viernes, 1 de mayo de 2020

QUERIDOS HERMANOS EN CRISTO JESÚS SOMOS REDIMIDOS





Efesios 4:25-32

25Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros. 26Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, 27ni deis lugar al diablo. 28El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad. 29Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes. 30Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. 31Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. 32Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.

Al continuar nuestra serie de devociones sobre los Diez Mandamientos — y hoy nos enfocamos en el octavo mandamiento — quiero comenzar haciendo una pregunta: “¿Cuántas veces durante esta semana han pensado o hablado mal de alguien?” Y lo opuesto: “¿Cuántas veces durante esta semana han hablado bien de alguien, lo han defendido a él o ella cuando fue criticado de manera injusta, e interpretó algo que alguien ha hecho o dicho en el mejor sentido más bien que apresurarse para sacar conclusiones infundadas o sin suficiente evidencia? ¡Tengamos presentes estos pensamientos al considerar el octavo mandamiento!

La mayoría hemos aprendido el octavo mandamiento cuando estudiamos el Catecismo. Dice: “No hablarás falso testimonio contra tu prójimo”, y significa: “Debemos temer y amar a Dios, de modo que no mintamos contra nuestro prójimo, ni le traicionemos, ni le calumniemos, ni  le difamemos, sino que le disculpemos, hablemos bien de él e interpretemos todo en el mejor sentido.” Estoy seguro de que estamos de acuerdo con que es fácil decir estas palabras, pero es difícil ponerlas en práctica.

Dios nos ha dado el octavo mandamiento para salvaguardar nuestra buena reputación. Un buen nombre, o reputación es de hecho una gran bendición. La gente que ha perdido su buena reputación ha perdido mucho y ha encontrado que es muy difícil recobrarla. Algunos han tenido que cambiarse a otro sitio para comenzar de nuevo su vida.

La Biblia dice que “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas” (Pro. 22:1). Shakespeare entendió el valor de una buena reputación cuando escribió: “El que roba mi bolsillo, roba basura; fue mío, es suyo, y ha sido esclavo de miles; pero él que me roba mi buen nombre, me roba aquello que no lo enriquece a él, pero me deja a mí verdaderamente empobrecido.”

Sí, los pecados contra el octavo mandamiento son muy graves, tan graves como el asesinato, el adulterio, el robo y el hurto. Satanás, por supuesto, quisiera que pensáramos que los pecados contra el octavo mandamiento no son tan serios como los pecados contra los otros mandamientos. Y es triste que nosotros los cristianos a menudo quebrantamos el octavo mandamiento como si estos pecados no fueran tan graves. Ni pensaríamos en asesinar a nadie, pero no creemos que sea tan serio calumniar o difamar a alguien. Tal vez por eso alguien observó: “El problema con el cristianismo es los cristianos.”

Y nuestro texto dice que los pecados contra el octavo mandamiento “entristecen al Espíritu Santo”, lo cual quiere decir que si continúan y no hay arrepentimiento, pueden conducir a la eterna condenación. ¡Así de graves son! El himno que cantamos hace unos momentos nos exhorta: “Huyamos de toda vana contención en palabras y cosas externas, de donde, por desgracia, sale tanta disensión y amargo rencor.” Otro himno lo expresa así:

Resentimiento, odio, y chistes crueles
No han de abrigarse en el pecho
En donde deben morar el amor y la caridad.
Luego, piensa y habla bien de otros,
Refrena de todo lo que conduce a pleitos
Y desfigura la vida verdaderamente cristiana.

Nuestro texto es un comentario sobre los pecados contra este mandamiento. En las palabras anteriores a nuestro texto, San Pablo señala que el viejo Adán dentro de nosotros está bien dispuesto a pensar y decir lo peor. Lo describe como “viciado conforme a los deseos engañosos”. Sí, el viejo Adán dentro de nosotros está vivito y coleando; es un aliado de Satanás. Es el criadero de toda clase de malos deseos; guarda rencores y alberga un espíritu de venganza. Por eso tenemos necesidad de ahogar todos los días al viejo Adán por medio de contrición y arrepentimiento diarios, porque si no, él nos ahogará en nuestros pecados.

Nuestro texto es también muy específico. Habla de “desechando la mentira” — “no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (es decir, no mueras con odio en tu corazón) — “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca”. Eso es hablar con claridad. En otra parte dice: “No habléis mal unos contra otros, hermanos” y el libro de Proverbios alista varias cosas que el Señor aborrece, y que su alma abomina. Incluidos en la lista están “los ojos altivos”, “la lengua mentirosa”, “el testigo falso que habla mentiras” y “el que siembra discordia entre hermanos”. (Pro. 6:16 ss.)

El apóstol Santiago da una descripción escalofriante de la lengua. Dice que es un “miembro pequeño” del cuerpo y lo compara con el “freno” en la boca de los caballos y el “timón” que controla una nave grande. Si no es controlada tiene la capacidad de causar daños inmensos, y describe esto como sigue: “¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.” (Santiago 3)

¡Cuánto tenemos que vigilar nuestras lenguas! Alguien nos ha recordado que Dios nos ha dado dos oídos y dos ojos y debemos seguir la pista, estando más prestos para oír que para hablar. Podemos aprender una lección del “buho viejo y sabio que vivía en un roble, entre más vio, menos habló; entre menos habló, más oyó; ¿por qué no podemos ser como esa ave?”

Creo que hemos comprendido el mensaje. Nuestro texto nos ha dado una buena dosis de la ley y estoy seguro de que nos estamos retorciendo. Eso es lo que hace la ley; expone nuestros pecados y nos hace sentirnos culpables, pero allí nos deja sin ofrecernos ninguna ayuda. No podemos llegar a un arreglo con la santa ley de Dios que exige la perfección. Nos deja allí colgados.

Si eso fuera todo lo que tuviera que decir, entonces tendríamos razón en desesperarnos. PERO HAY UNA SALIDA PARA NOSOTROS. Hoy estamos a punto de entrar en otra Semana Santa en donde miramos a nuestro Salvador que va a la cruz en donde pagó la pena completa para todo el pecado, incluyendo los pecados contra el octavo mandamiento. Hablamos de esto como su obediencia pasiva, con que voluntariamente entregó su vida por nosotros. Y luego está su obediencia activa con que llevó una vida perfecta en nuestro lugar, lo cual quiere decir que él guardó este mandamiento perfectamente en nuestro lugar de modo que Dios lo cuenta como si nosotros lo hubiéramos guardado. El apóstol Pedro describe su vida con estas palabras: “el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente.”

La Semana Santa es un tiempo para examinarse a sí mismo y arrepentirse. Reconozcamos por tanto nuestros pecados contra el octavo mandamiento con tristeza y pongamos nuestra confianza en nuestro Salvador que vivió y murió por nosotros. Cuando sabemos y creemos esto, podemos poner atención en las palabras finales de nuestro texto: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.” (Efesios 4:31-32).

Wilhelm W. Peterson