31.Tomando Jesús
a los doce, les dijo: He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las
cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. 32Pues será
entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. 33Y
después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará. 34Pero
ellos nada comprendieron de estas cosas, y esta palabra les era encubierta, y
no entendían lo que se les decía. (Lucas 18:31-34)
Durante la Semana
Santa, cuando otra vez subimos en espíritu a Jerusalén y meditamos en la pasión
de nuestro Señor, que el Espíritu Santo ilumine nuestros corazones para que
veamos con más claridad y entendamos y apreciemos más plenamente el bendito
significado y propósito de ella. Entonces nuestra observancia de la Semana
Santa realmente glorificará a nuestro misericordioso Salvador que dio todo por
nosotros y nos traerá gran bendición.
Cuando Jesús
dijo a sus discípulos: “He aquí subimos a Jerusalén”, y explicó lo que sucedería,
no fue algo que sólo pasó en vista de los eventos recientes, tales como la
creciente oposición de los líderes religiosos. No, esto lo habían predicho los
santos profetas en las Escrituras. Los profetas eran aquellos a quienes Dios
reveló la promesa del Mesías y también los inspiró a escribir. Las Escrituras
del Antiguo Testamento se centran en la promesa del Salvador; predicen su
nacimiento, sufrimientos, muerte y resurrección. En el culto de ayer se nos
recordó que el profeta Zacarías predijo que Jesús entraría en Jerusalén montado
en una humilde bestia de carga. Isaías, que vivió varios siglos antes de
Cristo, escribió de su sufrimiento y muerte como si fuera un testigo ocular.
Ahora cuando Jesús habla estas palabras de nuestro texto sencillamente recuerda
a los discípulos lo que decían las Escrituras, que él sería entregado a los
gentiles, blasfemado, azotado y muerto. Pero también dijo que la muerte no lo
iba a retener, sino que al tercer día resucitaría.
La reacción de
los discípulos fue de sorpresa y confusión. “Pero ellos nada comprendieron de
estas cosas.” Esto nos deja perplejos. Habían vivido con Jesús por los últimos
tres años y él los había instruido con paciencia acerca del propósito de su
misión en este mundo. Y ésta era la tercera vez que les había dicho que tenía
que subir a Jerusalén. Una explicación del comportamiento de los discípulos es
que probablemente albergaban ideas de un reino terrenal y hablar así de morirse
no se conformaba con estos pensamientos. O tal vez estaban sobrecogidos de
emoción cuando pensaban que su querido amigo pasaría por tal sufrimiento. En
todo caso, el texto dice que “ellos nada comprendieron de estas cosas, y esta
palabra les era encubierta, y no entendían lo que se les decía.”
Su extraña
reacción debe hacer que cada uno de nosotros nos preguntemos: ¿Entiendo yo el propósito de la pasión de
Cristo? ¿Veo esto como algo que pasó hace muchos años, pero que no tiene nada
que ver conmigo? ¿Es esto solamente una injusticia?
¿Soy solamente un espectador con cierta
simpatía cuando veo este drama?
Jesús dice en
nuestro texto: “se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca
del Hijo del Hombre.” Cuando los soldados fueron a Getsemaní para arrestar a
Cristo, Pedro tomó su espada y quería defenderlo. Jesús le dijo que guardara la
espada y le recordó que podía orar a su Padre el cual le enviaría doce legiones
de ángeles. Podría haber tenido defensa y protección, “pero ¿cómo entonces se cumplirían las
Escrituras?” “Para que se cumplieran las Escrituras” es un refrán que se
presenta a través del Nuevo Testamento. Al escuchar la lectura de la historia
de la Pasión, ¿notaste con cuánta
frecuencia se dijeron estas palabras? Escucha con cuidado la historia de la
crucifixión el Viernes Santo, y oirás cuántas profecías fueron cumplidas. Aquí
en nuestro texto se nos recuerda que las Escrituras se estaban cumpliendo.
Pero para
entender el propósito de todo esto, tenemos que recordar la naturaleza del
pecado y la naturaleza de Dios. Por la caída en el pecado fuimos separados de
Dios, se nos transmitió la muerte, y nos hicimos esclavos de Satanás, sin tener
el poder para hacer nada para aliviar esta trágica condición. Es fácil hablar
superficialmente acerca del pecado sin reconocer su gravedad, de hecho, como
dicen nuestras Confesiones, “Este pecado original es una corrupción tan
profunda y perniciosa de la naturaleza humana que ninguna razón la puede
comprender, sino que tiene que ser creída basándose en la revelación de la
Escritura.” (S.A., p. 312) En un culto en la capilla la semana pasada cantamos
un himno que presentó con gran claridad lo grave del pecado. Una de las
estrofas lo expresó de este modo:
Si te burlas del pecado, No sabiendo
su poder
Dios aquí te lo ha quitado Con la
culpa, infame, cruel.
El que así fue afligido, El que
lleva carga tal,
Del Señor es el ungido: Dios como
hombre es al igual. (CC 58:3)
Y el Salvador
que sufre, hablando por medio del profeta, mira desde la cruz y pregunta: “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el
camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; Porque
Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor” (Lam. 1:12).
Para entender
este acto maravilloso de amor de parte de nuestro Salvador tenemos que entender
la justicia de Dios. La justicia de Dios no podía pasar por alto nuestro pecado
y fingir como si nada hubiera pasado. No, su justicia exigió castigo y nosotros
éramos los que merecimos el castigo. Dios podría habernos condenado por toda la
eternidad, pero en vez de castigarnos puso nuestra culpa sobre su Hijo. “Jehová
cargó en él el pecado de todos nosotros.” “Más él herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre
él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Is. 53).
El mismo himno
al que me he referido habla de la agonía que Cristo soportó en la cruz, pero
luego dice: “Pero el golpe que más duelo La justicia se lo da.” Eso fue lo peor
de su sufrimiento, sin embargo, así es como tenía que ser. Shakespeare entendía
el concepto de la justicia de Dios cuando escribió en El mercader de Venecia en
donde Porcia habla de la cualidad de la misericordia y dice: “Aunque alegas la
justicia, recuerda esto, que en el curso de la justicia ninguno veríamos la
salvación: Rogamos la misericordia.” En la cruz vemos la misericordia de Dios,
pero es sólo cuando vemos lo enorme o lo grotesco de nuestro pecado y la
justicia de Dios que realmente apreciamos la misericordia de Dios.
Al mirar el
drama de la Semana Santa, estas verdades se desarrollan: La justicia inmutable
de Dios exige el castigo. Lo merecimos, pero en su amor Dios puso esta
obligación sobre su Hijo quien en nuestro lugar lleva el castigo que su ley
exige. Debido a su obediencia como nuestro Substituto, la ira de Dios se ha
apaciguado, su justicia queda satisfecha, y su juicio está anulado, de hecho,
ya no hay ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús.
El “fue
entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación.” Por eso subió a Jerusalén. Sí, nosotros lo acompañamos, porque
nuestros pecados estaban allí y él los expió. Por eso no sólo tenemos la
seguridad de que hemos sido perdonados, sino podemos anticipar también la
Jerusalén celestial en donde mora la justicia, y en cuya presencia hay plenitud
de gozo.
Wilhelm W. Peterson