidad no se distinguen de la
manera como sueñan esos afables sofistas." (Apología, Artículo XII, 8 y 9)
El
error papista que se menciona y refuta aquí, últimamente ha tomado una forma
nueva. Algunos no ven la contrición exactamente como una obra meritoria; no
sugieren precisamente que los pecados son lavados por las lágrimas de
arrepentimiento; sin embargo ven en tal contrición evocada por la predicación
de la ley un impulso verdaderamente bueno, agradable a Dios, el principio de la
renovación. La necesidad se convierte en una virtud. El conocimiento del pecado
y la sensación de la ira divina son consideras verdadera humildad y temor del
Señor. Sí, es posible que el hombre en su tristeza pecaminosa se bañe con
satisfacción propia y se jacte de la confesión de su pecado. Muchos se han
enorgullecido de lamentar y quejarse de su debilidad pecaminosa y de la
profunda corrupción de la naturaleza humana, y en exhibir el rostro y
apariencia de pobres pecadores ante el mundo entero.
Tales
opiniones acerca de la contrición y arrepentimiento son diametralmente opuestas
a la doctrina bíblica de la ley y sus efectos. Según las Escrituras la ley fue
dada solamente por causa del pecado y no para hacer al hombre piadoso. La
Biblia enseña un triple efecto de la ley en los no regenerados, o sea, revelar
el pecado y el mal en el hombre, castigar y condenar el pecado, y hasta
aumentar e incrementar el pecado. Por la ley es el conocimiento del pecado. La
ley obra la ira. "La ley se introdujo para que el pecado abundase"
(Romanos 5:20). La ley revela el pecado, convence al pecador de su transgresión
y culpa. Y si el pecador ha sido convencido de sus crímenes y de la corrupción
total de su naturaleza, si reconoce que no hay nada bueno en él, si se confiesa
culpable de ofender cada mandamiento de Dios, ¿cómo luego es tal confesión de
culpa en sí algo loable y una virtud? El pecador en quien la ley ha hecho su
trabajo, a quien la ley realmente ha encerrado bajo pecado, ve y encuentra, no
importa en donde mire, en cada parte de su vida, en su conducta, en su corazón,
solamente la noche y las tinieblas del pecado; pero conocer y reconocer este
hecho ciertamente no trae luz a su noche, ciertamente no convierte el pecado,
el mal, en algo bueno. La ley aterroriza y condena al pecador y lo encierra bajo
la ira y el juicio de Dios. La contrición obrada por la ley frecuentemente es
llamada brevemente el terror de la ley en nuestras confesiones. Sin embargo,
tal terror, la sensación de la ira de Dios, no es verdaderamente en sí misma
"una sensación y sentimiento más noble." Esta ira producida por la
ley no es una ira imaginaria. Todo el que ha experimentado tales
"verdaderos y grandes terrores, que son descritos en los salmos y los
profetas," verdaderamente ha experimentado la agonía y el terror del
infierno. Cuando, sin embargo, estos condenados al infierno no ven, buscan,
sienten nada sino la agonía, la ira y la condenación, y cuando por consiguiente
lloran y crujen sus dientes, ¿es eso algo bueno, el deseo para el bien? La ley
no ayuda al hombre a hacer el bien, más bien aumenta el pecado real, verdadero,
principal, la resistencia a Dios.
Nos
acordamos una vez más de lo que dice Lutero en los Artículos de Esmalcalda,
III, II: "La función principal o virtud de la ley es revelar el pecado
original con los frutos y todo lo demás y mostrar al hombre cuán profundo y
abismalmente ha caído y está corrompida su naturaleza... Con ello el hombre se
espanta, se siente fracasado, desesperado; quisiera ser socorrido y no sabe
dónde refugiarse; comienza a ser enemigo de Dios y a murmurar." (Art.
Esm., III, III, 4). Eso porque lo que la ley produce en el hombre es terror,
depresión, desesperación. Pero la desesperación no es algo que agrada a Dios.
El que se desespera no da toda gloria a Dios. Es cierto, la desesperación es
diferente del desafío, de la insolencia, de la satisfacción consigo mismo. La
ley convierte a pecadores insolentes en pecadores desesperados. Pero el pecador
no es de ningún modo mejorado en esta manera; no hay en lo mínimo un principio
de la conversión. Tanto la desesperación y el desafío son productos del corazón
humano corrupto. La desesperación es tan mala como el desafío. A fin de
cuentas, la desesperación no es otra cosa que enemistad contra Dios. Así
Lutero, describiendo al pecador encerrado bajo la ley, que ha luchado con la
desesperación, dice que "empieza a ser enemigo de Dios y a murmurar."
El que ha sido aterrorizado y humillado por la ley se queja contra Dios y se
hace su enemigo. También se hace enemigo de sí mismo y odia el pecado en cierto
sentido. Abomina y maldice su mala obra. Quisiera nunca haber cometido este o
aquel pecado. Sin embargo, no es enemigo del pecado porque es pecado y
transgresión; más bien abomina el pecado a causa de sus malas consecuencias,
porque le ha echado en la miseria, en la desgracia. Finalmente tal odio,
enemistad, antipatía, se dirige contra Dios porque ha dado una ley tan severa y
porque carga a su cuenta las transgresiones del hombre y porque ha amenazado
vengarse de la transgresión con ira y castigo. Los que experimentan los
terrores de la ley realmente están en el infierno. Los condenados en el
infierno abominan sus malas obras, quisieran nunca haber vivido, sin embargo,
por otro lado son enemigos de Dios y llenos de resentimiento contra él por
haberlos llevado a este lugar de tormento.
Lo
que la Apología dice en la última cita acerca de la contrición de Judas y de
Saúl es significante. Ciertamente eran "terriblemente contritos."
Saúl sintió temor mortal. La Escritura expresamente testifica que Judas
"se arrepintió" a causa de su pecado. Los dos evidentemente fueron
hijos de perdición. Después de haber caído de Dios, primero siguieron en sus
cegueras y en la insolencia y el orgullo de su corazón. Después fueron
zarandeados por el terror de la desesperación, y ningún rayo de luz jamás volvió
a entrar en sus almas entenebrecidas. La contrición, que luego siguió, no
interrumpió la condición de muerte espiritual ni la aminoró en ninguna forma.
La contrición, el terror de la ley, no reforma. Judas es un ejemplo de la
contrición tanto como Pedro. No es correcto pensar que la contrición y el dolor
de Pedro fueran más intensos que los de Judas. La diferencia entre el
arrepentimiento de Pedro y el de Judas estaba en otra parte. La contrición que
vemos en Judas no fue una contrición fingida, no una mera contrición de los
labios, de la cual el corazón no supo nada. Judas reconoció y sintió el peso
aterrorizador y lo enorme de su culpa. Y su pecado constantemente estaba
delante de él. Sentía haber traicionado sangre inocente, que había traicionado
al Señor de gloria. Cuando devolvió aquellas monedas de plata a los sumos
sacerdotes, de ningún modo deseaba por esa acción quitarse su culpa y
responsabilidad, más bien los sumos sacerdotes en su actitud no arrepentido,
endurecidos rehusaban asumir ninguna parte de esta culpa, diciendo a Judas:
"¡Allá tú!" Y con todo eso Judas con toda su contrición no fue en
ningún grado mejor que ellos. Al echar las monedas de plata en el templo, luchó
con Dios y con el hombre. Y siguió su camino en su desesperación y entregó su
alma a la muerte eterna. De este ejemplo aprendemos a cuáles extremos la ley
impulsará al hombre.
¿Pero
no dice Lutero al mismo tiempo del pecador que se desespera bajo la ley que
"ansiosamente desea socorro, pero no ve ningún escape?" ¿No es,
luego, suscitado un deseo para el auxilio mediante la ley? ¿Y no es tal deseo
para la redención el principio de la redención? Es cierto, enseñamos que la
primera chispa de deseo para la salvación es fe verdadera. Y donde ésta se ha
encendido en el corazón., un cambio y la renovación ya han ocurrido; allí el
hombre es convertido. Pero aquí tenemos que distinguir entre deseo y deseo. El
deseo para la salvación en Cristo, el suspiro que levanta desde lo profundo a
Dios, es el primer impulso de la fe. Pero esto es producido solamente por el
evangelio. Hay, sin embargo, un deseo del corazón natural, no convertido, pero
éste no se dirige a la gracia de Cristo, a Dios, sino más bien busca alivio de
la ansiedad y el dolor de la conciencia, de la ira y del terror. Y este deseo
para el auxilio, sin saber de dónde tal auxilio debe venir, este deseo que es
muy compatible con la murmuración y la enemistad contra Dios, es evidentemente
uno de los últimos efectos de la ley. Se oyen a veces expresiones tales como
éstas en sermones que tratan de la conversión del pecador: primero el pecador
es convencido de sus pecados por la ley y luego aterrorizado por la ira y la
condenación de Dios, y finalmente, no encontrando ningún auxilio y liberación
ni dentro ni fuera de sí mismo, vuelve a Dios y ruega por misericordia. En sí
mismo eso es hablar correctamente. Sin embargo, tiene que notarse y explicarse
claramente que este último efecto, este ruego por la misericordia, ya no es un
fruto y efecto de la ley sino más bien ha sido producido por la predicación del
evangelio. "¡Ay, como quisiera quitarme de mi tortura y del dolor y de mi
mala conciencia!" Este deseo es causado por los terrores de la ley y es
lejos de ser una oración o una actitud mental piadosa. Hasta el rico en el
infierno todavía expresó la esperanza de que sus hermanos no llegaran a su
lugar de tormento. Él mismo deseó ser rescatado si fuera posible. Por otro
lado, el grito: "¡Señor ayúdame estoy pereciendo!" se levanta desde
un corazón aterrorizado solamente después que ha sido tocado por el evangelio,
y es una prueba del hecho de que el evangelio ha echado raíz en el corazón.
Lutero
describe la contrición obrada por la ley en los Artículos de Esmalcalda y en
otras partes como desesperación, enemistad contra Dios. ¿Pero no se contradice
Lutero? En sus escritos frecuentemente insiste en tal dolor que fluye del amor
a Dios, del amor a la justicia. En su sermón acerca del arrepentimiento, 1517,
escribe: "Por lo tanto primero lleva al hombre a amar la justicia, y sin
tu enseñanza tendrá dolor por sus pecados; amará a Cristo, y se odiará a sí
mismo sin reservas." Y otra vez, "Si tú, sin embargo, deseas ser
contrito motivado por el amor para una vida nueva y mejor, estarás
verdaderamente contrito, aunque ni un solo hombre fuera contrito, o se
arrepintiera, y aunque el mundo entero actuara de un modo diferente, y aunque
no hubiera dado atención ni a un solo mandamiento." (Edición de St. Louis
X: 1224). Bien, tal contrición que tiene como su fuente el amor a Dios y de lo
que es bueno, que odia el pecado por amor a Dios, ciertamente es una actitud
buena, agradable a Dios. Pero aquí Lutero no habla de la contrición que es
producida por la ley y sus terrores, sino de la contrición en otra etapa. Está
hablando de la manera y forma de contrición en el cristiano penitente,
creyente, un fruto del evangelio. Explica claramente su significado en el
Sermón acerca del Sacramento de la Penitencia., 1518, diciendo: "Donde no
hay fe, no hay contrición" (Edición de St. Louis, X, 1941).
Eso
nos lleva a otro punto en nuestra meditación. Pero primero una palabra final
acerca del concepto erróneo, propiamente papista, de la contrición como una
virtud, como el principio de la reforma y la conversión. No es otra cosa que la
levadura del pelagianismo. Si es sumisión real y voluntaria a la voluntad y
juicio de Dios, si la verdadera humildad y temor se encuentran en el hombre
antes de la venida del evangelio, luego hay en el hombre algo bueno por
naturaleza. Decir que Dios lo efectúa mediante la ley no ayuda el asunto. La
ley solamente exige, diciendo lo que el hombre debe hacer, y aplica la
maldición y la ira al que no cumpla estas exigencias. La ley no da nada.
Solamente revela lo que está en el hombre. Si, por tanto, por medio de la ley y
sus terrores el pecador fuera al menos inducido a humillarse bajo el santo Dios
y dar la gloria a Dios, luego todo lo que sucedería sería que un buen germen y
semilla, latente hasta ese punto, ahora sería traído a la luz, y se
desarrollaría. Se haría evidente que a pesar de todo el pecado y la corrupción
natural, todavía habría una inclinación e impulso hacia el bien en el hombre.
Pero no, no es así. La ley revela que no hay nada bueno en el hombre, sino
solamente el pecado, que el hombre es totalmente corrupto, una criatura perdida
y condenada. La ley no incita al hombre al bien, a la reforma, sino más bien al
pecado y a la transgresión y resistencia contra Dios.
Ya
hemos tocado el punto de divergencia entre la ley y el evangelio, en donde la
ley deja al hombre a su suerte y donde el evangelio llega al socorro del
hombre. Después que la ley haya cumplido su oficio, haya llevado al pecador a
la desesperación, el evangelio entra en la lucha. Tal vez valga la pena notar
que la ley ha cumplido su oficio aunque el pecador no experimente en la misma
medida como David, Pedro, María Magdalena "esos verdaderos y grandes
terrores que son descritos en los salmos y los profetas." La desesperación
frecuentemente se revela solamente como una inquietud interior en el alma, y el
"murmurar contra Dios" que la acompaña como una insatisfacción
interna. Con todo eso el pecador bajo la influencia de la ley está en enemistad
consigo mismo, con el mundo y con Dios, y no ve ningún escape.
Y es
precisamente en este punto que el evangelio entra. En medio del terror de la
ley, en la ansiedad y la desesperación, en la mente inquieta, desesperada,
herida, cae ahora un rayo del rostro del Dios de gracia y misericordia por
medio de la predicación del evangelio. Una chispa de fe y deseo se enciende en
el corazón entenebrecido. Dios planta la semilla de la regeneración en el campo
arado. Hasta este punto solamente el pecado y la ira obran en la conciencia del
pecador; hasta este punto extiende la contrición de la desesperación, que
encuentra su expresión plena en la enemistad concreada contra Dios. "Antes
de la regeneración," "antes que el hombre sea convertido," para
hablar con la Fórmula de la Concordia, "es y queda un enemigo de
Dios." Sí, esta enemistad se dirige también contra el evangelio, "el
cual el hombre natural considera locura". Pero ahora este poder
maravilloso y la gracia de Dios, la obra potente del Espíritu Santo, que por
medio del evangelio hace corazones voluntarios de corazones resistentes, planta
el asentimiento a la Palabra en ellos, "de tal manera que el entendimiento
entenebrecido se cambia en uno iluminado, y la voluntad perversa en una
obediente." (FC, DS, II, 60.) El pecador que hasta ahora ha experimentado
solamente el pecado y el terror y la ira de la ley, oye la Palabra de Jesús, el
Salvador del pecado. Y por el Espíritu y la gracia de Dios esta palabra
enciende una llama en el corazón del pecador. Ha surgido en su corazón una
nueva luz de conocimiento. Ahora también sabe algo de la gracia y la
misericordia de Dios. Y ahora surge dentro de él, por la obra del Espíritu
Santo, el deseo, la esperanza, aunque sea sólo una esperanza débil, temerosa,
de que Dios sea misericordioso a él también por los méritos de Cristo. Este
deseo, este suspiro se dirige hacia Dios, quien ha sido revelado a é1 en el evangelio.
Luego el corazón, la mente y la voluntad del pecador ahora se dirigen hacia
Dios. Su voluntad ha sido renovada. El pecador es convertido a Dios. Sea tan
débil como fuere su añoranza, su suspiro, su deseo, sin embargo se apropia de y
toca a Cristo, el Redentor. Por lo tanto el pecador cree ahora en Cristo y es
convertido y salvo por medio de la fe. Tal es el efecto que Dios quiso desde el
principio, aún con la predicación de la ley. Al predicar el terror de la ley,
Dios solamente quería hacer lugar para el evangelio, "Ut sit locus
consolatione et vivificationi." Dios no quiere la muerte del pecador, sino
que el pecador se convierta de su mal camino y viva. Tan seriamente como
tenemos que subrayar el pensamiento de que la ley obra la ira, y solamente la
ira, tan poco como debemos minimizar en nada el terror de la ley, tan
enfáticamente tenemos que hacer hincapié en que Juan solamente preparó el
camino para Cristo, que Moisés solamente es un siervo en la casa de Dios, pero
que Cristo es el Señor, que el evangelio es la palabra segunda y última y
decisiva, que es solamente servida por la primera palabra, la de la ley.
Nuestros pensamientos, por supuesto, no son capaces de comprender esta palabra
doble, contradictoria, el terror de la ley y el consuelo del evangelio, como
una palabra. No podemos comprender cómo estas dos palabras y voluntades
encuentren lugar en Dios. La ley proclama y revela la ira de Dios. Y la ira
revelada por la ley no es una ira imaginaria, sino la ira genuina de Dios, que
quema hasta lo más profundo del infierno. Por otro lado, en el evangelio Dios
ha revelado su corazón paternal y ha prometido a los pecadores que están
totalmente sin defensa, a los condenados, gracia en Cristo, el perdón, la vida
y la salvación.
Cómo
el mismo Dios puede estar airado con los pecadores y al mismo tiempo amarlos es
algo que sobrepasa nuestros pensamientos y comprensión. Es aquella gracia de
Dios profunda y por lo tanto insondable e incomprensible, que por medio de
Cristo ha cambiado el pecado en justicia, la ira y la maldición en bendición y
salvación. Aquí tomamos cautivas nuestra razón y creemos acerca de Dios tanto
la una cosa como la otra. Creemos y seguimos la Escritura, que nos habla de la
palabra y voluntad doble de Dios. Pero conforme a la Escritura, consideramos el
evangelio la revelación mayor y más sublime de Dios, a la cual la primera
revelación es sujeta y preparatoria. Hablamos de la ley y del evangelio. El
evangelio es la segunda y última revelación. Allí queda el asunto. El terror de
la ley ha sido extinguido por el evangelio. El que la segunda revelación es más
sublime es evidente también del hecho de que es el primero en punto del tiempo.
En Gálatas 3:15,16, el apóstol Pablo explica que el pacto de la promesa fue
confirmado antes y que la ley solamente fue agregada después.
Previamente,
describiendo la contrición en su esencia, rechazamos conceptos falsos que
limitarían "el terror de la ley." Ahora, hablando de la fe y la
relación de la contrición a la fe, de la misma manera tenemos que excluir los
conceptos erróneos, los pensamientos no evangélicos. Es un error pensar y
enseñar del asunto como si Dios se deleitara en los dolores de conciencia del
pecador contrito. Es también erróneo pensar y enseñar que Dios no quiere que el
pecador tenga el consuelo del evangelio inmediatamente. Otra vez, es un error
pensar que el pecador tiene, al menos en parte, que sufrir é1 mismo el castigo
antes que sea imputada la expiación y la satisfacción que Cristo ha ofrecido.
No, más bien por medio de la ley Dios hunde a los pecadores seguros en la
desesperación, solamente con el propósito de que puedan entender que es un
Salvador del pecado, para que puedan comprender el consuelo del perdón.
De
la misma manera también es un concepto metodista, pietista y no evangélico del
arrepentimiento y la conversión requerir un período de mayor o menor extensión
de tormenta y lucha, como si el pecador según la voluntad y orden de Dios
tuviera que ser ejercido en la escuela de los terrores de la ley antes de poder
admitirlo al plano superior de la fe y el estado del hijo. Eso ciertamente
sería una curación y ejercicio cuestionable. En medio del terror y la
desesperación podría pronto dejar de respirar. Hablando del arrepentimiento,
Lutero, en los Artículos de Esmalcalda, III, III, nota: "Sin embargo,
cuando la ley ejerce tal función sola, sin el apoyo del evangelio, es la
muerte, el infierno, y el hombre debe caer en desesperación, como Saúl y
Judas." (Artículos de Esmalcalda III, III, 7) Pero no, no es así y no debe
ser así. Tenemos que notar bien lo que Lutero expresa en el mismo contexto:
"A esta función el Nuevo Testamento agrega inmediatamente la consoladora
promesa de la gracia, promesa dada por el evangelio." (Artículos de
Esmalcalda III, III, 4) Pronto se agrega el evangelio a la ley. Tan pronto como
la ley haya ejercido su oficio, el evangelio está a la mano e inmediatamente
recoge al pecador de la desesperación y la angustia para que no perezca como lo
hicieron Saúl y Judas. Dios lleva al infierno, pero inmediatamente saca de
allí. En la Fórmula de la Concordia leemos, Declaración Sólida, Artículo V:
"Que por la predicación de la ley y sus amenazas, en el ministerio del
Nuevo Testamento, los corazones de los impenitentes puedan ser aterrorizados y
traídos al conocimiento de sus pecados y al arrepentimiento; pero no de tal
manera que a raíz de este procedimiento pierdan el ánimo y se desesperen, sino
para que (ya que la ley es un ayo para llevarnos a Cristo... ) sean consolados
y fortalecidos más tarde mediante la predicación del santo evangelio de Cristo
nuestro Señor'." Por tanto la Fórmula de la Concordia nos recuerda en el
mismo artículo: "Desde el principio del mundo estas dos doctrinas se han
enseñado siempre en la iglesia de Dios, con su debida distinción." (FC, DS,
V, 24,23) En las Escrituras también las dos proclamaciones se acompañan. Todos
los mensajes proféticos como también todas las instrucciones y amonestaciones
apostólicas contienen ley y evangelio. La ley y el evangelio frecuentemente
están íntimamente unidos en una misma oración. Cristo mismo testificó y dijo:
"Arrepentios y creed en el evangelio." Tan frecuentemente y tan
pronto como el hombre dé oído a la Palabra de Dios, oye las dos voces, la de la
ley y la del evangelio. Y Dios está en serio cuando su palabra se nos proclama,
está en serio con la proclamación de la ley tanto como con la proclamación del
evangelio. Así la Fórmula de la Concordia, al describir el evento de la
conversión, resume los dos efectos, el de la ley y el del evangelio, diciendo: "Por
estos medios, a saber por la predicación y el oír de la palabra, obra Dios en
el hombre, quebranta su corazón y lo atrae a sí mismo, de manera que mediante
la predicación de la ley viene el hombre al conocimiento de su pecado y la ira
de Dios. Y experimenta en su corazón verdadero terror, contrición y pesar, y
mediante la predicación y consideración del santo evangelio que habla del
misericordioso perdón de los pecados en Cristo, se enciende en él una chispa de
fe, con la cual acepta el perdón de los pecados por causa de Cristo y se
consuela a sí mismo en la promesa del evangelio; y de este modo se envía al
corazón del hombre el Espíritu Santo que obra todo esto, Gálatas 4:6."
(FC, DS, 11, 54) Pero ¿no es cierto que muchos pobres pecadores andan por mucho
tiempo bajo la carga de sus pecados, bajo
el
yugo de la ley, antes de experimentar nada de los poderes del evangelio? En
primer lugar, se tiene que quitar un concepto erróneo. Hay muchos que se
engañan en cuanto a su propio arrepentimiento y conversión. En el tiempo en que
solamente experimentaba el terror de la ley y nada del consuelo del evangelio,
sin embargo suspiraba a Dios para la gracia y la misericordia. Ya entonces
estaba encendido en su corazón más que una mínima chispa de fe. En el tiempo en
que é1 pensaba que vivía enteramente bajo la ley, ya era un hijo creyente de
Dios. Fue convertido, aun cuando se consideraba a sí mismo como no convertido.
Sin embargo, es cierto que otros realmente tienen que luchar con la ley, el
pecado y la ira por más tiempo antes de llegar a la fe. Pero ellos mismos son
la causa de su infeliz condición; Dios no tiene la culpa. Dios no llega
demasiado tarde con su evangelio. Cierran su corazón al evangelio. Y es posible
que una persona quede en la desesperación hasta el fin y se muera en la
desesperación. Tal es la contrición de Judas, una verdadera contrición, pero
sin fe. Y tal hombre tiene la culpa él mismo de que no cree. Cuando Judas
empezó a entristecerse y lamentar sus pecados, vio como Jesús fue llevado al
lugar de su ejecución. Él también había oído el testimonio de Juan: "He
aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo." Pero no dio lugar
para este testimonio en su corazón. Es la culpa del hombre, no de Dios y del
evangelio, si la contrición, la desesperación, el murmurar, la enemistad contra
Dios, se aumentan, si la fe nunca entra. No podemos jamás olvidar que el hombre
puede en cada paso resistir la obra de Dios. Por medio de la incredulidad puede
obstruir el camino del evangelio. Puede también desafiar a la ley de Dios, o se
zafa del primer terror de la ley y mata su conciencia alarmada. Así Dios
frecuentemente tiene que tocar dos, tres veces, o con más frecuencia con su
palabra hasta alcanzar su meta. De otro modo no habría ninguna conversión.
Tampoco fuerza Dios a nadie con la ley o con el evangelio. "Y aunque Dios
no obliga al hombre a la conversión" para decirlo en las palabras de la
Fórmula de la Concordia "no obstante, Dios el Señor atrae al hombre al
cual desea convertir", (FC, DS, 11, 60), y atrae en la manera previamente
descrita, o sea, llevándolo al arrepentimiento por medio de la predicación de
la ley y a la fe por medio de la predicación del evangelio. En el momento de la
conversión las dos cosas ocurren simultáneamente, o sea, que la ley, el pecado,
la ira, poderosa y vigorosamente se esfuerzan, pero al mismo tiempo tienen que
ceder al poder, la eficacia y el consuelo del evangelio.
En
la conversión., la contrición, que es el terror de la ley, cede al consuelo del
evangelio. Sin embargo, eso no quiere decir que la fe obrada por el evangelio
ahora completamente elimina del corazón la contrición., la conciencia del
pecado, la culpa, el castigo. Todavía tenemos que considerar un último punto si
quisiéramos correctamente determinar la relación de la contrición con la fe. Ya
la hemos indicado arriba. La fe no anula enteramente la contrición, sino que la
cambia en otra cosa. Por la fe el hombre es nacido de nuevo. Y en ese corazón
regenerado, la morada del Espíritu Santo, se suscitan toda clase de emociones
espirituales. Entre ellas está la contrición. Junto con la fe, "enciende
en nosotros otras virtudes piadosas", como la Fórmula de la Concordia lo
expresa, (FC, DS, 11, 71). La contrición también es ahora tal virtud piadosa.
Aunque el pecador convertido ahora se aferra a Cristo por la fe, aunque su
corazón, mente y voluntad se dirigen hacia Dios, sin embargo no puede de una
vez olvidar sus pecados anteriores, los cuales ha aprendido a reconocer por
medio de la ley. Sin embargo, el pecado, revelado por la ley, ahora aparece en
una nueva luz. Ahora se despierta en é1 tristeza piadosa. Le da pesar ahora de
que con sus pecados ha ofendido a Dios. Y ahora odia el pecado con todo su
corazón, no a causa de sus terribles consecuencias, sino por la cosa misma como
algo que es contrario a Dios; odia el pecado por el amor a Dios. En el poder de
Dios el Espíritu Santo, quien mora en él, ahora está capacitado para abstenerse
de y evitar el pecado. Así por la operación del evangelio, el terror de la ley
se ha convertido en una contrición bendita "de que no hay que
arrepentirse" (2 Corintios 7:10). Esta contrición, fundada en la fe y el
amor de Dios, es aquella contrición genuina de la cual Lutero frecuentemente
habla, una actitud agradable a Dios. Es la verdadera humildad y temor del
Señor. Tal contrición movió el corazón de Pedro quien salió y lloró
amargamente, y de la gran adúltera que mojó los pies de Jesús con sus lágrimas.
Desde
este punto de vista comenzamos a obtener un entendimiento correcto de los
suspiros y las oraciones de arrepentimiento de los santos, por ejemplo de los
Salmos penitenciales de David. Cuando la Palabra del Señor había llegado a
David por boca del profeta Natán, fue herido y molido por la vara de la ley.
Cuando David en sus salmos penitenciales habla de las flechas del Todopoderoso
que le han penetrado, de la mano del Señor que pesa sobre él, del hecho de que
el Señor ha escondido de él su rostro, y el hecho de que ha sido bajado al hoyo
profundo, con eso da prueba de que ha experimentado y sentido aquellas grandes
ansiedades y terrores de la ley. Después de que la carga de su culpa y sus
obras malas habían caído sobre su conciencia, sin embargo inmediatamente había
también oído la voz consoladora del evangelio: "Jehová también te ha
quitado tu pecado," y lo había aceptado en fe. Por la fe, como un pecador
convertido y perdonado, ahora compone y canta sus salmos penitenciales. Ellos
son oraciones. Confiesa sus pecados delante de Dios. Derrama la tristeza de su
alma ante él. Pero la oración presupone la fe en Dios. Solamente el creyente
puede orar a Dios. David ora e implora a Dios: "Ten piedad de mí, oh Dios,
conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis
rebeliones." (Salmo 51:1) Esta es una indicación de su actitud hacía Dios.
Conoce y reconoce a Dios como el que es misericordioso y piadoso. Se inclinaban
hacia él los deseos de su alma. Por tanto creía desde el corazón. Sus oraciones
penitenciales y la tristeza piadosa en ellas son el fruto de la fe, fruto del evangelio.
Así todos los cristianos penitentes, creyentes, toman sobre sus labios los
himnos penitenciales de David y en ellos llevan a Dios un sacrificio de olor
agradable. Junto con el publicano en la parábola decimos: "Dios, se
propicio a mí, pecador," e indicamos con esto que la gracia de Dios ya ha
echado raíz en nuestros corazones.
Esta
contrición bendita, agradable a Dios, estas tristezas piadosas, fluyen de la fe
y otra vez sirven a la fe. ¿Qué más es la fe que el gozo y consuelo de un pobre
pecador en la gracia de Dios? Y el crecimiento en la fe consiste en esto, que
el pobre pecador aprenda a conocer la profundidad y la anchura de la gracia de
Dios constantemente y gane un corazón más gozoso y más consolado. Tal fe, tal
gozo en el Señor y su salvación, sin embargo, es ejercicio, aumentado y
fortalecido por la tristeza piadosa. Si somos plenamente conscientes de
nuestras graves ofensas contra el Dios fiel, le agradeceremos con más fervor el
habernos perdonado todos los pecados que hemos cometido contra él.
Así
vemos el propósito de Dios en todo el procedimiento, o sea, salvar al pecador
de sus pecados. El terror de la ley, en las manos de Dios es solamente un medio
para este fin saludable. De hecho, Dios no desea ni busca ninguna otra cosa que
esto, que su gracia, insondable e ilimitable, sea glorificada y alabada por
todos los pecadores en el tiempo y en la eternidad. Y todo lo que ahora hace en
el pecador por medio de la ley y el evangelio tiene que servir para alcanzar la
meta final, noble, sublime.
Jorge
Stoeckhardt