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Catedrática de Teoría e Historia de la Educación, Facultad de Ciencias de la
Educación, Universidad de Granada, España.
Síntesis:
En este artículo se presenta una reflexión sobre cómo están actuando los
códigos de género en la institución universitaria española y de qué modo siguen
marcando las relaciones de poder a través de la pervivencia cultural
androcéntrica que reacciona a la crítica feminista y contribuye a la
naturalización de las desigualdades de género y de las relaciones de
dominación. La universidad todavía se muestra como un ámbito privilegiado de
reproducción de la sociedad patriarcal en la que está inmersa, a pesar de las
transformaciones democráticas de su vieja estructura; y los códigos sociales de
género, aunque se trasforman, cobran nuevos significados para seguir
manteniendo la estructura de privilegios masculinos. Aspectos como la medida de
la excelencia, la violencia cotidiana y la complicidad colectiva que completan
esta reflexión inconclusa, apuntan a cómo las mujeres han ocupado cada vez más
espacio en la universidad, pero aún no la habitan.
Palabras
clave: género | universidad | feminismo | poder.
Códigos
de gênero na universidade
Síntese: Neste artigo apresenta-se uma reflexão sobre
o modo de atuação dos códigos de gênero na instituição universitária espanhola
e de que forma eles ainda definem as relações de poder nessa instituição,
através da predominância da cultura androcêntrica, que reage à crítica
feminista, contribuindo assim à naturalização das desigualdades de gênero e das
relações de dominação. A universidade segue mostrando-se como um espaço
privilegiado de reprodução da sociedade patriarcal na qual está imersa, apesar
das transformações democráticas de sua velha estrutura e dos códigos sociais de
gênero, que se transformam e adquirem novos significados, mas continuam
mantendo a estrutura de privilégios masculinos. Aspectos como a medida da
excelência, a violência cotidiana e a cumplicidade coletiva que completam esta
breve reflexão, apontam que, embora, cada vez mais, as mulheres venham ocupando
espaço na universidade, ainda não a habitam.
Palavras-chave:
gênero | universidade | feminismo | poder.
Gender
codes in university
Abstract:
This article shows a reflection on how gender codes are performing in the
Spanish university and how they continue to set the power relations through the
androcentric cultural survival that reacts to the feminist critique and
contributes to the naturalization of gender inequalities and relations of
domination. The university still is shown as a privileged field of reproduction
of the patriarchal society in which it is embedded, despite the democratic
transformation of its old structure; and social codes of gender, even they are
transformed, they charged new meanings to continue to maintain the structure of
male privilege
Issues
such as measure of excellence, daily violence and collective complicity
complete this unfinished reflection point to how women have occupied more and
more space at the university, but not yet inhabited.
Keywords:
gender | university | feminism | power.
La
Universidad: políticas de dominación de una institución patriarcal
La
universidad es considerada como el espacio donde se crea la ciencia, el lugar
de la reflexión y la sabiduría, de la creatividad, habitada por intelectuales
cuyos descubrimientos, opinión y magisterio deben hacer avanzar a la sociedad a
unas mayores cotas de felicidad y bienestar. En este marco, ha reproducido y
reproduce, aunque con mediaciones particulares, las condiciones de la sociedad
patriarcal en la que está inmersa (Martínez y Ballarín, 2005).
En las
últimasdécadas son muchos los trabajos que han mostrado cómo el saber y el
poder circulan en la universidad íntimamente unidos, aunque no siempre de la
mano. Los códigos sociales de género en este espacio, aunque se trasforman y
cobran nuevos significados, mantienen la estructura de privilegios masculinos
que desde su origen caracteriza a la institución universitaria. Nos ocuparemos
aquí de revisar cómo están actuando algunos de esos códigos de género en
nuestra universidad y de qué modo siguen marcando las relaciones de poder en
ella. Hablar de «enseñanza universitaria » es hablar de poder, tanto en el seno
del profesorado como entre profesorado y alumnado.
Pese a
que cada vez son más numerosas las voces que anuncian que la transformación
democrática de la universidad está cambiando sus estructuras feudales, no son
menos las que mantienen –en su mayoría de mujeres– que la vieja estructura
universitaria se resiste cuando las mujeres empujan.
Aunque
las resistencias más visibles afloran en los números, las más potentes, las
invisibles, se vinculan con el dominio del saber y la autoridad que se les
reconoce o se les niega. La creciente presencia de estudiantes universitarias,
que superan en su conjunto a los estudiantes varones 1 (mecd, 2015), se va aceptando
como algo natural. El esfuerzo y persistencia, más que su inteligencia
demostrada doblemente desde sus inicios como estudiantes a finales del siglo
xix, les ha reportado ocupar las aulas, pero en menor número las palestras y
cátedras 2 (mecd, 2015). Se produce así una injustificada anomalía, a medida
que crece el capital humano femenino, como señala la profesora García de León
(2011).
Aunque
evidentemente los números importan, no hablan de cómo se ejerce el poder
informal, oculto, que mantiene y produce desequilibrios sin cuestionarlos y a
ese queremos enfocar.
El
minoritario pero creciente número de profesoras, en su mayoría en las escalas
más bajas, no se problematiza cuando se integran en equipos docentes y de
investigación ya creados, dirigidos por profesores y orientados por sus
intereses profesionales; pero se percibe problemático cualquier número, por
escaso que sea, de aquellas profesoras que traspasan los códigos ocultos,
tejidos por redes de varones durante siglos, en los que anidan los prejuicios,
que se activan con la misma naturalidad como seguramente lo hicieron en el
mundo medieval.
El
androcentrismo cultural y simbólico
La
ausencia histórica de las mujeres de los centros de producción del conocimiento
ha tenido una doble consecuencia: por un lado, su experiencia no forma parte
del conocimiento construido, y por otro, los mecanismos sobre los que este se
ha desarrollado impiden considerar su contribución sin una previa
deconstrucción del primero. La contradicción entre el papel central y activo de
las mujeres en el desarrollo de la sociedad y de la historia, y su marginalidad
en el proceso de categorización intelectual y de creación simbólica, se ha
convertido hoy en una fuerza dinámica que lleva a las mujeres a luchar desde la
academia contra esta situación.
Así, hace
décadas emergía el feminismo académico en las universidades españolas
(Ballarín, Gallego y Martínez, 1995), que viene representando el compromiso
colectivo con la trasformación de un conocimiento académico sesgado. Se ponía
en cuestión la neutralidad de la ciencia, de ese saber, reflejo del pensamiento
dominante, masculino, jerarquizante en sus análisis, que reproducía un mundo
marcado por códigos de género. La ciencia se denunciaba como androcéntrica y se
llamaba la atención sobre la sexuación de unos saberes que se presentaban como
universales. Este movimiento, con denominaciones diversas,másconocido comode
estudios de las mujeres, feministas y de género, evidentemente no se originaba
en la comunidad académica sino en el movimiento feminista y sus siglos de
lucha.
No
pretendemos hacernos eco aquí de todo el cuestionamiento epistemológico del
feminismo académico (Fox Keller, 1991; Harding, 1996), pero sirva destacar que
hoy sus resultados llenan ya muchas estanterías. Puede afirmarse que el
feminismo ha creado y teorizado un número significativo de categorías de
análisis, sin perder de vista los movimientos de mujeres, es decir, sin perder
de vista la práctica política; porque se trata de instrumentos de análisis y de
creación de saber de las mujeres, y no sobre las mujeres. Estas categorías de
análisis son, como señala Milagros Rivera, códigos culturales con que dar a la
relación con una misma, con el presente y con el pasado, con la experiencia
histórica de quienes han vivido antes que nosotras, un sentido; y, sobre todo,
con las que formular e idear un mundo a partir también de las mujeres; un mundo
en que lo universal sea fruto de una relación entre individuos mujeres y
hombres.
La
crítica feminista ha actuado en casi todos los ámbitos aportando nuevos
conocimientos; y, aunque el proceso ha sido lento, ha permeado especialmente en
algunos campos de investigación que se han hecho eco de la aportación feminista
en sus foros y revistas. Sin embargo, esto no ocurrió en el grado que nos puede
hacer pensar la gran emergencia de trabajos e investigaciones sobre las mujeres
en estos momentos. Pues si bien se ha conseguido despertar el interés por los
temas sobre las mujeres, favorecido por una demanda social emergente, investigar
o hablar sobre las mujeres no necesariamente tiene que ver con el compromiso
con una ciencia no androcéntrica y sí con esa cortina de humo que sirve a la
ocultación del feminismo.
Tal vez
no sea necesario advertir que esta aportación teórica ha sido fundamento para
las medidas políticas adoptadas en materia de igualdad (Ley Orgánica 1/2004;
Ley Orgánica 3/2007). En la actualidad, las universidades cuentan también con
una normativa (Ley Orgánica 4/2007) que les implica en el desarrollo de
políticas específicas para reducir la discriminación, potenciar la
participación y aprovechar el potencial intelectual de las mujeres. Pero las
políticas universitarias, en este sentido, se están desarrollando de forma muy
desigual, trampeando en algunos casos la presencia equilibrada de hombres y
mujeres en los distintos ámbitos que la ley establece.
Aunque en
casi todas las universidades se han creado unidades u oficinas de igualdad, su
orientación ha dependido de la voluntad política de quienes gobiernan,
convirtiéndose en muchos casos en «escaparates» con escasa proyección y
actividad. No obstante, las profesoras crecen en los órganos de gobierno al
tiempo que se comienza a dibujar una nueva división sexual en los cargos,
reservándose los profesores aquellos que les garanticen el control del poder.
Este
marco legal no ha impedido que el conocimiento sexuado reconocido como
universal se presente como renovado, aparentando inclusión para seguir
excluyendo.
Por un
lado, el lenguaje parece cambiar manteniendo su uso sexista. Nos hemos ya
habituado a ver y leer discursos en los que se habla de femenino / masculino u
hombres / mujeres de forma errática, sin considerar que las mujeres están
ausentes de lo que se afirma, o donde tras el desdoble no aparecen
observaciones diversificadas.
Por otro
lado, los conceptos surgidos de la crítica feminista se van vaciando y cargando
de sentido reactivo. El concepto «género» definido como la construcción social
y cultural de la diferencia de sexo -instrumento de trabajo fundamental en la investigación
feminista, una y otra vez matizado, ampliado o cuestionado por los lingüistas-
ha penetrado en las investigaciones históricas, sociológicas, etc., y hasta en
la propia práctica política cotidiana. Pero, al mismo tiempo, en el mundo
académico se ha convertido también en una muletilla objeto de mal uso y abuso,
y paraguas de oportunistas. Así, a cualquier línea de investigación, cualquier
proyecto o trabajo, se le añade la idea de «género » , con lo que queda
investido de modernidad. Se utiliza como sinónimo de «mujeres » o en lugar de
«sexo » , como indeterminado objeto de trabajo, o simplemente como editorial.
Al mismo tiempo, la mayor visibilidad de las mujeres ha alimentado que se
instale una falsa imagen de igualdad que lleva a muchos a creer que mujeres y
hombres ya no son dispares. La igualdad se da por conseguida y la
discriminación de las mujeres ya no sería de origen patriarcal sino una más de
todas las que se producen entre las personas.
En la
docencia universitaria, la trasmisión androcéntrica se camufla. Se piensa que
«como todos y todas somos iguales, todos y todas por igual podemos abordar
cuestiones relacionadas con las mujeres o el género», sin considerar que ese
abordaje exige un bagaje de conocimientos en los que la mayoría del profesorado
no se ha formado. Pero, al considerarse una cuestión social, de conciencia y no
de ciencia, cualquiera puede opinar. Este tipo de conciencia -sin ciencia- se
presume que emergerá en la actividad docente de forma espontánea y permitirá
desarrollar una sensibilidad hacia cuestiones sociales, alejadas y disociadas
de la razón científica que fundamenta los conocimientos profesionales. Estas
ideas son la base de la «transversalidad » que defiende el profesorado, fundada
en la defensa de que «todos podemos opinar » porque «todos y todas somos
iguales » , una afirmación inaceptable en cualquier ámbito científico, y que se
esgrime de forma perversa ante un conocimiento, desconocido, que se prejuzga
impertinente, subvirtiendo la idea de igualdad, clave en sus fundamentos
(Ballarín, 2013). Así, cuando el alumnado dice haber recibido información en
cuestiones de género en una proporción mucho más elevada de la que los
programas detectan, en muchos casos las explicaciones que dicen haber recibido
naturalizan las diferencias y refuerzan estereotipos de género (Ballaríny
otros, 2009).
En
definitiva, a pesar de los cambios, la estructura interna universitaria y el
orden creado a lo largo de los siglos, regidos por un pensamiento y unas
prácticas de carácter patriarcal, con unos mecanismos y símbolos precisos para
su reproducción, mantiene su esencia. Cruzar el «laberinto de cristal»
universitario, superar sus barreras, sigue siendo una difícil tarea, pues si no
es fácil romper el dominio masculino sobre la teoría,másdifícil aun es
modificar el que se ejerce sobre las prácticas y formas de relación, porque es
justamente sobre ese entramado de relaciones masculinas donde se sostiene el
poder que legitima la teoría. A algunas de estas barreras nos referiremos a
continuación.
Reacción
al conocimiento crítico producido desde el feminismo
La
crítica feminista de la ciencia como producto de un conocimiento sesgado se ha
significado como motor de avance. Algunas de las leyes aprobadas por los
últimos gobiernos socialistas, y en especial la dirigida a promover la igualdad
efectiva de hombres y mujeres (Ley Orgánica 3/2007), han reconocido el valor
del conocimiento crítico generado por el feminismo académico, instando a la educación
para la igualdad en todas las etapas educativas y, en concreto, al fomento de
la docencia e investigación en el ámbito universitario (Ley Orgánica 3/2007,
art. 25).
[...]
cada vez que en la historia se ha constituido un nuevo grupo o clase ascendente,
ha aparecido una conciencia emergente desde cuya perspectiva se han redefinido
lo que hasta entonces eran las formas del saber dadas por buenas y evidentes, y
desde cuyos intereses se han solicitado interpretaciones diferentes,
complementarias y/o alternativas a aquellas a las que acríticamente se otorgaba
vigencia (Amorós, 1989).
Sin
embargo, las dificultades de la academia para reconocer la sexuación del
conocimiento, tanto por parte del sujeto como del objeto, han sido constantes.
Esta cerrazón a la participación en la construcción de otro conocimiento común
universal parece lejos de esa perspectiva crítica necesaria para hacer avanzar
el conocimiento de la que la universidad hace gala. ¿Por qué tantas
resistencias?
En
entrevistas realizadas al profesorado (Ballaríny otros, 2009) observamos
resistencias a todo lo que se califique de feminismo, sobre todo por parte de
los profesores. En las profesoras, esta resistencia aparece en menor grado,
pero aunque algunas reconocen su aportación al conocimiento, huyen del
calificativo de feministas porque «está mal visto», creen que las encasilla y
las limita; y también por animadversiones personales que no son ajenas a los
prejuicios. Paradójicamente, no faltan quienes quieren hacer suyo el nombre,
vaciándolo de contenido político 3.
El
conocimiento producido desde el feminismo hacia los distintos ámbitos es
desconocido por buena parte del profesorado. Así, por no conocerlo, lo
consideran irrelevante. La resistencia a valorarlo o interesarse en élproviene
de dos cuestiones: a) no lo consideran objetivo, y b) opinan que se trata de
una producción de autoría feminizada. De esto se deriva que los conocimientos
surgidos del feminismo sean considerados productosmásideológicos, de carácter
social, pero no científicos.
Esta
desconsideración de buena parte del profesorado alcanza al alumnado, que opina
así de la información recibida en algunas asignaturas: «La información recibida
no es objetiva» (mujer, Pedagogía). «Generalmentese trata de profesoras
comprometidas con la lucha por la igualdad de género, que hacen sus comentarios
y expresan sus ideas» (varón, Educación Primaria). «No considero que
ningúnextremo sea positivo; ni el machismo ni el feminismo es bueno. Hay que
educar desde la igualdad, no en posiciones extremas » (mujer, Educación
Primaria).
Estos son
ejemplos de cómo la información recibida sobre cuestiones relacionadas con las
mujeres, feminismo o género no se considera en el marco de la «objetividad»
científica ni se recibe como contenidos rigurosos, sino como fruto de opiniones
o ideas personales a la que los alumnos pueden «resistirse» porque son
cuestiones de «opinión».
Estas
creencias llevan al profesorado, tanto a varones como a mujeres, a mostrarse
contrarios a introducir en los planes de estudio materias específicas
relacionadas con género, mujeres o feminismo. Podría decirse que buena parte
del profesorado está instalado en una actitud de resistencia al cambio, a lo
nuevo, a romper rutinas y a plantear controversias,mássi cabe a considerar la
necesidad de corregir el conocimiento androcéntrico .
La
posición bastante generalizada en la academia frente al feminismo no es ajena a
los cambios que se vienen produciendo en la vida de las mujeres y su
incorporación creciente a todos los ámbitos de la vida social, política, etc.,
y que hace pensar a muchos que la igualdad es un hecho. «Como ya es un hecho
-se piensa- no debe avanzar más » . La creciente emancipación de las mujeres
pone en crisis la familia patriarcal y las convierte en culpables de todo lo relacionado
con sus conquistas sociales: tienen la culpa de las separaciones y divorcios,
de la baja natalidad, de la mala educación de los hijos, de no atenderlos por
trabajar fuera de casa, del paro, etc. En definitiva, son responsables del
malestar de los hombres, que ven perder sus privilegios, porque la mayor
formación y las aspiraciones profesionales de las mujeres son percibidas como
una amenaza. El rechazo se centra, en definitiva, en el feminismo como
«pervertidor de la mente» (Herranz, 2006), lo que se refuerza a través de una
táctica de desprestigio que le acompaña históricamente cada vez que se produce
alguna conquista de las mujeres. En estos momentos, la reacción patriarcal ya
se venía anunciando (Cobo, 2011).
Naturalización
de las desigualdades y de las relaciones de dominación
La
universidad no se percibe como una institución que discrimina; por el
contrario, se la considera un espacio de igualdad. Los rasgos de la desigualdad
se han presentado en muchos estudios a lo largo de las últimas décadas. Las
aportaciones a las XV Jornadas de Investigación Interdisciplinaria del
Instituto Universitario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de
Madrid (Maquieira y otros, 2005) nos permiten apreciar, tras dos lustros, la
vigencia de sus constataciones en diversas universidades, a través de los
siguientes aspectos:
La
feminización en el número de alumnas se distribuye de forma desigual en unas u
otras titulaciones, teniendo mayor presencia en las que se dirigen a ámbitos
profesionales de menor prestigio.
Se
observa un desequilibrio entre el número de alumnas que terminan sus estudios y
las que acceden como profesoras.
Es
observable una segregación horizontal (distribución por centros y áreas de
conocimiento) y vertical (desigualdad entre hombres y mujeres en categorías
docentes) entre las profesoras.
La
presencia de las profesoras crece en los cargos de gobierno de menor rango,
mientras se reorganizan los de mayor rango para seguir manteniendo el control.
La
presencia de mujeres como investigadoras principales (ip) en proyectos de
investigación sigue siendo muy inferior a la de los varones. A pesar de haberse
tomado algunas medidas para potenciarlas, son solo el 29,8%, según datos del
curso 2012-2013 (mecd, 2015).
La
docencia, en la mayoría de las disciplinas universitarias, mantiene los
supuestos teóricos y metodológicos androcéntricos, ignorando los conocimientos
aportados desde el feminismo y los análisis de género.
La
ausencia en los programas docentes de los conocimientos aportados por la
investigación feminista y de género, que presente y reflexione sobre las desigualdades
próximas y las relaciones de dominación que implican, no solo está dificultando
en el alumnado universitario la comprensión de una realidad marcada por la
discriminación, a pesar del progreso de la igualdad, sino que, por omisión,
contribuye a la naturalización de las diferencias construidas y a la
reproducción de códigos de género (Ballarín y otros, 2009).
Como
señala Claude Zaiman (2006), los y las jóvenes acceden a nuestras universidades
con ciertas ideas construidas desde su experiencia sobre nociones y
estereotipos, sobre mujeres, hombres, sus diferencias físicas y psicológicas,
etc.; pero sus experiencias se producen en un contexto histórico y político
determinado; y este contexto, en el que la igualdad formal es un hecho, les
lleva a considerar este logro como cualquier otro cambio en las formas de
dominación y explotación no vivenciadas, y a considerar con cierto determinismo
los avances y asignarlos a razones como un «cambio de mentalidad » o «avances
de la sociedad», como hemos observado en nuestra investigación.
Las
estudiantes, en tanto, se consideran iguales a sus colegas varones. Son muchos
los discursos públicos que de múltiples formas alimentan al estudiantado y que
les resultan difíciles de ordenar fuera de toda reflexión feminista o crítica.
Los medios de comunicación ofrecen una idea de confort y consumismo sexista de
las mujeres en países desarrollados, en contraposición a las mujeres musulmanas
o de países en desarrollo; situaciones de violencia de género, que llevan a
minimizar los micromachismos; el control del cuerpo de las mujeres, que no deja
ver la tiranía de la moda que ellas soportan, y otros tantos discursos
pseudocientíficos que realimentan la diferenciación de los sexos con claros
sesgos genetistas.
El efecto
de este tipo de lecturas ha llevado a la construcción de un universo de
confusión acrítica, donde los procesos de mundialización han tenido efectos que
se deben considerar, ya que han inducido a pensar en la desigualdad como algo
lejano, propio de otras culturas en las que se producen formas de explotación
superpuestas y, por contraste, a minimizar la desigualdad en el entorno más
próximo, lo que contribuye a estigmatizar el creciente interés político en el
desarrollo de la igualdad.
Numerosos
estudiantes de nuestra investigación del último curso de la carrera 4 (Ballarín
y otros, 2009) sitúan sus fuentes de información en páginas web, folletos o
revistas de sindicatos y periódicos; en definitiva, internet, literatura gris y
«recortes» para discutir en clase. Sirvan como ejemplos algunas de sus
afirmaciones: «En algún momento, hace muchos años, leí algo referente a la
historia del feminismo en webs, en artículos de la revista de la asociación
colega, en algún panfleto del sindicato cnt … pero sobre todo en páginas web»
(varón, Psicología). «He leído bastante información por internet, pero nunca he
leído un libro de estas características» (varón, Educación Primaria). Una
estudiante dice haber leído algún libro «quetrataba sobre las mujeres
musulmanas y la discriminación de los hombres hacia ellas» (mujer, Psicología).
Sin
embargo, afirmaban haber recibido información sobre cuestiones de género en el
aula en una proporción mucho más elevada de la que muestran los programas de
las asignaturas (Ballarín y otros, 2009). Las respuestas que ofrecen sobre el
tipo de información recibida remiten a discursos que realimentan la
diferenciación de los sexos con claros sesgos genetistas. Seleccionamos algunos
ejemplos: « […] que ellas tienen más habilidad para letras y ellos para mate »
(varón, Derecho). «Diferencias de género debidas a la personalidad» (mujer,
Psicología). «La actividad y tipo de hormonas que tiene cada sexo» (mujer,
Psicología). «Diferencias cerebrales entre ambos» (varón, Psicología). «La
rivalidad machismo-feminismo» (varón, Pedagogía). «Lo que nos han explicado son
las diferentes desigualdades en la estructura corporal, que nos dan diferentes
cualidades, como fuerza, áreas cerebrales más desarrolladas…), pero en cuanto a
diferencias sociales no hemos dado nada » (mujer, Medicina).
Pero
cuando los y las estudiantes son interpelados sobre si consideran necesario que
en el currículo de su licenciatura se incluyan análisis de género, así como
todas aquellas cuestiones que ayuden a comprender la construcción social de las
diferencias entre varones y mujeres, su respuesta es mayoritariamente positiva.
La voz
del alumnado es elocuente de lo que pasa en el aula. Destacan, en primer lugar,
la poca relevancia científica que otorga el profesorado a las cuestiones
relacionadas con las mujeres o el género, y que se muestra también cuando
alegan lo «apretados» que ya están los programas, la falta de tiempo, etcétera.
La
desinformación y el desinterés del profesorado es también un motivo muy
considerado por el alumnado de las diferentes titulaciones, así como el rechazo
por resistencias a lo nuevo, a los cambios. Especial interés nos merece la
consideración por parte del alumnado de que tanto profesores como profesoras
omiten plantear cuestiones de género para evitar el conflicto, que refuerza la
consideración de escasa «objetividad» que se prejuzga a los temas de género y
que, por tratarse de cuestiones de «opinión», sin más, piensan que favorecen el
debate, el que es valorado como conflictivo.
La
excelencia como excusa
La universidad
se percibe como una institución igualitaria porque se apoya en la meritocracia.
Pero la meritocracia no es tan justa como solemos pensar (Dubet, 2005).
Permitir que todos y todas participen de la misma institución sin distinción de
clase, raza o género, convierte a todos y todas en iguales como principio, a
diferencia de lo que ocurre en las universidades reservadas a una elite. Esto
que parece justo -y probablemente sea lo más justo posible- crea sus propias
desigualdades al jerarquizar en función del mérito, del éxito académico medido
a través de la producción investigadora. Y estas desigualdades producidas en
aplicación de un principio que aceptamos como justo dificultan la percepción de
las diferencias en los patrones que rigen en la academia la carrera profesional
de hombres y mujeres.
Es por
esto que, para las profesoras universitarias consideradas una elite
privilegiada en el conjunto del mercado laboral de las mujeres, los méritos son
necesarios pero no suficientes. Siguen funcionando toda una serie de mecanismos
que limitan sus carreras académicas. Entre los más sobresalientes que han
caracterizado las carreras de éxito destacan:
Pertenecer
a una escuela, grupo o red bien situado, con capacidades, conexiones y
recursos.
Planificar
la carrera docente con objetivos claros, que facilite la entrada, en calidad de
iguales, en los grupos que tienen posibilidades de repartir y, por tanto, de
crear relaciones de dependencia.
Controlar
equipos de investigadores e investigadoras, doctorandos, ayudantes, etc., cuyos
trabajos son finalmente rentabilizados por la persona reconocida, en esa
relación de dependencia de la que la persona meritoria espera obtener
beneficios posteriores.
Total
liberación de cargas familiares, incluso el apoyo de los miembros femeninos de
la familia, como servicio doméstico, secretarias, apoyo intelectual,
afectividad, etc. ( «Las dos instituciones devoradoras son la universidad y la
familia « [Martínez y Ballarín, 2005]).
Algo ha
cambiado con el crecimiento de parejas profesionales que establecen relaciones
más igualitarias y negocian tiempos y responsabilidades –que no son las más-.
En estos casos, si bien suponen un paso importante para la corrección del
modelo tradicional, las carreras de ambos miembros de la pareja se resienten a
falta de esa «cola de cometa» que marca la vida de las mujeres que impulsan la
carrera de sus parejas. Pero el denominado modelo tradicional ya ha marcado los
estándares.
En
definitiva, las profesoras, en la mayoría de los casos, aun contando con
excelentes conocimientos dentro de su campo científico, siguen ajenas a los
mecanismos que les impiden el control de su éxito profesional. Para situarse en
igualdad con el resto del grupo, las profesoras se ven exigidas a un
sobreaprendizaje de la cultura masculina que rige la institución.
Los
hombres, por su parte, hacen del trabajo un espacio para la lucha simbólica.
Dedican mucho tiempo a establecer vínculos en «reuniones interminables que
ellas no quieren o no pueden permitirse, y en las que subyace no la eficacia,
sino la lucha simbólica por el poder» (Pérez Fuentes y Andino, 2005). Es
difícil que las mujeres se acojan a estas prácticas a la vista de los
resultados del uso de ese poder.
La Ley de
Universidades (Ley Orgánica 4/2007), haciéndose eco de la Ley para promover la
igualdad efectiva de mujeres y hombres (Ley Orgánica 3/2007), establecía la
necesidad de considerar la representación equilibrada entre mujeres y hombres
en los grupos de investigación y en las comisiones de evaluación y selección de
personal docente e investigador. Este ha sido un paso importante, sin duda,
para incrementar la presencia de las mujeres en algunos espacios, pero no se
corrigen las limitaciones anteriormente señaladas, ya que la denominada
«representación equilibrada» cuenta con barreras invisibles, constituidas por
todos aquellos criterios previos que determinan los perfiles de excelencia para
formar parte de la «representación» en la que los profesores ya están mejor
situados.
Aplicar
la paridad en un ámbito regido por la «excelencia» tiene especiales
dificultades, ya que si en la política es suficiente apoyarse en la categoría
de ciudadanas con plenos derechos para reivindicar la paridad, en la
universidad el criterio de autoridad científica, de excelencia, es el que
supuestamente prima. Estar ahí no es un derecho, sino que es, supuestamente, un
reconocimiento (Martínez y Ballarín; 2005).
Cruzar el
«laberinto de cristal» sigue sin ser tarea fácil, pues si difícil es romper el
dominio masculino sobre la teoría, mas difícil aun es modificar el dominio que
los varones ejercen sobre las prácticas y formas de relación, y que es,
justamente, el entramado de relaciones masculinas sobre el que se sostiene el
poder que legitima la teoría. Estar en la universidad no es un derecho, es un
reconocimiento; y obtener ese reconocimiento requiere la revisión de las
medidas de valía y excelencia definidas por los varones para medirse entre sí.
La violencia de género cotidiana
La
violencia de género, el síntoma más grave del patriarcado vigente, entró en el
debate social y la agenda política en el último gobierno socialista, que aprobó
una ley específica para frenar esta lacra social (Ley Orgánica 1/2004). Sin
embargo, en la universidad -a pesar de ser la cuestión que se presenta como
centro de atención principal cuando en la docencia algún profesor o profesora
se refiere a alguna cuestión de género o sobre las mujeres- solo se abren los
ojos al exterior de las aulas, manteniéndose ceguera a la violencia de género
que se produce internamente.
Los
estudios sobre violencia de género en la universidad han sido escasos hasta
hace poco tiempo. Las investigaciones que se iniciaron en ee.uu. hace más de
veinte años, se produjeron en Europa con un importante retraso, y solo en algunos
países. En España han comenzado muy recientemente (Valls y Flecha, 2007). La
investigación dirigida por la profesora Valls (2009) llama la atención sobre el
bajo reconocimiento de la violencia de género por parte de los estudiantes
encuestados, especialmente de aquellas situaciones que no implican violencia
física. Las situaciones de dominación, violencia psicológica, acoso, etc., no
son reconocidas como violencia de género por un porcentaje significativo de
personas. Sin embargo, un 65% de las personas encuestadas (estudiantado,
profesorado, personal de Administración y Servicios, personal de servicio de
limpieza) reconocían haber sufrido alguna situación.
Agresiones
físicas; violencia psicológica; agresiones sexuales; presiones para mantener
relaciones afectivo-sexuales; recibir besos o caricias sin consentimiento;
sentir incomodidad o miedos por comentarios, miradas, correos electrónicos,
notas, llamadas telefónicas o por haber sido perseguido/a o vigilado/a; rumores
sobre vida sexual; comentarios sexistas sobre la capacidad intelectual de las
mujeres o su papel en la sociedad o comentarios con connotaciones sexuales que
las degradan o las humillan (Valls, 2009).
La no
consideración como violencia de género de conductas que suponen un ejercicio de
poder y dominación de los hombres hacia las mujeres tiene presencia en todos
los estamentos universitarios, sobre todo cuando las mujeres se sitúan en orden
jerárquico inferior. Las relaciones desiguales y jerárquicas entre el
profesorado y las consiguientes relaciones de dependencia que se generan
refuerzan su asunción también entre el alumnado.
El no
reconocimiento de estas situaciones arranca del escaso eco de la reflexión
crítica feminista, especialmente en el ámbito docente y, de forma particular,
sobre cuestiones en las que todos y todas parecen tener «opinión». A pesar de
que en nuestra investigación (Ballarín y otros, 2009) observamos que referirse
a la violencia de género es una cuestión bastante común en algunos programas o
actividades docentes, las opiniones vertidas por el alumnado frente a la
pregunta «¿A qué crees se debe la violencia que ejercen los hombres sobre las
mujeres?» muestran un importante desconocimiento que nos parece de interés
ilustrar. Sus respuestas son indicativas del gran desconocimiento y confusión
con que finaliza su carrera gran parte del alumnado universitario.
Buscan
causas endógenas al maltratador: la enfermedad y, en último término, la
«naturaleza», al responder cosas como: «A una malformación educativa» (mujer,
Psicología); «Falta de neuronas y oxígeno al nacer» (mujer, Pedagogía);
«Depende de la persona; si una persona es violenta, lo es, sea hombre o mujer»
(mujer, Educación Primaria); «Creo que parte de la culpa la tiene la nueva ley
de divorcio, todo favorece a la mujer, es poco equitativa y lleva al hombre a
hacer locuras cuando se ve sin nada» (varón, Educación Primaria); «La
costumbre» (varón, Derecho); «No sé, no conozco a ninguno, supongo que a
problemas mentales, con las drogas …» (mujer, Educación Primaria).
También
se esgrimen causas exógenas que hacen recaer la culpabilidad sobre los medios
de comunicación y la sociedad en general: «A que todavía muchas mujeres no
reconocen los derechos que poseen por naturaleza» (mujer, Historia); «A las
mismas mujeres que se dejan pegar, insultar y abusar de ellas» (mujer,
Pedagogía); «Principalmente al abusivo abordaje en medios de comunicación que
han ayudado a desensibilizar a la población y verlo como un tema cotidiano y
normal» (mujer, Medicina); «Sin lugar a duda, creo que es una cuestión de
mentalidad y actitud de una sociedad sumergida aún en el machismo, en el que
los derechos de las mujeres se imponen a golpe de ley pero no por la iniciativa
de toda la sociedad» (mujer, Pedagogía).
Otros
culpabilizan a las víctimas y levantan sospechas sobre ellas: «Incultura, bajo
cociente intelectual, alteraciones en la personalidad de las mujeres» (mujer,
Medicina); «No lo sé. Pero, aunque en menor número, también se producen los
casos contrarios, quedando estos en la sombra o infravalorándolos» (mujer,
Historia); «¿Y la violencia de las mujeres sobre los hombres? Hay que tratar la
violencia en general» (mujer, Derecho).
También
trivializan la cuestión: «Puede deberse a muchas causas: desde un problema
psicológico, una simple pelea…» (mujer, Pedagogía); «A conflictos que surgen en
la familia, por diversas tonterías o a temas que por las propias palabras no se
suelen aclarar» (varón, Educación Primaria).
Esta
falta de conocimiento fundamentado sobre el problema no solo contribuye a una
menor cantidad de denuncias de situaciones de violencia, sino que impide su
reconocimiento, al alejarlas de las implícitas a las relaciones de poder y
dominación cotidianas, que también se producen en la universidad, reforzando
códigos de género que sostienen el patriarcado (Bosch, Ferrer y Alzamora,
2006).
En la
actualidad, la complicidad con la violencia de género frente a la persecución
que sufren quienes rompen el silencio es el mayor riesgo en la universidad,
como señalan Ramón Flecha y Sandra Racionero (2012). Seguramente muchos y
muchas de quienes nos leen recordarán casos concretos que han vivido, cómo se
cerró el cerco a la doctoranda acosada por el director de su tesis, cómo no
quisieron denunciar las estudiantes victimas de las insinuaciones y
provocaciones de algún profesor, cómo el miedo y la indefensión impidió que
otras denunciaran... pero tal vez no recuerden cómo respondieron en aquel
momento, cómo su pasividad y cierta incredulidad permitió que siga sucediendo.
La
complicidad colectiva
No son
fáciles de precisar esas actitudes de camaradería de quienes se saben unidos
por conocimientos y formas de entender el mundo que no necesitan explicitarse.
Estas asunciones, que actúan de forma secreta y oculta, se traducen en
conductas y prácticas colectivas que no son reconocidas por quienes las
practican. La persistente cotidianidad de estas actitudes contribuye a su
consideración de «normales » , de modo que se tornan invisibles y aceptables
también para algunas mujeres.
El
ocultamiento y el desprestigio de las reivindicaciones feministas o de
cualquier denuncia de discriminación sexista de una profesora –que pasa a ser
calificada automáticamente como tal- forman parte de esos mecanismos sutiles
del patriarcado. En la universidad, esta táctica de desprestigio parece
reactivarse en los últimos años. Las políticas de igualdad desarrolladas por el
último gobierno socialista, como ya hemos señalado, han significado una
legitimación de las reivindicaciones feministas también en la academia, al
tiempo que ha crecido el número de profesoras, más formadas, mejor situadas y
con aspiraciones profesionales, lo que ha llevado a que sean percibidas en
algunos ámbitos académicos como una amenaza. Esa percepción ya existía, pero en
el contexto del creciente neoliberalismo y crisis económica, al que las
universidades no han sido ajenas, ha hecho crecer el miedo –por
desconocimiento-, como ya señaló la profesora Herranz (2006). En estos momentos
se observa que cuando una profesora denuncia una injusticia o un abuso es
calificada de feminista, y su voz pude ser desautorizada con una simple frase:
«¡Ya estamos...!» u «¿Otra vez...?»
De este
modo, el discurso de lo «políticamente correcto» se transforma en complicidades
tácitas, por ejemplo ante denuncias de acoso que no se valoran como tales
porque son consideradas normales. La consideración de «normal» en el colectivo
masculino les lleva a un tránsito natural -que constituye un abismo- entre lo
que se dice y lo que se practica. No es raro oírles decir: «Ya no podemos
hablar tranquilamente como antes».
Por otra
parte, el desconocimiento y la consideración de las mujeres como colectivo de
«idénticas» –lo otro- lleva a unificar como «feministas» las opiniones de todas
las mujeres, suma de la diversidad y mezcla de variada índole, contribuyendo
así a la confusión general y al deterioro y devaluación del feminismo como
fuente de conocimiento crítico.
Cuando
las profesoras se quejan «del sexismo imperante se las acusa de victimismo,
pero si pretenden ser ellas mismas, elevándose por encima del sexismo social,
se las considera prepotentes » (Herranz, 2006). No es raro encontrar profesoras
que se alejan de ese desprestigio que acompaña al feminismo como pérdida de
feminidad, y que opten por lo que parece «normal», porque así se las incluye en
el espacio de la cotidianidad. Aceptan entonces los chistes y las bromas descalificadores
de las mujeres, para no ser excluidas, o participan en comentarios que
ridiculizan y deterioran profesionalmente a sus compañeras. Mientras para las
profesoras identificarse con el feminismo tiene el coste que hemos señalado,
sería importante estudiar hasta qué punto ese coste alcanza a los profesores
feministas que, aunque pocos, también los hay. Pero pensamos que es más difícil
excluir a un varón de su grupo de iguales –que le capacita para poder ser
diferente- que una mujer deje de ser la representante simbólica del conjunto.
La
posición de muchas profesoras es fruto de la tensión que se se produce entre
los cambios sociales de las mujeres y los obstáculos que siguen encontrando en
la sociedad patriarcal, que está produciendo lo que la profesora García de León
(2011) denomina la «esquizofrenia social de género», y que expresa en el título
de su obra con la acertada metáfora de «cabeza moderna / corazón patriarcal».
Siguiendo su consejo, probemos a instalarnos en el arquetipo de género y comprobemos
qué sucede alrededor y cómo participamos en ello (García de León, 2011).
Epílogo
La
ocupación ya masiva de la institución universitaria por parte de las mujeres no
significa que la habiten. El derecho a recibir, conservar, utilizar y
transmitir la formación recibida no implica el reconocimiento del saber pleno,
el que dota de autoridad, el de creación de nuevos saberes. En las últimas
cuatro décadas, las mujeres universitarias españolas han desarrollado desde la
crítica feminista su compromiso con la reconstrucción del conocimiento que les
venía dado; sin embargo, el tránsito hacia habitar la universidad podría
decirse que solo se ha iniciado. Habitar los espacios de construcción del saber
es algo más que llegar a ellos e incorporarse a la creación del conocimiento,
requisito indispensable para estar, pero habitarlos requiere hacerlos propios,
vivirlos sintiendo que se es parte esencial de su vida que está en propias
manos dirigirlos y transformarlos, y para ello se necesita poder (Ballarín, 2010).
Dicho de otro modo, las mujeres en la academia todavía somos recién llegadas,
y, como bien destaca Celia Amorós:
Estamos
al borde de la silla, no cómodamente repantigadas en un sillón. Para bien y
para mal. Para mal porque […] es como si ejerciéramos el poder sin la completa
investidura: necesitamos dosis adicionales de refrendo masculino si es que
queremos afianzarnos. Para bien porque […] no ha habido tiempo para que los
moldes academicistas en lo peor que tienen de escolasticismo nos hayan
ahormado. De este modo ganamos la perspectiva de la orilla... que nos permite
ver el horizonte...» (Amorós, 2011, en García de León).
Sin duda,
esta situación que nos permite mayor capacidad autónoma para juzgar «conforme a
la regla de la evidencia», como añade la profesora Amorós, nos remonta a
Poullain de la Barré (s. xvii), pero las cosas no cambian sin poder. Esta
necesidad de crecer en poder, constante en su obra, sigue siendo el gran reto
al que nos sumamos, porque entendemos, como ella, que «nosotras queremos un
hábitat confortable de géneros diseñado para poder ser vividos y pensados».
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Notas
1 El
54,3% del estudiantado universitario son mujeres. En los másters, su cifra es
bastante cercana (54,1%). La distribución de sexo por rama es similar a la
existente en años precedentes, observándose una proporción de hombres muy
superior a la de mujeres (73,9%) en la rama de Ingeniería y Arquitectura. Esta
distribución se invierte en Ciencias de la Salud, rama en la que las mujeres
tienen una presencia muy superior a la de los hombres (70,1%) (mecd, 2015).
2 En el
curso 2012-2013, un 39,3% del personal docente e investigador universitario
(pdi) eran mujeres, pero solo un 20,3% de profesoras ocupan cátedras, a pesar
del aumento que se ha producido en los últimos años (en 2005-06, las mujeres
catedráticas representaban el 13,7%).
3 Se
dicen feministas por estar «en contra de la discriminación» y de «la violencia
de género», y a favor de la «igualdad», una posición que presentan como
«verdadero» feminismo frente a lo que llaman «radicalismo».
Escribe: Pilar Ballarín Domingo*